CAPÍTULO QUINCE DEL PRIMER LIBRO
DESTA GRANDE HISTORIA

 

En esto estaban, cuando entró un marinero en el hospedaje diciendo a voces:

—Un bajel grande viene con las velas tendidas encaminado a este puerto y hasta ahora no he descubierto señal que me dé a entender de qué parte sea.

Apenas dijo esto, cuando llegó a sus oídos el son horrible de muchas piezas de artillería que el bajel disparó al entrar del[243] puerto, todas limpias y sin bala alguna, señal de paz y no de guerra; de la misma manera le respondió el bajel de Mauricio y toda la arcabucería de los soldados que en él venían. Al momento, todos los que estaban en el hospedaje salieron a la marina; y, en viendo Periandro el bajel recién llegado, conoció ser el de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, de que no recibió contento alguno, antes se le revolvieron las entrañas y el corazón le comenzó a dar saltos en el pecho. Los mismos accidentes y sobresaltos recibió en el suyo Auristela, como aquella que por larga experiencia sabía la voluntad que Arnaldo le tenía, y no podía acomodar su corazón a pensar cómo podría ser que las voluntades de Arnaldo y Periandro se aviniesen bien, sin que la rigurosa y desesperada flecha de los celos no les atravesase las almas. Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recibille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo,[244] cuando el ligero corredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vio a Periandro, le conoció y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tierra, de un salto que dio desde la popa del esquife, se puso en ella y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le recibió. Y Arnaldo le dijo:

—Si yo fuese tan venturoso, amigo Periandro, que contigo hallase a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otro bien mayor que esperar.

—Conmigo está, valeroso señor —respondió Periandro—, que los cielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamientos, te la han guardado con la entereza que también ella por sus buenos deseos merece.

Ya en esto se había comunicado por[245] la nueva gente y por la que en la tierra estaba, quién era el príncipe que en la nave venía; y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inamovible, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer, bárbaras, Ricla y Constanza.

Llegó Arnaldo y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:

—Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos pensamientos, y estrella fija que me lleva al puerto donde han de tener reposo mis buenos deseos.

A todo esto no respondió palabra Auristela, antes le vinieron las lágrimas a los ojos, que comenzaron a bañar sus rosadas mejillas. Confuso Arnaldo de tal accidente, no supo determinarse si de pesar o de alegría podía proceder semejante acontecimiento. Mas Periandro, que todo lo notaba y en cualquier movimiento de Auristela tenía puestos los ojos, sacó a Arnaldo de duda, diciéndole:

—Señor, el silencio y las lágrimas de mi hermana nacen de admiración y de gusto: la admiración, del verte en parte tan no esperada; y las lágrimas, del gusto de haberte visto; ella es agradecida, como lo deben ser las bien nacidas, y conoce las obligaciones en que la has puesto de servirte con las mercedes y limpio tratamiento que siempre le has hecho.

Fuéronse con esto al hospedaje, volvieron a colmarse las mesas de manjares, llenáronse de regocijo los pechos, porque se llenaron las tazas[246] de generosos[247] vinos, que, cuando se trasiegan por la mar de un cabo a otro, se mejoran de manera que no hay néctar que se les iguale. Esta segunda comida se hizo por respeto del príncipe Arnaldo. Contó Periandro al príncipe lo que le sucedió en la isla Bárbara, con la libertad de Auristela, con todos los sucesos y puntos que hasta aquí se han contado, con que se suspendió Arnaldo, y de nuevo se alegraron y admiraron todos los presentes.

 

 

CAPÍTULO DIECISÉIS DEL PRIMER LIBRO
DE
PERSILES Y SIGISMUNDA

 

En esto, el patrón del hospedaje dijo:

—No sé si diga que me pesa de la bonanza[248] que prometen en el mar las señales del cielo: el sol se pone claro y limpio, cerca ni lejos no se descubre celaje[249] alguno, las olas hieren la tierra blanda y suavemente, y las aves salen al mar a espaciarse; que todos estos son indicios de serenidad firme y duradera, cosa que ha de obligar a que me dejen solo tan honrados huéspedes como la fortuna a mi hospedaje ha traído.

—Así será —dijo Mauricio— que, puesto que vuestra noble compañía se ha de tener por agradable y cara, el deseo de volver a nuestras patrias no consiente que mucho tiempo la gocemos. De mí sé decir que esta noche a la primera guarda[250] me pienso hacer a la vela, si con mi parecer viene el de mi piloto y el de estos señores soldados que en el navío vienen.

