LIBRO PRIMERO
DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS[37] DE PERSILES
Y
SIGISMUNDA

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Voces daba el bárbaro Corsicurvo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y aunque su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas articuladamente las razones que pronunciaba sino[38] de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.

—Haz, ¡oh Cloelia! —decía el bárbaro—, que así como está, ligadas las manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que nos rodea.

Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diecinueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento. Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir[39] las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos. Luego[40] le sacudieron los cabellos que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban. No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflicción alguna; antes, con ojos al parecer alegres, alzó el rostro y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:

—Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos oscuros calabozos, de donde ahora salgo, de sombras caliginosas[41] la cubran. Bien querría yo no morir desesperado,[42] a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.

Ninguna destas[43] razones fue entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo. Y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina,[44] donde tenían una balsa de maderos y atados unos con otros con fuertes bejucos[45] y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel[46] en que pasaban a otra isla, que no dos millas o tres de allí se parecía.[47] Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla. El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo. Viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquel el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco y llegándose a él, por señas, como mejor pudo, le dio a entender que no quería matarle.

En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual de improviso se levantó una borrasca que, sin poder remediallo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado, tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos vientos, anegáronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero al mar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo pero[48] negándole el poder pedirle tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas,[49] que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños y se le llevaron consigo a su abismo; que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse ni usar de otro remedio alguno.

Desta manera que se ha dicho salió a lo raso[50] del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel redoso[51] del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba.[52] Descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía y, por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife[53] al agua y llegaron a verlo y, hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban.

Subió el mozo en brazos ajenos y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco, porque había tres días que no había comido, y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas[54] y odoríferos[55] vinos, con cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí la vista y aun la lengua, y le dijo:

—Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos[56] del cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.

Y en esto probó a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual el capitán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos transpontines[57] y que, quitándole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos[58] y limpios y le hiciesen descansar y dormir. Hízose lo que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél lo más presto que pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efecto que en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excediendo su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a su debilidad que cumplir la voluntad suya.

 

 

CAPÍTULO SEGUNDO DEL LIBRO PRIMERO

 

Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su señor les había mandado. Pero, como le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sueño tomar posesión de sus sentidos ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentaciones que a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas tablas de otro apartamiento[59] que junto al suyo estaba. Y poniéndose con grande atención a escucharlas, oyó que decían:

—¡En triste y menguado signo[60] mis padres me engendraron, y en no benigna estrella[61] mi madre me arrojó a la luz del mundo! ¡Y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes se puede decir arrojar que nacer! Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique[62] de ser vendida por esclava, desventura a quien ninguna puede compararse.

—¡Oh tú, quienquiera que seas! —dijo a esta sazón el mancebo—. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate aquí y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos, que[63] si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.

—Escucha, pues —le fue respondido—, que en las más breves razones te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pero querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros que están en esta isla, donde habemos dado fondo,[64] reparándonos[65] de la borrasca que se ha levantado.

—El mismo soy —respondió el mancebo.

—Pues ¿quién eres? —preguntó la persona que hablaba.

—Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que por las palabras que poco ha que te oí decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.

A lo que le respondieron:

—Escucha, que en cifra[66] te diré mis males. El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y extraños acontecimientos una principal doncella a quien yo tuve por señora, a mi parecer, de tanta hermosura que entre las que hoy viven en el mundo y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discreción iguala a su belleza y sus desdichas a su discreción y a su hermosura. Su nombre es Auristela. Sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado. Esta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida, y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y con tantas veras la amó y la ama que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa; y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían. Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose, no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de corsarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde. El príncipe Arnaldo, imaginando[67] que estos corsarios eran los mismos que la primera vez se la vendieron. Los cuales corsarios andan por todos estos mares, ínsulas[68] y riberas, robando o comprando las más hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjería[69] a vender a esta ínsula, donde dicen que estamos; la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel, los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadidos o ya del demonio o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo. Este rey que esperan no saben quién ha de ser y para saberlo, aquel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos los hombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo de cada uno de por sí, hiciesen polvos y los diesen a beber a los bárbaros más principales de la ínsula con expresa orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le sabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser este el que conquiste el mundo sino un hijo suyo. También les mandó que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego al bárbaro cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los polvos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadas de ellos, que solo en esto muestran no ser bárbaros; y las que compran, son a subidísimos precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuño[70] y en preciosísimas perlas, de que los mares de las riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados deste interés y ganancia, muchos se han hecho corsarios y mercaderes. Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su alma sin la cual no puede vivir; ha ordenado para certificarse desta duda, de venderme a mí a los bárbaros porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.

Calló en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta, pegó la boca con las tablas que humedeció con copiosas lágrimas y al cabo de un pequeño espacio le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez[71] las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.

Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria —caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen—, nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno.

Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía.

Díjole que no sino que por relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un extraño acontecimiento, la había dejado.

En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa, que este era el nombre de la que sus desgracias había contado, la cual, oyéndose llamar, dijo:

—Sin duda alguna el mar está manso y la borrasca quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía; que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.

Apartáronse; subió Taurisa a la cubierta; quedó el mancebo pensativo y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trajéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo; subió arriba; recibióle Arnaldo con agradable semblante; sentóle junto a sí. Vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas[72] de las aguas, o las hamadríades[73] de los montes. En tanto que esto se hacía con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados.

El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le contaba tenía el alma llena de mil imaginaciones y sospechas, discurriendo con velocísimo curso del entendimiento lo que podía suceder si acaso Auristela entre aquellos bárbaros se hallase, le respondió:

—Señor, yo no tengo edad para saberte aconsejar, pero tengo voluntad que me mueve a servirte, que la vida que me has dado con el recibimiento y mercedes que me has hecho me obligan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de nobilísimos padres nacido, y al par de mi nobleza corre mi desventura y mis desgracias, las cuales por ser tantas no conceden ahora lugar para contártelas. Esa Auristela que buscas es una hermana mía que también yo ando buscando que, por varios acontecimientos, ha un año que nos perdimos. Por el nombre y por la hermosura que me encareces conozco sin duda que es mi perdida hermana, que daría por hallarla no solo la vida que poseo, sino el contento que espero recibir de haberla hallado, que es lo más que puedo encarecer. Y así, como tan interesado en este hallazgo, voy escogiendo otros muchos medios que en la imaginación fabrico. Este, que aunque venga a ser con más peligro de mi vida, será más cierto y más breve. Tú, señor Arnaldo, estás determinado de vender esta doncella a estos bárbaros para que, estando en su poder, vea si está en el suyo Auristela, de que te podrás informar volviendo otra vez a vender otra doncella a los mismos bárbaros; y a Taurisa no le faltará modo o dará señales si está o no Auristela con las demás que para el efecto que se sabe los bárbaros guardan y con tanta solicitud compran.

—Así es la verdad —dijo Arnaldo—, y he escogido antes a Taurisa que a otra, de cuatro que van en el navío para el mismo efecto, porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.

—Todo eso está muy bien pensado —dijo Periandro—, pero yo soy de parecer que ninguna persona hará esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad, mi rostro, el interés que se me sigue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela, me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombros esta empresa. Mira, señor, si vienes en[74] este parecer y no lo dilates que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo punto han de andar el consejo y la obra.

Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro y, sin reparar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso en obra, y de muchos y ricos vestidos de que venía proveído por si hallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó, al parecer, la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto pues, si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso, el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el considerar que era varón le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuya punta se atreve a entrar por las del más agudo diamante. Quiero decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunque dél se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar para que de todo en todo[75] de los bárbaros fuesen descubiertos.

La prisa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no consintió en que preguntase primero a Periandro quién eran él y su hermana y por qué trances habían venido al miserable[76] en que le había hallado; que todo esto, según buen discurso, había de preceder a la confianza que dél hacía. Pero, como es propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le dio lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después cuando no le estuvo bien el saberlo.

Alongados,[77] pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, adornaron la nave con flámulas y gallardetes,[78] que ellos azotando el aire y ellas besando las aguas, hermosísima vista hacían. El mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías[79] y de otros instrumentos, tan bélicos como alegres, suspendían los ánimos; y los bárbaros, que de no muy lejos lo[80] miraban, quedaron más suspensos y en un momento coronaron[81] la ribera, armados de arcos y saetas de la grandeza que otra vez se ha dicho. Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando, disparando toda la artillería, que traía mucha y gruesa, arrojó el esquife al agua y, entrando en él Arnaldo, Taurisa y Periandro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzo blanco, señal de que venían de paz, como es costumbre casi en todas las naciones de la tierra. Y lo que en esta les sucedió se cuenta en el capítulo que se sigue.

 

 

CAPÍTULO TERCERO DEL PRIMER LIBRO

 

Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñando los bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, lo que en él venía y, en señal que lo recibirían de paz y no de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon[82] por el aire, tiraron infinitas flechas al viento y, con increíble ligereza, saltaban algunos de unas partes en otras. No pudo llegar el barco a bordas con la tierra[83] por ser la mar baja, que en aquellas partes crece y mengua como en las nuestras; pero los bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron a pie por la mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con las manos. Traían sobre los hombros a una mujer bárbara pero de mucha hermosura, la cual, antes que otro alguno hablase, dijo en lengua polaca:[84]

—A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe o por mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién sois, a qué venís y qué es lo que buscáis. Si por ventura traéis alguna doncella que vender, se os será muy bien pagada, pero si son otras mercancías las vuestras, no las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte a buscarlo.

Entendióla muy bien Arnaldo y preguntóle si era bárbara de nación o si acaso era de las compradas en aquella isla. A lo que le respondió:

—Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amos no gustan que en otras pláticas[85] me dilate sino en aquellas que hacen al caso para su negocio.