A lo que añadió Arnaldo:

—Siempre la pérdida del tiempo no se puede cobrar y la que se pierde en la navegación es irremediable.

En efecto, entre todos los que en el puerto estaban, quedó de acuerdo que en aquella noche fuesen de partida la vuelta de[251] Inglaterra, a quien[252] todos iban encaminados.

Levantóse Arnaldo de la mesa y, asiendo de la mano a Periandro, le sacó fuera del hospedaje, donde a solas y sin ser oído de nadie, le dijo:

—No es posible, Periandro amigo, sino que tu hermana Auristela te habrá dicho la voluntad que, en dos años que estuvo en poder del rey mi padre, le mostré tan ajustada con sus honestos deseos, que[253] jamás me salieron palabras a la boca que pudiesen turbar sus castos intentos. Nunca quise saber más de su hacienda de aquello que ella quiso decirme, pintándola en mi imaginación, no como persona ordinaria y de bajo estado, sino como a reina de todo el mundo, porque su honestidad, su gravedad, su discreción tan en extremo extremada no me daba lugar a que otra cosa pensase. Mil veces me le ofrecí por su esposo, y esto con voluntad de mi padre, y aun me parecía que era corto mi ofrecimiento. Respondióme siempre que hasta verse en la ciudad de Roma, adonde iba a cumplir un voto, no podía disponer de su persona. Jamás me quiso decir su calidad ni la de sus padres ni yo, como ya he dicho, le importuné me la dijese, pues ella sola, por sí misma, sin que traiga dependencia de otra alguna nobleza, merece, no solamente la corona de Dinamarca, sino de toda la monarquía de la tierra. Todo esto te he dicho, Periandro, para que, como varón de discurso y entendimiento, consideres que no es muy baja la ventura que está llamando a las puertas de tu comodidad y la de tu hermana, a quien desde aquí me ofrezco por su esposo, y prometo de cumplir este ofrecimiento cuando ella quisiere y adonde quisiere: aquí, debajo destos pobres techos o en los dorados de la famosa Roma. Y así mismo te ofrezco de contenerme en los límites de la honestidad y buen decoro, si bien viese consumirme en los ahíncos y deseos que trae consigo la concupiscencia desenfrenada, y la esperanza propincua,[254] que suele fatigar más que la apartada.

Aquí dio fin a su plática Arnaldo y estuvo atentísimo a lo que Periandro había de responderle, que fue:

—Bien conozco, valeroso príncipe Arnaldo, la obligación en que yo y mi hermana te estamos por las mercedes que hasta aquí nos has hecho y por la que ahora de nuevo nos haces: a mí, por ofrecerte por mi hermano y a ella, por esposo; pero, aunque parezca locura que dos miserables peregrinos desterrados de su patria no admitan luego luego[255] el bien que se les ofrece, te sé decir no ser posible el recibirle, como es posible el agradecerle. Mi hermana y yo vamos, llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de Roma y, hasta vernos en ella, parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta ahora impedidas voluntades, y entonces será la mía toda empleada en servirte. Séte decir también, que si llegares al cumplimiento de tu buen deseo, llegarás a tener una esposa de ilustrísimo linaje nacida, y un hermano que lo sea mejor que cuñado; y, entre las muchas mercedes que entrambos a dos hemos recibido, te suplico me hagas a mí una, y es que no me preguntes más de nuestra hacienda y de nuestra vida, porque no me obligues a que sea mentiroso, inventando quimeras que decirte, mentirosas y falsas, por no poder contarte las verdaderas de nuestra historia.

—Dispón de mí —respondió Arnaldo—, hermano mío, a toda tu voluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy cera y tú el sello que has de imprimir en mí lo que quisieres y, si te parece, sea nuestra partida esta noche a Inglaterra, que de allí fácilmente pasaremos a Francia y a Roma, en cuyo viaje, y del modo que quisiéredes,[256] pienso acompañaros si dello gustáredes.

Aunque le pesó a Periandro deste último ofrecimiento, le admitió, esperando en el tiempo y en la dilación, que tal vez[257] mejora los sucesos y, abrazándose los dos cuñados en esperanza, se volvieron al hospedaje a dar traza[258] en su partida.

Había visto Auristela cómo Arnaldo y Periandro habían salido juntos y estaba temerosa del fin que podía tener el de su plática y, puesto que conocía la modestia en el príncipe Arnaldo y la mucha discreción de Periandro, mil géneros de temores la sobresaltaban, pareciéndole que, como el amor de Arnaldo igualaba a su poder, podía remitir a la fuerza sus ruegos, que tal vez en los pechos de los desdeñados amantes se convierte la paciencia en rabia y la cortesía en descomedimiento. Pero, cuando los vio venir tan sosegados y pacíficos, cobró casi los perdidos espíritus.

Clodio, el maldiciente, que ya había sabido quién era Arnaldo, se le echó a los pies y le suplicó le mandase quitar la cadena y apartar de la compañía de Rosamunda. Mauricio le contó luego la condición, la culpa y la pena de Clodio y la de Rosamunda. Movido a compasión dellos, hizo, por un capitán que los traía a su cargo, que los desherrasen y se los entregasen, que él tomaba a su cargo alcanzarles perdón de su rey, por ser su grande amigo.

Viendo lo cual, el maldiciente Clodio dijo:

—Si todos los señores se ocupasen en hacer buenas obras, no habría quien se ocupase en decir mal dellos pero, ¿por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? Y si las obras virtuosas y bien hechas son calumniadas de la malicia humana, ¿por qué no lo serán las malas? ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad, dé buen fruto su cosecha? Llévame contigo, ¡oh príncipe!, y verás cómo pongo sobre el cerco de la luna tus alabanzas.

—No, no —respondió Arnaldo—, no quiero que me alabes por las obras que en mí son naturales; y más, que la alabanza tanto es buena cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso, vituperio.

 

 

CAPÍTULO DIECISIETE DEL PRIMER LIBRO

 

Da cuenta Arnaldo del suceso de Taurisa

 

Con gran deseo estaba Auristela de saber lo que Arnaldo y Periandro pasaron en la plática que tuvieron fuera del hospedaje, y aguardaba comodidad para preguntárselo a Periandro, y para saber de Arnaldo qué se había hecho[259] su doncella Taurisa. Y como si Arnaldo le adivinara los pensamientos, le dijo:

—Las desgracias que has pasado, hermosa Auristela, te habrán llevado de la memoria las que tenías en obligación de acordarte dellas, entre las cuales querría que hubiesen borrado de ella a mí mismo que, con sola la imaginación de pensar que algún tiempo he estado en ella, viviría contento, pues no puede haber olvido de aquello de quien no se ha tenido acuerdo. El olvido presente cae sobre la memoria del acuerdo pasado pero, comoquiera que sea, acuérdesete de mí o no te acuerdes, de todo lo que hicieres estoy contento, que los cielos, que me han destinado para ser tuyo, no me dejan hacer otra cosa. Mi albedrío lo es para obedecerte. Tu hermano Periandro me ha contado muchas de las cosas que después que te robaron de mi reino te han sucedido: unas me han admirado, otras suspendido, y estas y aquellas espantado. Veo, asimismo, que tienen fuerza las desgracias para borrar de la memoria algunas obligaciones que parecen forzosas. Ni me has preguntado por mi padre ni por Taurisa, tu doncella; a él dejé yo bueno y con deseo de que te buscase y te hallase, a ella la traje conmigo, con intención de venderla a los bárbaros, para que sirviese de espía y viese si la fortuna te había llevado a su poder. De cómo vino al mío tu hermano Periandro, ya él te lo habrá contado, y el concierto que entre los dos hicimos y, aunque muchas veces he probado volver a la isla Bárbara, los vientos contrarios no me han dejado, y ahora volvía con la misma intención y con el mismo deseo, el cual me ha cumplido el cielo con bienes de tantas ventajas como son de tenerte en mi presencia, alivio universal de mis cuidados. Taurisa, tu doncella, habrá dos días que la entregué a dos caballeros amigos míos, que encontré en medio dese mar, que en un poderoso navío iban a Irlanda, a causa que Taurisa iba muy mala y con poca seguridad de la vida y, como este navío en que yo ando más se puede llamar de corsario que de hijo de rey, viendo que en él no había regalos ni medicinas que piden los enfermos, se la entregué para que la llevasen a Irlanda y la entregasen a su príncipe, que[260] la regalase, curase[261] y guardase, hasta que yo mismo fuese por ella. Hoy he dejado apuntado con tu hermano Periandro que nos partamos mañana o ya para Inglaterra, o ya para España o Francia que, a dondequiera que arribemos, tendremos segura comodidad para poner en efecto los honestos pensamientos que tu hermano me ha dicho que tienes; y yo en este entretanto llevaré sobre los hombros de mi paciencia mis esperanzas, sustentadas con el arrimo[262] de tu buen entendimiento. Con todo esto, te ruego, señora, y te suplico que mires si con nuestro parecer viene[263] y ajusta el tuyo que, si algún tanto disuena,[264] no le pondremos en ejecución.