Oyendo lo cual, Arnaldo respondió:

—Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de corsarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hurtamos; y, entre otras presas que a nuestras manos han venido, ha sido la de esta doncella —y señaló a Periandro—, la cual, por ser una de las más hermosas o, por mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efecto para que las compran en esta isla; y si es que ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien podéis esperar desta sin igual belleza y disposición gallarda que os dará hijos hermosos y valientes.

Oyendo esto algunos de los bárbaros, preguntaron a la bárbara les dijese lo que decía. Díjolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron —a lo que pareció— a dar aviso a su gobernador. En este espacio que volvían, preguntó Arnaldo a la bárbara si tenían algunas mujeres compradas en la isla, y si había alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían para vender.

—No —dijo la bárbara—, porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala porque, en efecto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que me pudiese venir.

Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que traía. Habíase echado sobre el rostro un delgado y trasparente velo Periandro, por dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando.

Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así. Levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, extendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra. A lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer; y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó la venta y dio por ella todo lo que quiso pedir Arnaldo sin replicar palabra alguna.

Partieron todos los bárbaros a la isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro y con luengas[86] sartas de finísimas perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entregaron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entregó al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueño que dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella, si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada.

Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casi preñados los ojos de lágrimas, que no le nacían de corazón afeminado, sino de la consideración de los rigurosos trances que por él habían pasado. Hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería y el bárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos y en un instante atronó el cielo; la artillería y la música de los bárbaros llenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este aplauso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los pies en tierra Periandro; llegó a su nave Arnaldo y los que con él venían, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el viento no le forzase, procuraría no desviarse de la isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y volver a ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa que, con la seña que Periandro le hiciese, se sabría el sí o el no del hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría traza[87] para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los bárbaros con todo su poder y el de sus amigos.

 

 

CAPÍTULO CUARTO DEL LIBRO PRIMERO

 

Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quien compararlo. Este, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo designio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen. Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuales domésticos, cuales selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado y con palabras y en lenguaje que él no entendía le consolaba.

Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía[88] alguna, diversos géneros de frutas secas y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Solo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran suspiro, volvió las espaldas y se salió de la tienda.

En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida y, levantándose el capitán con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fue muy contento.

Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo extremo en que él se había visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno,[89] a causa que tenía inclinada la cabeza y, como de industria,[90] parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento.

El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar feliz compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba. Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros. Sin más ceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida. Visto lo cual por la antigua[91] Cloelia, alzó la voz y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir:

—Mira, ¡oh, gran gobernador!, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa[92] a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felizmente la goces.

A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya ya[93] la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele.

¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón y con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:

—¡Oh querida mitad de mi alma, oh, firme columna de mis esperanzas, oh, prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada,[94] aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.

Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:

—Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.

—¡Ay, hermano! —respondió Auristela, que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada—. ¡Ay, hermano! —replicó otra vez—, ¡y cómo creo que este en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.

Lloraban entrambos,[95] cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradamiro y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquel, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro y, con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo:

—Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ella lo quiere.

Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco y, desviándole de sí cuanto pudo extenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera[96] con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante llegó a la boca de Bradamiro y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban. Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurvo, el bárbaro que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera.

Cerró el capitán en sempiterna[97] noche los ojos y dio con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos y, en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recibidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían sin haber[98] quién los pusiese en paz.

Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados y todos llenos de confusión y de miedo. En mitad desta furia, llevados en vuelo[99] algunos bárbaros, de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva,[100] que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados.

Llegábase la noche que, aunque fuera clara, se oscureciera, cuanto más siendo oscura y tenebrosa. Los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerles por tan extraña novedad que la tuvieron por milagro. Ya casi cerraba la noche y, como se ha dicho, oscura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida, le dijo:

—Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan.

No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo; viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía.

Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina y, habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca[101] del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo y ya en pie y derechos hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la oscuridad de la noche y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.

—¡Bendito sea Dios —dijo el bárbaro en la misma lengua castellana— que nos ha traído a este lugar, que aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!

En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa o por mejor decir exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor si el bárbaro no dijera:

—Este es mi padre, que viene a recibirme.

Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar la lengua castellana, le dijo:

—El cielo te pague, ¡oh, ángel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.

Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía.

—Padre —respondió el mozo—, vamos a nuestro rancho,[102] que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias[103] que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar[104] a estos mis cansados y temerosos huéspedes.

Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues caminó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra. Poco anduvieron cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años y la otra hasta treinta; esta hermosa, pero la muchacha hermosísima.

La una dijo:

—¡Ay, padre y hermano mío!

Y la otra no dijo más sino:

—Seáis bienvenido, regalado hijo de mi alma.

La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquella que en la isla se acostumbraba y, cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas. En un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía,[105] pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado, y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles.

 

 

CAPÍTULO QUINTO

 

De la cuenta que dio de sí el bárbaro español
a sus nuevos huéspedes

 

Presta y breve fue la cena pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las teas y, aunque quedó ahumado el aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa; las manos de la bárbara y bárbaro pequeños fueron los platos, y unas cortezas de árboles, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos. Quedóse Candia[106] lejos y sirvió en su lugar agua pura, limpia y frigidísima.[107] Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más amigos son del sueño que de otra cualquiera conversación, por gustosa que sea. Acomodóla la bárbara grande en el segundo apartamiento,[108] haciéndole de pieles así colchones como frazadas;[109] volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo en lengua castellana desta manera:

—Puesto que[110] estaba en razón que yo supiera primero, señores míos, algo de vuestra hacienda y sucesos, antes que os dijera los míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vuestros no se me encubran después que los míos hubiéredes[111] oído. Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una de las mejores provincias de ella. Echáronme al mundo padres medianamente nobles; criáronme como ricos. Llegué a las puertas de la gramática, que son aquellas por donde se entra a las demás ciencias. Inclinóme mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho más a las armas. No tuve amistad en mis verdes años ni con Ceres[112] ni con Baco y así, en mí siempre estuvo Venus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patria y fuime a la guerra que entonces la majestad del césar Carlo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella. Fueme Marte[113] favorable, alcancé nombre de buen soldado, honróme el Emperador, tuve amigos y, sobre todo, aprendí a ser liberal[114] y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del Marte cristiano. Volví a mi patria honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres que aún vivían y de los amigos que me esperaban. Pero esta que llaman Fortuna,[115] que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tenía.

»Este, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: “Bravo[116] estáis, señor Antonio; mucho le ha aprovechado la plática[117] de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro. Y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho.” Yo le respondí: “Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace. En fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a sus compatriotos y servidores pero, con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre. Así que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado y, con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre, como merecen mis buenos deseos.” Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: “Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría.” A lo que respondió el caballero, antes que yo respondiese: “El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría.” “Bien sé —dije yo— los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modo de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría, a modo de España;[118] y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier señoría, y quien otra cosa dijere —y esto echando mano a mi espada— está muy lejos de ser bien criado.” Y diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho y yo sustenté la ofensa, estándome quedo[119] con mi espada desnuda en la mano. Pero, pasándosele la turbación, puso mano a su espada y con gentil brío procuró vengar su injuria. Mas yo no le dejé poner en efecto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotáronse los circunstantes; pusieron mano contra mí; retiréme a casa de mis padres, contéles el caso y, advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese en cobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderosos enemigos. Hícelo así y en dos días pisé la raya[120] de Aragón, donde respiré algún tanto de mi no vista prisa. En resolución, con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde volví a servir al Emperador. Allí me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese. Temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvíme a España, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo enemigo. Vi a mis padres de noche; tornáronme a proveer de dineros y joyas con que vine[121] a Lisboa y me embarqué en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España y, habiéndola visto toda o, por lo menos, las mejores ciudades della, se volvían a su patria.

»Sucedió, pues, que yo me revolví[122] sobre una cosa de poca importancia con un marinero inglés, a quien fue forzoso darle un bofetón. Llamó este golpe la cólera de los demás marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme todos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos. Retiréme al castillo de popa,[123] y tomé por defensa a uno de los caballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensa me valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caballeros sosegaron la turba, pero fue con condición que me arrojasen a la mar o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en que me volviese a España o adonde el cielo me llevase.

»Hízose así: diéronme la barca proveída con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho.[124] Agradecí a mis valedores la merced que me hacían; entré en la barca con solos dos remos; alargóse[125] la nave; vino la noche oscura; halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contrastar[126] contra las olas ni contra el viento. Alcé los ojos al cielo; encomendéme a Dios con la mayor devoción que pude; miré al norte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe el paraje en que estaba. Seis días y seis noches anduve desta manera, confiando más en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor alguna del continuo trabajo, abandonaron los remos, que quité de los escálamos[127] y los puse dentro la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen. Tendíme de largo a largo[128] de espaldas en la barca, cerré los ojos y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste aprieto, y en medio desta necesidad —cosa dura de creer—, me sobrevino un sueño tan pesado que, borrándome de los sentidos el sentimiento, me quedé dormido —tales son las fuerzas de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza—; pero allá en el sueño me representaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y en algunas dellas me parecía que me comían lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido y despierto, era una muerte dilatada mi vida.

»Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una furiosa ola del mar, que, pasando por cima de la barca, la llenó de agua. Reconocí el peligro; volví, como mejor pude, el mar al mar; torné a valerme de los remos que ninguna cosa me aprovecharon. Vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido de un viento ábrego,[129] que en aquellas partes parece que más que en otros mares muestra su poderío. Vi que era simpleza oponer mi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor. Y así, torné a recoger los remos y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagabundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña, que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor de los animales que había visto. Comí del bizcocho ya remojado, que la necesidad y la hambre no reparan en nada. Llegó la noche, menos oscura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo, vi las estrellas con aspecto de prometer[130] bonanza en las aguas y sosiego en el aire.

»Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos —como es la verdad— me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: “Español, hazte a lo largo,[131] y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en esta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras”. Si quedé espantado o no, a vuestra consideración lo dejo; pero no fue bastante la turbación mía para dejar de poner en obra el consejo que se me había dado. Apreté los escálamos, até los remos, esforcé los brazos y salí al mar descubierto. Mas, como suele acontecer que las desdichas y aflicciones turban la memoria de quien las padece, no os podré decir cuántos fueron los días que anduve por aquellos mares tragando, no una, sino mil muertes a cada paso hasta que, arrebatada mi barca en los brazos de una terrible borrasca, me hallé en esta isla, donde di al través[132] con ella, en la misma parte y lugar adonde está la boca de la cueva por donde aquí entrastes. Llegó la barca a dar casi en seco por la cueva adentro, pero volvíala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arrojé della y, clavando las uñas en la arena, no di lugar a que la resaca al mar me volviese. Y aunque con la barca me llevaba el mar la vida, pues me quitaba la esperanza de cobrarla,[133] holgué de mudar género de muerte y quedarme en tierra, que, como se dilate la vida, no se desmaya la esperanza.

A este punto llegaba el bárbaro español, que este título le daba su traje, cuando en la estancia más adentro, donde habían dejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos. Acudieron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los demás a ver qué sería, y hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldas a la peña, sentada en las pieles, tenía los ojos clavados en el cielo, y casi quebrados.[134] Llegóse a ella Auristela y, a voces compasivas y dolorosas, le dijo:

—¿Qué es esto, ama mía? ¿Cómo, y es posible que me queréis dejar en esta soledad y a tiempo que más he menester valerme de vuestros consejos?

Volvió en sí algún tanto Cloelia y, tomando la mano de Auristela, le dijo:

—Ves ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo. Yo quisiera que mi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quisiere —que sí querrá— que te veas en tu estado,[135] y mis padres aún fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo muero cristiana en la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia católica romana. Y no te digo más porque no puedo.

Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Jesús, cerró los ojos en tenebrosa noche, a cuyo espectáculo también cerró los suyos Auristela, con un profundo desmayo. Hiciéronse fuentes los de Periandro y ríos los de todos los circunstantes. Acudió Periandro a socorrer a Auristela, la cual, vuelta en sí, acrecentó las lágrimas y comenzó suspiros nuevos y dijo razones que movieran a lástima a las piedras. Ordenóse que otro día[136] la sepultasen y, quedando en guarda[137] del cuerpo muerto la doncella bárbara y su hermano, los demás se fueron a reposar lo poco que de la noche les faltaba.

 

 

CAPÍTULO SEXTO

 

Donde el bárbaro español prosigue su historia

 

Tardó aquel día en mostrarse al mundo, al parecer, más de lo acostumbrado a causa que el humo y pavesas[138] del incendio de la isla, que aún duraba, impedía que los rayos del sol por aquella parte no pasasen a la tierra. Mandó el bárbaro español a su hijo que saliese de aquel sitio, como otras veces solía, y se informase de lo que en la isla pasaba.

Con alborotado sueño pasaron los demás aquella noche porque el dolor y sentimiento de la muerte de su ama Cloelia no consintió que Auristela durmiese; y el no dormir de Auristela tuvo en continua vigilia a Periandro, el cual con Auristela salió al raso de aquel sitio, y vio que era hecho y fabricado de la naturaleza como si la industria y el arte le hubieran compuesto. Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas y, a su parecer, tanteó que bojaba[139] poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres, que ofrecían frutos, si bien ásperos, comestibles a lo menos. Estaba crecida la hierba, porque las muchas aguas que de las peñas salían las tenían en perpetua verdura; todo lo cual le admiraba y suspendía.

Y llegó en esto el bárbaro español, y dijo:

—Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta y fin a mi comenzada historia.

Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una peña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristela le rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aquel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que él traería una gran cruz que en su estancia tenía y la pondría encima de aquella sepultura. Diéronle todos el último vale;[140] renovó el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro.

En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron todos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido, por defenderse del frío que con rigor amenazaba. Y habiéndose sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio, y prosiguió su cuento en esta forma:

—Cuando me dejó la barca en que venía en la arena y la mar tornó a cobrarla (ya dije que con ella se me fue la esperanza de la libertad pues aun ahora no la tengo de cobrarla), entré aquí dentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había hecho y formado para ser teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna sino algunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géneros. Rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas peñas y señaléla para mi morada. Finalmente, habiéndolo rodeado todo, volví a la entrada, que aquí me había conducido, por ver si oía voz humana o descubría quién me dijese en qué parte estaba; y la buena suerte y los piadosos cielos, que aún del todo no me tenían olvidado, me depararon una muchacha bárbara de hasta edad de quince años que, por entre las peñas, riscos y escollos de la marina, pintadas conchas y apetitoso marisco andaba buscando. Pasmóse viéndome, pegáronsele los pies en la arena, soltó las cogidas conchuelas y derramósele el marisco. Y, cogiéndola entre mis brazos sin decirla palabra ni ella a mí tampoco, me entré por la cueva adelante y la traje a este mismo lugar donde ahora estamos. Púsela en el suelo, beséle las manos, halaguéle[141] el rostro con las mías y hice todas las señales y demostraciones que pude para mostrarme blando[142] y amoroso con ella. Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba y, sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en la boca y en su lengua me habló y, a lo que después acá he sabido, en lo que decía me rogaba que comiese. Yo lo hice así porque lo había bien menester.[143] Ella me asió por la mano y me llevó a aquel arroyo que allí está, donde asimismo, por señas, me rogó que bebiese. Yo no me hartaba de mirarla, pareciéndome antes ángel del cielo que bárbara de la tierra. Volví a la entrada de la cueva y allí, con señas y con palabras, que ella no entendía, le supliqué, como si ella las entendiera, que volviese a verme. Con esto la abracé de nuevo y ella, simple y piadosa, me besó en la frente, y me hizo claras y ciertas señas de que volvería a verme. Hecho esto, torné a pisar este sitio, y a requerir y probar la fruta de que algunos árboles estaban cargados, y hallé nueces y avellanas y algunas peras silvestres. Di gracias a Dios del hallazgo y alenté las desmayadas esperanzas de mi remedio. Pasé aquella noche en este mismo lugar, esperé el día, y en él esperé también la vuelta de mi bárbara hermosa, de quien comencé a temer y a recelar que me había de descubrir y entregarme a los bárbaros, de quien imaginé estar llena esta isla; pero sacóme deste temor el verla volver algo entrado el día, bella como el sol, mansa como una cordera, no acompañada de bárbaros que me prendiesen sino cargada de bastimentos que me sustentasen.

Aquí llegaba de su historia el español gallardo, cuando llegó el que había ido a saber lo que en la isla pasaba, el cual dijo que casi toda estaba abrasada y todos o los más de los bárbaros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos había vivos, eran los que en algunas balsas de maderos se habían entrado al mar por huir en el agua el fuego de la tierra. Que bien podían salir de allí, y pasear la isla por la parte que el fuego les diese licencia, y que cada uno pensase qué remedio se tomaría para escapar de aquella tierra maldita; que por allí cerca había otras islas de gente menos bárbara habitadas, que quizá, mudando de lugar, mudarían de ventura.

—Sosiégate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos señores de mis sucesos y no me falta mucho, aunque mis desgracias son infinitas.

—No te canses, señor mío —dijo la bárbara grande—, en referirlos tan por extenso, que podrá ser que te canses o que canses. Déjame a mí que cuente lo que queda, a lo menos hasta este punto en que estamos.

—Soy contento —respondió el español—, porque me le dará muy grande el ver cómo las relatas.

—Es, pues, el caso —replicó la bárbara— que mis muchas entradas y salidas en este lugar le dieron bastante para que de mí y de mi esposo naciesen esta muchacha y este niño. Llamo esposo a este señor porque, antes que me conociese del todo, me dio palabra de serlo, al modo que él dice que se usa entre verdaderos cristianos. Hame enseñado su lengua y yo a él la mía, y en ella asimismo me enseñó la ley católica cristiana. Diome agua de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran. Declaróme su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y en mi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle. Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente, creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores. Con estas me ha enseñado otras cosas, que no las digo por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana. Yo, simple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él (merced a los cielos) me la ha vuelto discreta y cristiana. Entreguéle mi cuerpo, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entrego[144] resultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis, que acrecientan el número de los que alaban al Dios verdadero. En veces le traje alguna cantidad de oro, de lo que abunda esta isla, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el día, que ha de ser tan dichoso, que nos saque desta prisión y nos lleve adonde con libertad y certeza, y sin escrúpulo, seamos unos de los del rebaño de Cristo, en quien adoro en aquella cruz que allí veis. Esto que he dicho me pareció a mí era lo que le faltaba por decir a mi señor Antonio, que así se llamaba el español bárbaro, el cual dijo:

—Dices verdad, Ricla mía —que este era el propio nombre de la bárbara.

Con cuya variable[145] historia admiraron a los presentes y despertaron mil alabanzas que les dieron y mil buenas esperanzas que les anunciaron, especialmente Auristela, que quedó aficionadísima a las dos bárbaras, madre y hija.

El mozo bárbaro, que también, como su padre, se llamaba Antonio, dijo a esta sazón no ser bien estarse allí ociosos, sin dar traza y orden[146] cómo salir de aquel encerramiento, porque si el fuego de la isla, que a más andar ardía, sobrepujase las altas sierras, o traídas del viento cayesen en aquel sitio, todos se abrasarían.

—Dices verdad, hijo —respondió el padre.

—Soy de parecer —dijo Ricla— que aguardemos dos días, porque de una isla que está tan cerca desta que algunas veces, estando el sol claro y el mar tranquilo, alcanzó la vista a verla, della vienen a esta sus moradores a vender y a trocar lo que tienen con lo que tenemos, y a trueco por trueco. Yo saldré de aquí y, pues ya no hay nadie que me escuche o que me impida, pues ni oyen ni impiden los muertos, concertaré que me vendan una barca, por el precio que quisieren, que la he menester para escaparme, con mis hijos y mi marido que encerrados en una cueva tengo, de la riguridad[147] del fuego. Pero quiero que sepáis que estas barcas son fabricadas de madera y cubiertas de cueros fuertes de animales, bastantes a defender que no entre agua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nunca ellos navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lienzos que he visto que traen otras barcas que suelen llegar a nuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana superstición que habréis oído decir que, en esta isla, ha muchos tiempos que se acostumbra; por donde vengo a entender que estas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar grande y de las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cada paso.