—Yo no tengo otra voluntad —respondió Auristela— sino la de mi hermano Periandro ni él, pues es discreto, querrá salir un punto de la tuya.

—Pues si así es —replicó Arnaldo—, no quiero mandar sino obedecer, porque no digan que por la calidad de mi persona me quiero alzar con el mando a mayores.

Esto fue lo que pasó a Arnaldo con Auristela, la cual se lo contó todo a Periandro. Y aquella noche Arnaldo, Periandro, Mauricio, Ladislao y los dos capitanes del navío inglés, con todos los que salieron de la isla Bárbara, entraron en consejo y ordenaron su partida en la forma siguiente.

 

 

CAPÍTULO DIECIOCHO DEL PRIMER LIBRO

 

Donde Mauricio sabe por la astrología un mal suceso
que les avino en el mar

 

En la nave donde vinieron Mauricio y Ladislao, los capitanes y soldados que trajeron a Rosamunda y a Clodio, se embarcaron todos aquellos que salieron de la mazmorra y prisión de la isla Bárbara, y en el navío de Arnaldo se acomodaron Ricla y Constanza y los dos Antonios, padre y hijo, Ladislao, Mauricio y Transila, sin consentir Arnaldo que se quedasen en tierra Clodio y Rosamunda; Rutilio se acomodó con Arnaldo.

Hicieron agua[265] aquella noche, recogiendo y comprando del huésped[266] todos los bastimentos que pudieron y, habiendo mirado los puntos más convenientes para su partida, dijo Mauricio que si la buena suerte les escapaba de una mala que les amenazaba muy propincua, tendría buen suceso[267] su viaje; y que el tal peligro, puesto que era de agua, no había de suceder, si sucediese, por borrasca ni tormenta del mar ni de tierra, sino por una traición mezclada y aun forjada del todo de deshonestos y lascivos deseos. Periandro, que siempre andaba sobresaltado con la compañía de Arnaldo, vino a temer si aquella traición había de ser fabricada por el príncipe para alzarse con la hermosa Auristela, pues la había de llevar en su navío; pero opúsose a todo este mal pensamiento la generosidad de su ánimo, y no quiso creer lo que temía, por parecerle que, en los pechos de los valerosos príncipes, no deben hallar acogida alguna las traiciones; pero no por esto dejó de pedir y rogar a Mauricio mirase muy bien de qué parte les podía venir el daño que les amenazaba. Mauricio respondió que no lo sabía, puesto que le tenía por cierto, aunque templaba su rigor con que ninguno de los que en él se hallasen había de perder la vida sino el sosiego y la quietud, y habían de ver rotos la mitad de sus designios,[268] sus más bien encaminadas esperanzas. A lo que Periandro le replicó que detuviesen algunos días la partida: quizá con la tardanza del tiempo se mudarían o se templarían los influjos rigurosos de las estrellas.

—No —replicó Mauricio—, mejor es arrojarnos en las manos deste peligro, pues no llega a quitar la vida, que no intentar otro camino que nos lleve a perderla.

—Ea, pues —dijo Periandro—, echada está la suerte, partamos en buen hora y haga el cielo lo que ordenado tiene, pues nuestra diligencia no lo puede excusar.

Satisfizo Arnaldo al huésped magníficamente con muchos dones el buen hospedaje, y unos en unos navíos y otros en otros, cada cual según y como vio que más le convenía, dejó el puerto desembarazado y se hizo a la vela. Salió el navío de Arnaldo adornado de ligeras flámulas y banderetas, y de pintados y vistosos gallardetes.[269] Al zarpar los hierros[270] y tirar las áncoras, disparó así la gruesa como la menuda artillería, rompieron los aires los sones de las chirimías y los de otros instrumentos músicos y alegres, oyéronse las voces de los que decían, reiterándolo a menudo:

—¡Buen viaje! ¡Buen viaje!

A todo esto, no alzaba la cabeza de sobre el pecho la hermosa Auristela que, casi como présaga del mal que le había de venir, iba pensativa. Mirábala Periandro y remirábala Arnaldo, teniéndola cada uno hecha blanco de sus ojos, fin de sus pensamientos y principio de sus alegrías. Acabóse el día; entróse la noche clara, serena, despejando un aire blando los celajes,[271] que parece que se iban a juntar si los dejaran.

Puso los ojos en el cielo Mauricio, y de nuevo tornó a mirar en su imaginación las señales de la figura que había levantado, y de nuevo confirmó el peligro que les amenazaba pero nunca supo atinar de qué parte les vendría. Con esta confusión y sobresalto se quedó dormido encima de la cubierta de la nave y, de allí a poco, despertó despavorido, diciendo a grandes voces:

—¡Traición, traición, traición! ¡Despierta, príncipe Arnaldo, que los tuyos nos matan!

A cuyas voces se levantó Arnaldo, que no dormía, puesto que estaba echado junto a Periandro en la misma cubierta, y dijo:

—¿Qué has, amigo Mauricio? ¿Quién nos ofende o quién nos mata? ¿Todos los que en este navío vamos, no somos amigos? ¿No son todos los más vasallos y criados míos? ¿El cielo no está claro y sereno, el mar tranquilo y blando y el bajel, sin tocar en escollo ni en bajío,[272] no navega? ¿Hay alguna rémora[273] que nos detenga? Pues si no hay nada desto, ¿de qué temes, que así con tus sobresaltos nos atemorizas?

—No sé —replicó Mauricio—. Haz, señor, que bajen los búzanos a la sentina,[274] que si no es sueño, a mí me parece que nos vamos anegando.

No hubo bien acabado esta razón, cuando cuatro o seis marineros se dejaron calar[275] al fondo del navío y le requirieron todo porque eran famosos buzanos y no allanaron costura[276] alguna por donde entrase agua al navío y, vueltos a la cubierta, dijeron que el navío iba sano y entero, y que el agua de la sentina estaba turbia y hedionda, señal clara de que no entraba agua nueva en la nave.

—Así debe de ser —dijo Mauricio—, sino que yo, como viejo, en quien el temor tiene su asiento de ordinario, hasta los sueños me espantan; y plega a Dios que este mi sueño lo sea, que yo me holgaría de parecer viejo temeroso antes que verdadero judiciario.[277]

Arnaldo le dijo:

—Sosegaos, buen Mauricio, porque vuestros sueños le quitan[278] a estas señoras.

—Yo lo haré así, si puedo —respondió Mauricio.

Y tornándose a echar sobre la cubierta, quedó el navío lleno de muy sosegado silencio, en el cual Rutilio, que iba sentado al pie del árbol mayor,[279] convidado de la serenidad de la noche, de la comodidad del tiempo, o de la voz, que la tenía extremada, al son del viento, que dulcemente hería en las velas, en su propia lengua toscana, comenzó a cantar esto, que, vuelto en lengua española, así decía:

 

Huye el rigor de la invencible mano,

advertido, y enciérrase en el arca

de todo el mundo el general monarca

con las reliquias[280] del linaje humano.

El dilatado asilo, el soberano

lugar rompe los fueros de la Parca,[281]

que entonces, fiera y licenciosa, abarca

cuanto alienta y respira el aire vano.

Vense en la excelsa máquina encerrarse

el león y el cordero y, en segura

paz, la paloma al fiero halcón unida;

sin ser milagro, lo discorde amarse,

que en el común peligro y desventura

la natural inclinación se olvida.

 

El que mejor entendió lo que cantó Rutilio fue el bárbaro Antonio, el cual le dijo asimismo:

—Bien canta Rutilio, y si por ventura es suyo el soneto que ha cantado, no es mal poeta aunque ¿cómo lo puede ser bueno un oficial?[282] Pero no digo bien, que yo me acuerdo haber visto en mi patria, España, poetas de todos los oficios.