A lo que añadió Periandro:

—¿No ha usado el señor Antonio deste remedio en tantos años como ha que está aquí encerrado?

—No —respondió Ricla—, porque no me han dado lugar los muchos ojos que miran, para poder concertarme con los dueños de las barcas y por no poder hallar excusa que dar para la compra.

—Así es —dijo Antonio—, y no por no fiarme de la debilidad de los bajeles. Pero, ahora que me ha dado el cielo este consejo, pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estará atenta a ver cuándo vengan los mercaderes de la otra isla y, sin reparar en precio, comprará una barca con todo el necesario matalotaje,[148] diciendo que la quiere para lo que tiene dicho.

En resolución, todos vinieron en este parecer y, saliendo de aquel lugar, quedaron admirados de ver el estrago que el fuego había hecho y las armas. Vieron mil diferentes géneros de muertes, de quien la cólera, sinrazón y enojo suelen ser inventores. Vieron, asimismo, que los bárbaros que habían quedado vivos, recogiéndose a sus balsas, desde lejos estaban mirando el riguroso incendio de su patria, y algunos se habían pasado a la isla que servía de prisión a los cautivos. Quisiera Auristela que pasaran a la isla, a ver si en la oscura mazmorra quedaban algunos; pero no fue menester, porque vieron venir una balsa, y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dio a entender ser los miserables que en la mazmorra estaban. Llegaron a la marina, besaron la tierra y casi dieron muestras de adorar el fuego, por haberles dicho el bárbaro que los sacó del calabozo oscuro, que la isla se abrasaba y que ya no tenían que temer a los bárbaros. Fueron recibidos de los libres amigablemente y consolados en la mejor manera que les fue posible. Algunos contaron sus miserias y otros las dejaron en silencio, por no hallar palabras para decirlas. Ricla se admiró de que hubiese habido bárbaro tan piadoso que los sacase, y de que no hubiesen pasado a la isla de la prisión parte de aquellos que a las balsas se habían recogido. Uno de los prisioneros dijo que el bárbaro que los había libertado, en lengua italiana les había dicho todo el suceso miserable de la abrasada isla, aconsejándoles que pasasen a ella a satisfacerse de sus trabajos[149] con el oro y perlas que en ella hallarían, y que él vendría en otra balsa, que allá quedaba, a tenerles compañía y a dar traza en su libertad. Los sucesos que contaron fueron tan diferentes, tan extraños y tan desdichados, que unos les sacaban las lágrimas a los ojos y otros la risa del pecho.

En esto, vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla había dado noticia. Hicieron escala, pero no sacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que la comprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías, sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el precio con liberalidad[150] notable, sin que en él hubiese tanto más cuanto.[151] Fue Ricla a su cueva y, en pedazos de oro no acuñado, como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos barcas a los que habían salido de la mazmorra y en otras dos se embarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia. Acompañáronla todos, lloró sobre la sepultura y, entre lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo primero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo, con tierna y devota oración, les diese feliz viaje y los enseñase el camino que tomarían. Sirvió la barca de Periandro de capitana, a quien siguieron los demás y, al tiempo que querían dar los remos al agua, porque velas no las tenían, llegó a la orilla del mar un bárbaro gallardo que, a grandes voces, en lengua toscana, dijo:

—Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, recoged a este que lo es y por el verdadero Dios os lo suplica.

Uno de las otras barcas dijo:

—Este bárbaro, señores, es el que nos sacó de la mazmorra. Si queréis corresponder a la bondad que parece que tenéis —y esto encaminando su plática a los de la barca primera—, bien será que le paguéis el bien que nos hizo con el que le hacéis recogiéndole en nuestra compañía.

Oyendo lo cual Periandro, le mandó llegase su barca a tierra y le recogiese en la que llevaba los bastimentos. Hecho esto, alzaron las voces con alegres acentos y, tomando los remos en las manos, dieron alegre principio a su viaje.

 

 

CAPÍTULO SÉPTIMO DEL PRIMER LIBRO

 

Cuatro millas, poco más o menos, habrían navegado las cuatro barcas, cuando descubrieron una poderosa nave que, con todas las velas tendidas y viento en popa, parecía que venía a embestirles. Periandro dijo, habiéndola visto:

—Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno ahora no verle.

Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo le había pasado y lo que entre los dos dejaron concertado. Turbóse Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnaldo, de quien había dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un año que estuvo en su poder le había acontecido. No quisiera ver juntos a los dos amantes que, puesto que Arnaldo estaría seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, todavía[152] el temor de que podía ser descubierto el parentesco la fatigaba, y más que ¿quién le quitaría a Periandro no estar celoso, viendo a los ojos tan poderoso contrario? Que no hay discreción que valga ni amorosa fe que asegure al enamorado pecho, cuando por su desventura entran en él celosas sospechas. Pero de todas estas le aseguró el viento, que volvió en un instante el soplo, que daba de lleno y en popa a las velas en contrario, de modo que a vista suya y en un momento breve dejó la nave derribar las velas de alto abajo y, en otro instante, casi invisible, las izaron y levantaron hasta las gavias,[153] y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía, alongándose de las barcas con toda prisa. Respiró Auristela, cobró nuevo aliento Periandro; pero los demás que en las barcas iban quisieran mudarlas, entrándose en la nave, que por su grandeza, más seguridad de las vidas y más feliz viaje pudiera prometerles. En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quisieran seguir si pudieran; mas no les fue posible, ni pudieron hacer otra cosa que encaminarse a una isla, cuyas altas montañas, cubiertas de nieve, hacían parecer que estaban cerca, distando de allí más de seis leguas. Cerraba la noche algo oscura, picaba el viento largo[154] y en popa, que fue alivio a los brazos que, volviendo a tomar los remos, se dieron prisa a tomar la isla.

La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro Antonio hizo del norte y de las guardas,[155] cuando llegaron a ella, y por herir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de poca consideración, dieron con las barcas en tierra, y a fuerza de brazos las vararon. Era la noche fría de tal modo, que les obligó a buscar reparos[156] para el hielo, pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana y, apiñándose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío. Hízose así; y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando el día para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y como es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos, lo cual visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala noche, fuese servido de entretenerles, contándoles los sucesos de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto.

—Haré yo eso de muy buena gana —respondió el bárbaro italiano—, aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.

A lo que dijo Periandro:

—En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que[157] tengan más de lo imposible que de lo verdadero.

—Lleguémonos aquí —respondió el bárbaro—, al borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida y quizá alguna, desterrando el sueño, se mostrará compasiva, que es alivio al que cuenta sus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas.

—A lo menos por mí —respondió Ricla de dentro de la barca—, y a pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasión de vuestra corta suerte del largo tiempo de vuestras fatigas.

Casi lo mismo dijo Auristela y así, todos rodearon la barca, y con atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecía bárbaro decía, el cual comenzó su historia desta manera:

 

 

CAPÍTULO OCTAVO

 

Donde Rutilio da cuenta de su vida

 

—Mi nombre es Rutilio; mi patria, Siena, una de las más famosas ciudades de Italia; mi oficio, maestro de danzar, único en él, y venturoso si yo quisiera. Había en Siena un caballero rico, a quien el cielo dio una hija más hermosa que discreta, a la cual trató de casar su padre con un caballero florentín y, por entregársela adornada de gracias adquiridas, ya que las del entendimiento le faltaban, quiso que yo la enseñase a danzar, que la gentileza, gallardía y disposición del cuerpo en los bailes honestos más que en otros pasos se señalan, y a las damas principales les está muy bien saberlos, para las ocasiones forzosas que les pueden suceder. Entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movíla los del alma pues, como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía encaminadas mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la llevase a Roma. Pero, como el amor no da baratos sus gustos, y los delitos llevan a las espaldas el castigo pues siempre se teme, en el camino nos prendieron a los dos, por la diligencia que su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fue decir que yo llevaba a mi esposa y ella se iba con su marido, no fue bastante para no agravar mi culpa, tanto, que obligó al juez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronme en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío. Visitóme en el calabozo una mujer, que decían estaba presa por fatucherie, que en castellano se llaman hechiceras, que la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con hierbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarla. Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca, viéndome yo atado, y con el cordel a la garganta, sentenciado al suplicio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la hechicera me pidió de ser su marido, si me sacaba de aquel trabajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche del día que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los cepos[158] y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría en libertad y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemigos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechicera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio. Esperé la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí, y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme algún tanto, pero como el interés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados.

»En saliendo a la calle, tendió en el suelo mi guiadora un manto y, mandándome que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones. Luego vi mala señal, luego conocí que quería llevarme por los aires y aunque, como cristiano bien enseñado, tenía por burla todas estas hechicerías —como es razón que se tengan—, todavía el peligro de la muerte, como ya he dicho, me dejó atropellar por todo y, en fin, puse los pies en la mitad del manto, y ella ni más ni menos, murmurando unas razones que yo no pude entender, y el manto comenzó a levantarse en el aire y yo comencé a temer poderosamente y en mi corazón no tuvo santo la letanía a quien no llamase en mi ayuda. Ella debió de conocer mi miedo y presentir mis rogativas, y volvióme a mandar que las dejase. “¡Desdichado de mí! —dije—. ¿Qué bien puedo esperar si se me niega el pedirle a Dios, de quien todos los bienes vienen?” En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos, que no son otras las postas[159] de las hechiceras y, al parecer, cuatro horas o poco más había volado cuando me hallé al crepúsculo del día en una tierra no conocida. Tocó el manto el suelo, y mi guiadora me dijo: “En parte estás, amigo Rutilio, que todo el género humano no podrá ofenderte”. Y diciendo esto, comenzó a abrazarme no muy honestamente. Apartéla de mí con los brazos y, como mejor pude, divisé que la que me abrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma, me turbó los sentidos y dio con mi mucho ánimo al través.[160] Pero, como suele acontecer que en los grandes peligros la poca esperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas, las pocas mías me pusieron en la mano un cuchillo, que acaso[161] en el seno traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual, cayendo en el suelo, perdió aquella fea figura, y hallé muerta y corriendo sangre a la desventurada encantadora.

»Considerad, señores, cuál quedaría yo, en tierra no conocida y sin persona que me guiase. Estuve esperando el día muchas horas, pero nunca acababa de llegar, ni por los horizontes se descubría señal de que el sol viniese. Apartéme de aquel cadáver, porque me causaba horror y espanto el tenerle cerca de mí. Volvía muy a menudo los ojos al cielo, contemplaba el movimiento de las estrellas y parecíame, según el curso que habían hecho, que ya había de ser de día. Estando en esta confusión, oí que venía hablando, por junto de donde estaba, alguna gente, y así fue verdad. Y saliéndoles al encuentro, les pregunté en mi lengua toscana que me dijesen qué tierra era aquella; y uno de ellos, asimismo en italiano, me respondió: “Esta tierra es Noruega; pero, ¿quién eres tú, que lo preguntas, y en lengua que en estas partes hay muy pocos que la entiendan?”. “Yo soy —respondí— un miserable que por huir de la muerte he venido a caer en sus manos.” Y en breves razones le di cuenta de mi viaje y aun de la muerte de la hechicera. Mostró condolerse el que me hablaba, y díjome: “Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por haberte librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cuales hay mucha abundancia en estas septentrionales partes. Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy, católico, no lo creo, pero la experiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente.”

»Preguntéle qué hora podría ser, porque me parecía que la noche se alargaba y el día nunca venía. Respondióme que en aquellas partes remotas se repartía el año en cuatro tiempos: tres meses había de noche oscura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna; y tres meses había de crepúsculo del día, sin que bien fuese noche ni bien fuese día; otros tres meses había de día claro continuado, sin que el sol se escondiese, y otros tres de crepúsculo de la noche; y que la sazón en que estaban era la del crepúsculo del día, así que, esperar la claridad del sol por entonces era esperanza vana, y que también lo sería esperar yo volver a mi tierra tan presto, si no fuese cuando llegase la sazón del día grande, en la cual parten navíos de estas partes a Inglaterra, Francia y España con algunas mercancías. Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de comer, mientras llegaba tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas,[162] y que sabía jugar de manos[163] sutilísimamente. Rióse de gana el hombre y me dijo que aquellos ejercicios o oficios, o como llamarlos quisiese, no corrían[164] en Noruega ni en todas aquellas partes. Preguntóme si sabría oficio de orífice.[165] Díjele que tenía habilidad para aprender lo que me enseñase.[166] “Pues veníos, hermano, conmigo, aunque primero será bien que demos sepultura a esta miserable.”

»Hicímoslo así, y llevóme a una ciudad donde toda la gente andaba por las calles con palos de tea encendidos en las manos, negociando lo que les importaba. Preguntéle en el camino que cómo o cuándo había venido a aquella tierra y que si era verdaderamente italiano. Respondió que uno de sus pasados abuelos se había casado en ella, viniendo de Italia a negocios que le importaban, y a los hijos que tuvo les enseñó su lengua y de uno en otro se extendió por todo su linaje hasta llegar a él, que era uno de sus cuartos nietos. “Y así, como vecino y morador tan antiguo, llevado de la afición de mis hijos y mujer, me he quedado hecho carne y sangre entre esta gente, sin acordarme de Italia ni de los parientes que allá dijeron mis padres que tenían.”

»Contar yo ahora la casa donde entré, la mujer e hijos que hallé, y criados, que tenía muchos, el gran caudal, el recibimiento y agasajo que me hicieron, sería proceder en infinito; basta decir, en suma, que yo aprendí su oficio y en pocos meses ganaba de comer por mi trabajo. En este tiempo se llegó el de llegar el día grande, y mi amo y maestro, que así le puedo llamar, ordenó de llevar gran cantidad de su mercancía a otras islas por allí cercanas y a otras bien apartadas. Fuime con él, así por curiosidad como por vender algo que ya tenía de caudal, en el cual viaje vi cosas dignas de admiración y espanto y otras de risa y contento; noté costumbres, advertí en ceremonias no vistas y de ninguna otra gente usadas. En fin, a cabo de dos meses, corrimos una borrasca que nos duró cerca de cuarenta días, al cabo de los cuales dimos en esta isla, de donde hoy salimos, entre unas peñas, donde nuestro bajel se hizo pedazos y ninguno de los que en él venían quedó vivo, sino yo.

 

 

CAPÍTULO NONO

 

Donde Rutilio prosigue la historia de su vida

 

—Lo primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otra cosa alguna, fue un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol, por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, y luego el miedo me puso delante mil géneros de muertes y, no sabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las temía y las esperaba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestra de sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordinario, y fue que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndome desnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, me vestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otra hechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados a medida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Para disimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por extranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entré por la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire.

»A poco trecho descubrí una gran cantidad de bárbaros, los cuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran prisa me preguntaron, a lo que después acá he entendido, quién era, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondíles con callar y hacer todas las señales de mudo más aparentes que pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabriolas. Salíme de entre ellos, siguiéronme los muchachos, que no me dejaban adonde quiera que iba. Con esta industria pasé por bárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacer gestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera he pasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida, sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua, y aprendí mucha parte de ella, supe la profecía que de la duración de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro, a quien ellos daban gran crédito. He visto sacrificar algunos varones para hacer la experiencia de su cumplimiento, y he visto comprar algunas doncellas para el mismo efecto, hasta que sucedió el incendio de la isla, que vosotros, señores, habéis visto. Guardéme de las llamas; fui a dar aviso a los prisioneros de la mazmorra, donde vosotros sin duda habréis estado; vi estas barcas, acudí a la marina; hallaron en vuestros generosos pechos lugar mis ruegos; recogístesme en ellas, por lo que os doy infinitas gracias, y ahora espero en la del cielo, que, pues nos sacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pretendemos felicísimo viaje.

Aquí dio fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados y contentos a los oyentes. Llegóse el día, áspero, turbio y con señales de nieve muy ciertas. Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica que no acertaron a estimarla,[167] por no agraviar su valor; y la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas joyas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro eran gente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad su gentil disposición y agradable trato. El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por la isla pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras de nieve y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donde recogerse del frío que amenazaba y proveerse de los mantenimientos que presto le harían falta. Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse todos, y pusieron las proas[168] en otra isla, que no lejos de allí se descubría.

En esto, yendo navegando, con el espacio que podían prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeron que de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, de manera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, especialmente el bárbaro Antonio el padre, que notó que lo que se cantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Calló la voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otro tono de instrumentos que al de remos que sesgamente[169] por el tranquilo mar las barcas impelían; y notó que lo que cantaron fue esto:

 

Mar sesgo, viento largo, estrella clara,

camino, aunque no usado, alegre y cierto,

al hermoso, al seguro, al capaz puerto

llevan la nave vuestra, única y rara.

En Scilas ni en Caribdis[170] no repara,

ni en peligro que el mar tenga encubierto,

siguiendo su derrota[171] al descubierto,

que limpia honestidad su curso para.

Con todo, si os faltare la esperanza

del llegar a este puerto, no por eso

giréis las velas, que será simpleza.

Que es enemigo amor de la mudanza,

y nunca tuvo próspero suceso

el que no se quilata[172] en la firmeza.

 

La bárbara Ricla dijo, en callando la voz:

—Despacio[173] debe de estar y ocioso el cantor que en semejante tiempo da su voz a los vientos.

Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuvieron por más enamorado que ocioso al que cantado había, que los enamorados fácilmente reconcilian los ánimos y traban amistad con los que conocen que padecen su misma enfermedad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían, aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasase a su barca, así por gozar de cerca de su voz como saber de sus sucesos, porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentía mucho o no tenía sentimiento alguno. Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y todos los della le hicieron agradable recogida. En entrando el músico, en medio portugués y en medio castellano, dijo:

—Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejaré libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos.

—Mejor lo hará el cielo —respondió Periandro— que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.

—No sería esperanza aquella —dijo a esta sazón Auristela— a que pudiesen contrastar y derribar infortunios, pues, así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos; que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado —por más que lo sea— a la desesperación.

—El alma ha de estar —dijo Periandro— el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias.

—Todo es así —respondió el músico—, y yo lo creo, a despecho y pesar de las experiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas.

No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos y llenos de fruto que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer. Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y con gran prisa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran barraca para defenderse aquella noche del frío. Hicieron asimismo fuego, ludiendo[174] dos secos palos, el uno con el otro, artificio tan sabido como usado y, como todos trabajaban, en un punto se vio levantada la pobre máquina,[175] donde se recogieron todos, supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, pareciéndoles aquella choza dilatado alcázar. Satisficieron la hambre y acomodáranse a dormir luego, si el deseo que Periandro tenía de saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó, si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues no podían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído. Era cortés el cantor y así, sin hacerse de rogar, dijo:

 

 

CAPÍTULO DIEZ

 

De lo que contó el enamorado portugués

 

—Con más breves razones de las que sean posibles, daré fin a mi cuento, con darle al de mi vida, si es que tengo de dar crédito a cierto sueño que la pasada noche me turbó el alma. Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño;[176] mi patria, Lisboa, y mi ejercicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Y yo, que, como más vecino de su casa tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa y, por ahorrar de tiempo y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, diferenciábamos en nada.