Esto dijo en voz que la oyó Mauricio, el príncipe y Periandro, que no dormían; y Mauricio dijo:

—Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos sino en el entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta como la de un maese[283] de campo porque las almas todas son iguales y de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su Hacedor y, según la caja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así parecen ellas más o menos discretas, y atienden y se aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más las inclinan, pero más principalmente y propia se dice que el poeta nascitur. Así que, no hay que admirar de que Rutilio sea poeta, aunque haya sido maestro de danzar.

—Y tan grande —replicó Antonio— que ha hecho cabriolas en el aire más arriba de las nubes.

—Así es —respondió Rutilio, que todo esto estaba escuchando—, que yo las hice casi junto al cielo, cuando me trajo caballero en el manto aquella hechicera desde Toscana, mi patria, hasta Noruega, donde la maté, que se había convertido en figura de loba, como ya otras veces he contado.

—Eso de convertirse en lobas y lobos algunas gentes destas septentrionales es un error grandísimo —dijo Mauricio—, aunque admitido de muchos.

—Pues, ¿cómo es esto —dijo Arnaldo— que comúnmente se dice y se tiene por cierto que en Inglaterra andan por los campos manadas de lobos que de gentes humanas se han convertido en ellos?

—Eso —respondió Mauricio— no puede ser en Inglaterra, porque en aquella isla templada y fertilísima no solo no se crían lobos, pero[284] ninguno otro animal nocivo, como si dijésemos serpientes, víboras, sapos, arañas y escorpiones; antes es cosa llana y manifiesta que si algún animal ponzoñoso traen de otras partes a Inglaterra, en llegando a ella muere. Y si de la tierra desta isla llevan a otra parte a alguna tierra y cercan con ella a alguna víbora, no osa ni puede salir del cerco que la aprisiona y rodea, hasta quedar muerta. Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que hay una enfermedad a quien llaman los médicos manía lupina,[285] que es de calidad que al que la padece le parece que se ha convertido en lobo y aúlla como lobo y se juntan con otros heridos del mismo mal y andan en manadas por los campos y por los montes, ladrando ya como perros o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, matan a quien encuentran y comen la carne cruda de los muertos, y hoy día sé yo que hay en la isla de Sicilia, que es la mayor del mar Mediterráneo, gentes deste género, a quien los sicilianos llaman lobos menar,[286] los cuales, antes que les dé tan pestífera enfermedad, lo sienten y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren, porque si no se guardan, los hacen pedazos a bocados y los desmenuzan, si pueden, con las uñas, dando terribles y espantosos ladridos. Y es esto tanta verdad que, entre los que se han de casar, se hace información bastante de que ninguno dellos es tocado desta enfermedad; y si después, andando el tiempo, la experiencia muestra lo contrario, se dirime[287] el matrimonio. También es opinión de Plinio,[288] según lo escribe en el lib. 8, cap. 22, que entre los árcades hay un género de gente, la cual, pasando un lago, cuelga los vestidos que lleva de una encina, y se entra desnudo la tierra dentro, y se junta con la gente que allí halla de su linaje en figura de lobos, y está con ellos nueve años, al cabo de los cuales vuelve a pasar el lago, y cobra su perdida figura; pero todo esto se ha de tener por mentira, y si algo hay, pasa en la imaginación y no realmente.

—No sé —dijo Rutilio—, lo que sé es que maté la loba y hallé muerta a mis pies la hechicera.

—Todo eso puede ser —replicó Mauricio—, porque la fuerza de los hechizos de los maléficos y encantadores, que los hay, nos hace ver una cosa por otra; y quede desde aquí asentado que no hay gente alguna que mude en otra su primer naturaleza.

—Gusto me ha dado grande —dijo Arnaldo— el saber esta verdad, porque también yo era uno de los crédulos deste error; y lo mismo debe de ser lo que las fábulas cuentan de la conversión en cuervo del rey Artus de Inglaterra,[289] tan creída de aquella discreta nación, que se abstienen de matar cuervos en toda la isla.

—No sé —respondió Mauricio— de dónde tomó principio esa fábula tan creída como mal imaginada.

En esto fueron razonando casi toda la noche, y al despuntar del día dijo Clodio, que hasta allí había estado oyendo y callando:

—Yo soy un hombre a quien no se le da por averiguar estas cosas un dinero.[290] ¿Qué se me da a mí que haya lobos hombres, o no, o que los reyes anden en figuras de cuervos o de águilas? Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría que fuesen en palomas que en milanos.

—Paso, Clodio, no digas mal de los reyes, que me parece que te quieres dar algún filo a la lengua[291] para cortarles el crédito.