»La respuesta que trajo fue que su hija Leonora aún no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de[177] mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes[178] de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba.

»Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegóse el día de mi partida y, pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima porque era discreto y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonora, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasméme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo, y dijo: “Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho, que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que desea”. Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra ni yo pude, como he dicho, decir alguna.

»Partíme a Berbería; ejercité mi cargo con satisfacción de mi rey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido[179] ya de los límites de la ciudad y del reino, y extendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa. ¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras que, si así fuese, no las tendría yo por tales! Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegóse este día y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba, que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.

Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:

—Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado. Salieron[180] a recibirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado[181] con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios que deslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tierra; la cintura,[182] collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa,[183] tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada, que causó envidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista, que me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo.

»Estaba hecho un modo de teatro[184] en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente,[185] y sin que nadie lo empachase,[186] se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana[187] en los bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzóse una voz en el templo, procedida[188] de otras muchas, que decía: “Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la envidia a vuestros pies y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa”. Todas estas razones y deprecaciones[189] santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: “Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío”. Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí y, por no dar muestra de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos y, hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alcéme en pie y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: Maria optimam partem elegit.[190] Y, diciendo esto, me bajé del teatro y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este extraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora por la misma causa vengo a perder la vida.

Y dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo en el suelo.

 

 

CAPÍTULO ONCENO DEL PRIMER LIBRO

 

Acudió con presteza Periandro a verle y halló que había expirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.

—Con este sueño —dijo a esta sazón Auristela— se ha excusado este caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche, los trances por donde vino a tan desastrado término y a la prisión de los bárbaros, que sin duda debían de ser casos tan desesperados como peregrinos.

A lo que añadió el bárbaro Antonio:

—Por maravilla hay desdichado solo que lo sea en sus desventuras. Compañeros tienen las desgracias y por aquí o por allí, siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser cuando acaban con la vida del que las padece.

Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron; sirvióle de mortaja su mismo vestido, de tierra la nieve y de cruz la que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era la de Christus, por ser caballero de su hábito;[191] y no fuera menester hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza, pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonar discreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque la compasión hizo su oficio y las sacó de todos los ojos de los circunstantes.

Amaneció en esto, volvieron las barcas al agua, pareciéndoles que el mar les esperaba sosegado y blando y, entre tristes y alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sin llevar parte cierta adonde encaminalle.

Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas o las más despobladas; y las que tienen gente, es rústica y medio bárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes;[192] y, con todo esto, deseaban topar[193] alguna que los acogiese, porque imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores, que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y ásperos riscos de las que atrás dejaban.

Diez días más navegaron sin tomar puerto, playa o abrigo alguno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pequeñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta la mira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pugnaban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor brevedad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bastimentos, a más andar, iban faltando. En fin, más con la ayuda del cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llegaron a la deseada isla y vieron andar dos personas por la marina a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra era aquella, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos. Respondiéronle, en lengua que ella entendió, que aquella isla se llamaba Golandia,[194] y que era de católicos, puesto que estaba despoblada, por ser tan poca la gente que tenía que no ocupaba más de una casa, que servía de mesón a la gente que llegaba a un puerto detrás de un peñón, que señaló con la mano.

—Y si vosotros, quienquiera que seáis, queréis repararos de algunas faltas, seguidnos con la vista, que nosotros os pondremos en el puerto.

Dieron gracias a Dios los de las barcas, y siguieron por la mar a los que los guiaban por la tierra, y, al volver del peñón que les habían señalado, vieron un abrigo que podía llamarse puerto, y en él hasta diez o doce bajeles, dellos chicos, dellos medianos y dellos grandes; y fue grande la alegría que de verlos recibieron, pues les daba esperanza de mudar de navíos y seguridad de caminar con certeza a otras partes. Llegaron a tierra; salieron así gente de los navíos como del mesón a recibirles; saltó en tierra, en hombros de Periandro y de los dos bárbaros, padre e hijo, la hermosa Auristela, vestida con el vestido y adorno con que fue Periandro vendido a los bárbaros por Arnaldo. Salió con ella la gallarda Transila, y la bella bárbara Constanza con Ricla, su madre, y todos los demás de las barcas acompañaron[195] este escuadrón gallardo.

De tal manera causó admiración, espanto y asombro la bellísima escuadra en los de la mar y la tierra, que todos se postraron en el suelo y dieron muestras de adorar a Auristela. Mirábanla callando y con tanto respeto que no acertaban a mover las lenguas por no ocuparse en otra cosa que en mirar. La hermosa Transila, como ya había hecho experiencia de que entendían su lengua, fue la primera que rompió el silencio, diciéndoles:

—A vuestro hospedaje nos ha traído la nuestra, hasta hoy, contraria fortuna. En nuestro traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos. Acogednos, señores, en vuestro hospedaje y en vuestros navíos, que las barcas que aquí nos han conducido, aquí dejan el atrevimiento y la voluntad de tornar otra vez a entregarse a la inestabilidad del mar. Si aquí se cambia por oro o por plata lo necesario que se busca, con facilidad y abundancia seréis recompensados de lo que nos diéredes que, por subidos precios que lo vendáis, lo recibiremos como si fuese dado.

Uno, milagro extraño, que parecía ser de la gente de los navíos, en lengua española respondió:

—De corto entendimiento fuera, hermosa señora, el que dudara la verdad que dices; que, puesto que la mentira se disimula y el daño se disfraza con la máscara de la verdad y del bien, no es posible que haya tenido lugar de acogerse a tan gran belleza como la vuestra. El patrón deste hospedaje es cortesísimo y todos los destas naves ni más ni menos. Mirad si os da más gusto volveros a ellas o entrar en el hospedaje, que en ellas y en él seréis recibidos y tratados como vuestra presencia merece.

Entonces, viendo el bárbaro Antonio o oyendo, por mejor decir, hablar su lengua, dijo:

—Pues el cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos la dulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin de mis desgracias. Vamos, señores, al hospedaje y, en reposando algún tanto, daremos orden en[196] volver a nuestro camino con más seguridad que la que hasta aquí hemos traído.

En esto, un grumete que estaba en lo alto de una gavia dijo a voces en lengua inglesa:

—Un navío se descubre que, con tendidas velas y mar y viento en popa, viene la vuelta deste[197] abrigo.

Alborotáronse todos y, en el mismo lugar donde estaban, sin moverse un paso, se pusieron a esperar el bajel que tan cerca se descubría y, cuando estuvo junto,[198] vieron que las hinchadas velas las atravesaban unas cruces rojas, y conocieron que en una bandera que traía en el peñolo[199] de la mayor gavia venían pintadas las armas de Inglaterra. Disparó, en llegando, dos piezas de gruesa artillería y luego hasta obra de[200] veinte arcabuces. De la tierra les fue hecha señal de paz y de alegres voces, porque no tenían artillería con que responderle.

 

 

CAPÍTULO DOCE DEL PRIMER LIBRO

 

Donde se cuenta de qué parte y quién eran
los que venían en el navío

 

Hecha, como se ha dicho, la salva[201] de entrambas partes, así del navío como de la tierra, al momento echaron áncoras los de la nave y arrojaron el esquife al agua, en el cual el primero que saltó, después de cuatro marineros que le adornaron con tapetes y asieron de los remos, fue un anciano varón, al parecer de edad de sesenta años, vestido de una ropa[202] de terciopelo negro que le llegaba a los pies, forrada en felpa negra y ceñida con una de las que llaman colonias de seda;[203] en la cabeza traía un sombrero alto y puntiagudo, asimismo, al parecer, de felpa. Tras él bajó al esquife un gallardo y brioso mancebo, de poco más edad de veinticuatro años, vestido a lo marinero, de terciopelo negro, una espada dorada en las manos y una daga en la cinta. Luego, como si los arrojaran, echaron de la nave al esquife un hombre lleno de cadenas y una mujer con él enredada y presa con las cadenas mismas, él de hasta cuarenta años de edad y ella de más de cincuenta; él brioso y despechado,[204] y ella melancólica y triste. Impelieron el esquife los marineros. En un instante llegaron a tierra, adonde en sus hombros y en los de otros soldados arcabuceros que en el barco venían, sacaron a tierra al viejo y al mozo y a los dos prisioneros. Transila, que, como los demás, había estado atentísima mirando los que en el esquife venían, volviéndose a Auristela, le dijo:

—Por tu vida, señora, que me cubras el rostro con ese velo que traes atado al brazo porque, o yo tengo poco conocimiento, o son algunos de los que vienen en este barco personas que yo conozco y me conocen.

Hízolo así Auristela, y en esto llegaron los de la barca a juntarse con ellos y todos se hicieron bien criados[205] recibimientos. Fuese derecho el anciano de la felpa a Transila, diciendo:

—Si mi ciencia no me engaña y la fortuna no me desfavorece, próspera habrá sido la mía con este hallazgo.

Y diciendo y haciendo, alzó el velo del rostro de Transila y se quedó desmayado en sus brazos, que ella se los ofreció y se los puso, porque no diese en tierra. Sin duda se puede creer que este caso de tanta novedad y tan no esperado puso en admiración a los circunstantes, y más cuando le oyeron decir a Transila:

—¡Oh padre de mi alma! ¿Qué venida es esta? ¿Quién trae a vuestras venerables canas y a vuestros cansados años por tierras tan apartadas de la vuestra?

—¿Quién le ha de traer —dijo a esta sazón el brioso mancebo— sino el buscar la ventura que sin vos le faltaba? Él y yo, dulcísima señora y esposa mía, venimos buscando el norte que nos ha de guiar adonde hallemos el puerto de nuestro descanso. Pero, pues ya, gracias sean dadas a los cielos, le habemos[206] hallado, haz, señora, que vuelva en sí tu padre Mauricio, y consiente que de su alegría reciba yo parte, recibiéndole a él como a padre y a mí como a tu legítimo esposo.

Volvió en sí Mauricio y sucedióle en su desmayo Transila. Acudió Auristela a su remedio, pero no osó llegar a ella Ladislao —este era el nombre de su esposo— por guardar el honesto decoro que a Transila se le debía; pero, como los desmayos que suceden de alegres y no pensados acontecimientos, o quitan la vida en un instante o no duran mucho, fue pequeño espacio[207] el en que estuvo Transila desmayada.

El dueño de aquel mesón o hospedaje dijo:

—Venid, señores, todos adonde, con más comodidad y menos frío del que aquí hace, os deis cuenta de vuestros sucesos.

Tomaron su consejo y fuéronse al mesón, y hallaron que era capaz de alojar una flota. Los dos encadenados se fueron por su pie, ayudándoles a llevar sus hierros los arcabuceros que, como en guarda, con ellos venían. Acudieron a sus naves algunos y con tanta prisa como buena voluntad trajeron dellas los regalos que tenían. Hízose lumbre, pusiéronse las mesas y, sin tratar entonces de otra cosa, satisficieron todos la hambre, más con muchos géneros de pescados que con carnes, porque no sirvió otra que la de muchos pájaros que se crían en aquellas partes, de tan extraña manera que, por ser rara y peregrina, me obliga a que aquí la cuente: Híncanse unos palos en la orilla de la mar y entre los escollos donde las aguas llegan, los cuales palos, de allí a poco tiempo, todo aquello que cubre el agua se convierte en dura piedra, y lo que queda fuera del agua se pudre y se corrompe, de cuya corrupción se engendra un pequeño pajarillo que, volando a la tierra, se hace grande, y tan sabroso de comer que es uno de los mejores manjares que se usan; y donde hay más abundancia dellos es en las provincias de Ibernia[208] y de Irlanda, el cual pájaro se llama barnaclas.[209]

El deseo que tenían todos de saber los sucesos de los recién llegados les hacía parecer larga la comida, la cual acabada, el anciano Mauricio dio una gran palmada en la mesa, como dando señal de pedir que con atención le escuchasen. Enmudecieron todos y el silencio les selló los labios y la curiosidad les abrió los oídos. Viendo lo cual, Mauricio soltó la voz en tales razones:

—En una isla, de siete que están circunvecinas a la de Ibernia, nací yo y tuvo principio mi linaje, tan antiguo, bien como aquel que es de los Mauricios, que en decir este apellido le encarezco todo lo que puedo. Soy cristiano católico y no de aquellos que andan mendigando la fe verdadera entre opiniones. Mis padres me criaron en los estudios, así de las armas como de las letras, si se puede decir que las armas se estudian. He sido aficionado a la ciencia de la astrología judiciaria,[210] en la cual he alcanzado famoso nombre. Caséme, en teniendo edad para tomar estado,[211] con una hermosa y principal mujer de mi ciudad, de la cual tuve esta hija que está aquí presente. Seguí las costumbres de mi patria, a lo menos en cuanto a las que parecían ser niveladas con la razón, y en las que no, con apariencias fingidas mostraba seguirlas, que tal vez[212] la disimulación es provechosa. Creció esta muchacha a mi sombra porque le faltó la de su madre, a dos años después de nacida, y a mí me faltó el arrimo de mi vejez y me sobró el cuidado de criar la hija; y, por salir dél, que es carga difícil de llevar de cansados y ancianos hombros, en llegando a casi edad de darle esposo, en que le diese arrimo y compañía, lo puse en efecto, y el que le escogí fue este gallardo mancebo que tengo a mi lado, que se llama Ladislao, tomando consentimiento primero de mi hija, por parecerme acertado y aun conveniente que los padres casen a sus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan compañía por un día, sino por todos aquellos que les durare la vida; y, de no hacer esto así, se han seguido, siguen y seguirán millares de inconvenientes, que los más suelen parar en desastrados sucesos.

»Es, pues, de saber que en mi patria hay una costumbre, entre muchas malas, la peor de todas;[213] y es que, concertado el matrimonio y llegado el día de la boda, en una casa principal, para esto diputada,[214] se juntan los novios y sus hermanos, si los tienen, con todos los parientes más cercanos de entrambas partes, y con ellos el regimiento de la ciudad, los unos para testigos y los otros para verdugos, que así los puedo y debo llamar. Está la desposada en un rico apartamiento,[215] esperando lo que no sé cómo pueda decirlo sin que la vergüenza no me turbe la lengua. Está esperando, digo, a que entren los hermanos de su esposo, si los tiene, y algunos de sus parientes más cercanos, de uno en uno, a coger las flores de su jardín y a manosear los ramilletes que ella quisiera guardar intactos para su marido: costumbre bárbara y maldita que va contra todas las leyes de la honestidad y del buen decoro; porque, ¿qué dote puede llevar más rico una doncella, que serlo, ni qué limpieza puede ni debe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza, y la vergüenza con la honestidad. Y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edificio de la hermosura dará en tierra y será tenido en precio bajo y asqueroso. Muchas veces había yo intentado de persuadir a mi pueblo dejase esta prodigiosa[216] costumbre pero, apenas lo intentaba, cuando se me daba en la boca con mil amenazas de muerte, donde vine a verificar aquel antiguo adagio que vulgarmente se dice, que la costumbre es otra naturaleza, y el mudarla se siente como la muerte. Finalmente, mi hija se encerró en el retraimiento dicho y estuvo esperando su perdición y, cuando quería ya entrar un hermano de su esposo a dar principio al torpe trato,[217] veis aquí donde veo salir con una lanza terciada[218] en las manos, a la gran sala donde toda la gente estaba, a Transila, hermosa como el sol, brava como una leona y airada como una tigre.

Aquí llegaba de su historia el anciano Mauricio, escuchándole todos con la atención posible cuando, revistiéndosele[219] a Transila el mismo espíritu que tuvo al tiempo que se vio en el mismo acto y ocasión que su padre contaba, levantándose en pie, con lengua a quien suele turbar la cólera, con el rostro hecho brasa y los ojos fuego, en efecto, con ademán que la pudiera hacer menos hermosa, si es que los accidentes tienen fuerzas de menoscabar las grandes hermosuras, quitándole a su padre las palabras de la boca, dijo las del siguiente capítulo.

 

 

CAPÍTULO TRECE

 

Donde Transila prosigue la historia a quien su padre
dio principio

 

—Salí —dijo Transila—, como mi padre ha dicho, a la gran sala y, mirando a todas partes, en alta y colérica voz dije: «Haceos adelante vosotros, aquellos cuyas deshonestas y bárbaras costumbres van contra las que guarda cualquier bien ordenada república. Vosotros, digo, más lascivos que religiosos que, con apariencia y sombra de ceremonias vanas, queréis cultivar los ajenos campos sin licencia de sus legítimos dueños. Veisme aquí, gente mal perdida y peor aconsejada: venid, venid, que la razón, puesta en la punta desta lanza, defenderá mi partido y quitará las fuerzas a vuestros malos pensamientos tan enemigos de la honestidad y de la limpieza». Y en diciendo esto, salté en mitad de la turba y, rompiendo por ella, salí a la calle, acompañada de mi mismo enojo, y llegué a la marina donde, cifrando mil discursos que en aquel tiempo hice en uno, me arrojé en un pequeño barco que sin duda me deparó el cielo. Asiendo de dos pequeños remos, me alargué[220] de la tierra todo lo que pude pero, viendo que se daban prisa a seguirme en otros muchos barcos, más bien parados[221] y de mayores fuerzas impelidos, y que no era posible escaparme, solté los remos y volví a tomar mi lanza, con intención de esperarles y dejar llevarme a su poder, si no perdiendo la vida, vengando primero en quien pudiese mi agravio.

»Vuelvo a decir otra vez que el cielo, conmovido de mi desgracia, avivó el viento y llevó el barco, sin impelerle[222] los remos, el mar adentro, hasta que llegó a una corriente o raudal que le arrebató como en peso,[223] y le llevó más adentro, quitando la esperanza a los que tras mí venían de alcanzarme, que no se aventuraron a entrarse en la desenfrenada corriente que por aquella parte el mar llevaba.

—Así es verdad —dijo a esta sazón su esposo Ladislao—, porque, como me llevabas el alma, no pude dejar de seguirte. Sobrevino la noche, y perdímoste de vista, y aun perdimos la esperanza de hallarte viva, si no fuese en las lenguas de la fama, que desde aquel punto tomó a su cargo el celebrar tal hazaña por siglos eternos.

—Es, pues, el caso —prosiguió Transila— que aquella noche un viento, que de la mar soplaba, me trajo a la tierra, y en la marina hallé unos pescadores que benignamente me recogieron y albergaron, y aun me ofrecieron marido, si no le tenía y creo, sin aquellas condiciones de quien yo iba huyendo; pero la codicia humana, que reina y tiene su señorío aun entre las peñas y riscos del mar y en los corazones duros y campestres, se entró aquella noche en los pechos de aquellos rústicos pescadores, y acordaron entre sí que, pues de todos era la presa que en mí tenían, y que no podía ser dividida en partes para poder repartirme, que me vendiesen a unos corsarios que aquella tarde habían descubierto no lejos de sus pesquerías. Bien pudiera yo ofrecerles mayor precio del que ellos pudieran pedir a los corsarios, pero no quise tomar ocasión de recibir bien alguno de ninguno de mi bárbara patria y así, al amanecer, habiendo llegado allí los piratas, me vendieron, no sé por cuánto, habiéndome primero despojado de las joyas que llevaba de desposada. Lo que sé decir es que me trataron los corsarios con mejor término[224] que mis ciudadanos,[225] y me dijeron que no fuese melancólica, porque no me llevaban para ser esclava, sino para esperar ser reina y aun señora de todo el universo, si ya no mentían ciertas profecías de los bárbaros de aquella isla, de quien tanto se hablaba por el mundo. De cómo llegué, del recibimiento que los bárbaros me hicieron, de cómo aprendí su lengua en este tiempo que ha que falté de vuestra presencia, de sus ritos y ceremonias y costumbres, del vano asunto de sus profecías, y del hallazgo destos señores con quien vengo, y del incendio de la isla, que ya queda abrasada, y de nuestra libertad, diré otra vez, que por ahora basta lo dicho, y quiero dar lugar a que mi padre me diga qué ventura le ha traído a dármela tan buena, cuando menos la esperaba.

Aquí dio fin Transila a su plática, teniendo a todos colgados de la suavidad de su lengua y admirados del extremo de su hermosura, que después de la de Auristela ninguna se le igualaba.

Mauricio, su padre, entonces dijo:

—Ya sabes, hermosa Transila, querida hija, cómo mis estudios y ejercicios, entre otros muchos, gustosos y loables, me llevaron tras sí los de la astrología judiciaria, como aquellos que, cuando aciertan, cumplen el natural deseo que todos los hombres tienen de saber, no todo lo pasado y presente, sino lo por venir. Viéndote, pues, perdida, noté el punto, observé los astros, miré el aspecto de los planetas, señalé los sitios y casas[226] necesarias para que respondiese mi trabajo a mi deseo, porque ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña; el engaño está en quien no la sabe, principalmente la del astrología, por la velocidad de los cielos, que se lleva tras sí todas las estrellas, las cuales no influyen en este lugar lo que en aquel, ni en aquel lo que en este; y así, el astrólogo judiciario, si acierta alguna vez en sus juicios, es por arrimarse a lo más probable y a lo más experimentado, y el mejor astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamente juzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también por las premisas y conjeturas; y, como ha tanto tiempo que tiene experiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir, lo que no tenemos los aprendices desta ciencia, pues hemos de juzgar siempre a tiento[227] y con poca seguridad. Con todo eso, alcancé que tu perdición había de durar dos años y que te había de cobrar este día y en esta parte, para remozar mis canas y para dar gracias a los cielos del hallazgo de mi tesoro, alegrando mi espíritu con tu presencia, puesto que sé que ha de ser a costa de algunos sobresaltos que,[228] por la mayor parte, las buenas andanzas no vienen sin el contrapeso de desdichas, las cuales tienen jurisdicción y un modo de licencia de entrarse por los buenos sucesos, para darnos a entender que ni el bien es eterno, ni el mal durable.

—Los cielos serán servidos —dijo a esta sazón Auristela, que había gran tiempo que callaba— de darnos próspero viaje pues nos le promete tan buen hallazgo.

La mujer prisionera, que había estado escuchando con grande atención el razonamiento de Transila, se puso en pie, a pesar de sus cadenas y al de la fuerza que le hacía para que no se levantase el que con ella venía preso y, con voz levantada, dijo:

 

 

CAPÍTULO CATORCE DEL PRIMER LIBRO

 

Donde se declara quién eran
los que tan aherrojados
[229] venían

 

—Si es que los afligidos tienen licencia para hablar ante los venturosos, concédaseme a mí por esta vez, donde la brevedad de mis razones templará el fastidio que tuviéredes[230] de escuchallas. Haste quejado —dijo, volviéndose a Transila—, señora doncella, de la bárbara costumbre de los de tu ciudad, como si lo fuera aliviar el trabajo a los menesterosos y quitar la carga a los flacos. Sí, que no es error, por bueno que sea un caballo, pasearle la carrera primero que se ponga[231] en él, ni va contra la honestidad el uso y costumbre si en él no se pierde la honra, y se tiene por acertado lo que no lo parece. Sí, que mejor gobernará el timón de una nave el que hubiere sido marinero, que no el que sale de las escuelas de la tierra para ser piloto. La experiencia en todas las cosas es la mejor maestra de las artes y así, mejor te fuera entrar experimentada en la compañía de tu esposo que rústica e inculta.[232]

Apenas oyó esta razón última el hombre que consigo venía atado, cuando dijo, poniéndole el puño cerrado junto al rostro, amenazándola:

—¡Oh Rosamunda, o por mejor decir, rosa inmunda, porque munda[233] ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si vivieses más años que los mismos tiempos! Y así, no me maravillo de que te parezca mal la honestidad ni el buen recato a que están obligadas las honradas doncellas.

—Sabed, señores —mirando a todos los circunstantes, prosiguió—, que esta mujer que aquí veis, atada como loca y libre como atrevida, es aquella famosa Rosamunda, dama que ha sido concubina y amiga del rey de Inglaterra, de cuyas impúdicas costumbres hay largas historias y longísimas memorias[234] entre todas las gentes del mundo. Esta mandó al rey y por añadidura a todo el reino; puso leyes, quitó leyes, levantó caídos viciosos y derribó levantados virtuosos. Cumplió sus gustos tan torpe como públicamente, en menoscabo de la autoridad del rey y en muestra de sus torpes apetitos, que fueron tantas las muestras y tan torpes y tantos sus atrevimientos que, rompiendo los lazos de diamantes y las redes de bronce con que tenía ligado el corazón del rey, le movieron a apartarla de sí y a menospreciarla en el mismo grado que la había tenido en precio.[235] Cuando esta estaba en la cumbre de su rueda,[236] y tenía asida por la guedeja a la fortuna,[237] vivía yo despechado y con deseos de mostrar al mundo cuán mal estaban empleados los de mi rey y señor natural. Tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas y, por decir una, perderé yo, no solo un amigo, pero[238] cien mil vidas. No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos. Finalmente, a entrambos a dos llegó el día de nuestra última paga. A esta mandó el rey que nadie en toda la ciudad, ni en todos sus reinos y señoríos le diese, ni dado[239] ni por dineros, otro algún sustento que pan y agua, y que a mí junto con ella nos trajesen a una de las muchas islas que por aquí hay, que fuese despoblada, y aquí nos dejasen, pena que para mí ha sido más mala que quitarme la vida porque, la que con ella paso, es peor que la muerte.

—Mira, Clodio —dijo a esta sazón Rosamunda—, cuán mal me hallo yo en tu compañía, que mil veces me ha venido al pensamiento de arrojarme en la profundidad del mar, y si lo he dejado de hacer es por no llevarte conmigo, que si en el infierno pudiera estar sin ti, se me aliviaran las penas. Yo confieso que mis torpezas han sido muchas, pero han caído sobre sujeto flaco y poco discreto; mas las tuyas han cargado sobre varoniles hombros y sobre discreción experimentada, sin sacar de ellas otra ganancia que una delectación más ligera que la menuda paja que en volubles remolinos revuelve el viento. Tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos, has descubierto secretos escondidos y contaminado linajes claros; haste atrevido a tu rey, a tus ciudadanos, a tus amigos y a tus mismos parientes y, en son de[240] decir gracias, te has desgraciado con todo el mundo. Bien quisiera yo que quisiera el rey que, en pena de mis delitos, acabara con otro género de muerte la vida en mi tierra, y no con el de las heridas que a cada paso me da tu lengua, de la cual tal vez no están seguros los cielos ni los santos.

—Con todo eso —dijo Clodio—, jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira.

—A tener tú conciencia —dijo Rosamunda— de las verdades que has dicho, tenías harto de que acusarte, que no todas las verdades han de salir en público ni a los ojos de todos.

—Sí —dijo a esta sazón Mauricio—, sí, que tiene razón Rosamunda, que las verdades de las culpas cometidas en secreto, nadie ha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las de los reyes y príncipes que nos gobiernan. Sí, que no toca a un hombre particular reprender a su rey y señor ni sembrar en los oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque esto no será causa de enmendarle sino de que los suyos no le estimen. Y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste privilegio el príncipe? ¿Por qué le han de decir públicamente y en el rostro sus defectos? Que tal vez la reprensión pública y mal considerada suele endurecer la condición del que la recibe, y volverle antes pertinaz que blando; y, como es forzoso que la reprensión caiga sobre culpas verdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprendan en público y así, dignamente, los satíricos, los maldicientes, los malintencionados son desterrados y echados de sus casas, sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos, y bellacos sobre agudos; y es como lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidor enfada. Y hay más: que las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.

—Todo lo sé —respondió Clodio—, pero si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra y daré voces como pudiere y tendré esperanza que de allí salgan las cañas del rey Midas.[241]

—Ahora bien —dijo a esta sazón Ladislao—, háganse estas paces; casemos a Rosamunda con Clodio; quizá con la bendición del sacramento del matrimonio y con la discreción de entrambos, mudando de estado, mudarán de vida.

—Aun bien —dijo Rosamunda—, que[242] tengo aquí un cuchillo con que podré hacer una o dos puertas en mi pecho, por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes, en solo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.

—Yo no me mataré —dijo Clodio— porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal, que quiero vivir, porque quiero decir mal. Verdad es que pienso guardar la cara a los príncipes, porque ellos tienen largos brazos y alcanzan adonde quieren y a quien quieren y ya la experiencia me ha mostrado que no es bien ofender a los poderosos; y la caridad cristiana enseña que por el príncipe bueno se ha de rogar al cielo por su vida y por su salud, y por el malo, que le mejore y enmiende.

—Quien todo eso sabe —dijo el bárbaro Antonio— cerca está de enmendarse. No hay pecado tan grande ni vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o quite del todo. La lengua maldiciente es como espada de dos filos, que corta hasta los huesos o como rayo del cielo, que sin romper la vaina, rompe y desmenuza el acero que cubre y, aunque las conversaciones y entretenimientos se hacen sabrosos con la sal de la murmuración, todavía suelen tener los dejos las más veces amargos y desabridos. Es tan ligera la lengua como el pensamiento, y si son malas las preñeces de los pensamientos, las empeoran los partos de la lengua. Y como sean las palabras como las piedras que se sueltan de la mano, que no se pueden revocar ni volver a la parte donde salieron hasta que han hecho su efecto, pocas veces el arrepentirse de habellas dicho menoscaba la culpa del que las dijo; aunque ya tengo dicho que un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.