—No —respondió Clodio—, que el castigo me ha puesto una mordaza en la boca o, por mejor decir, en la lengua, que no consiente que la mueva y así, antes pienso de aquí adelante reventar callando que alegrarme hablando. Los dichos agudos, las murmuraciones dilatadas, si a unos alegran, a otros entristecen. Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan de la vida a la sombra de tu generoso amparo, puesto que por momentos me fatigan ciertos ímpetus maliciosos que me hacen bailar la lengua en la boca, y malográrseme entre los dientes más de cuatro verdades que andan por salir a la plaza del mundo. ¡Sírvase Dios con todo!

A lo que dijo Auristela:

—De estimar es, ¡oh Clodio!, el sacrificio que haces al cielo de tu silencio.

Rosamunda, que era una de las llegadas a la conversación, volviéndose a Auristela, dijo:

—El día que Clodio fuere callado, seré yo buena, porque en mí la torpeza y en él la murmuración son naturales, puesto que más esperanza puedo yo tener de enmendarme que no él, porque la hermosura se envejece con los años y, faltando la belleza, menguan los torpes deseos, pero sobre la lengua del maldiciente no tiene jurisdicción el tiempo. Y así, los ancianos murmuradores hablan más cuanto más viejos, porque han visto más y todos los gustos de los otros sentidos los han cifrado y recogido a la lengua.

—Todo es malo —dijo Transila—; cada cual por su camino va a parar a su perdición.

—El que nosotros ahora hacemos —dijo Ladislao—, próspero y feliz ha de ser según el viento se muestra favorable y el mar tranquilo.

—Así se mostraba esta pasada noche —dijo la bárbara Constanza—, pero el sueño del señor Mauricio nos puso en confusión y alborotó tanto que ya yo pensé que nos había sorbido el mar a todos.

—En verdad, señora —respondió Mauricio—, que si yo no estuviera enseñado en la verdad católica y me acordara de lo que dice Dios en el Levítico: “No seáis agoreros, ni deis crédito a los sueños”,[292] porque no a todos es dado el entenderlos, que me atreviera a juzgar del sueño que me puso en tan gran sobresalto el cual, según a mi parecer, no me vino por algunas de las causas de donde suelen proceder los sueños que, cuando no son revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden, o de los muchos manjares que suben vapores al cerebro, con que turban el sentido común, o ya de aquello que el hombre trata más de día. Ni el sueño que a mí me turbó cae debajo de la observación de la astrología, porque sin guardar puntos ni observar astros, señalar rumbos ni mirar imágenes, me pareció ver visiblemente que en un gran palacio de madera, donde estábamos todos los que aquí vamos, llovían rayos del cielo que le abrían todo, y por las bocas que hacían descargaban las nubes, no solo un mar, sino mil mares de agua; de tal manera que, creyendo que me iba anegando, comencé a dar voces y a hacer los mismos ademanes que suele hacer el que se anega y aun no estoy tan libre deste temor que no me queden algunas reliquias en el alma; y, como sé que no hay más cierta astrología que la prudencia, de quien nacen los acertados discursos, ¿qué mucho que,[293] yendo navegando en un navío de madera, tema rayos del cielo, nubes del aire y aguas de la mar? Pero lo que más me confunde y suspende es que, si algún daño nos amenaza, no ha de ser de ningún elemento que destinada y precisamente se disponga a ello, sino de una traición, forjada, como ya otra vez he dicho, en algunos lascivos pechos.

—No me puedo persuadir —dijo a esta sazón Arnaldo— que entre los que van por el mar navegando puedan entremeterse las blanduras de Venus ni los apetitos de su torpe hijo: al casto amor bien se le permite andar entre los peligros de la muerte, guardándose para mejor vida.

Esto dijo Arnaldo, por dar a entender a Auristela y a Periandro, y a todos aquellos que sus deseos conocían, cuán ajustados iban sus movimientos con los de la razón.

Y prosiguió diciendo:

—El príncipe, justa razón es que viva seguro entre sus vasallos, que el temor de las traiciones nace de la injusta vida del príncipe.

—Así es —respondió Mauricio—, y aun es bien que así sea. Pero dejemos pasar este día, que si él da lugar a que llegue la noche sin sobresaltarnos yo pediré, y las daré, albricias[294] del buen suceso.

Iba el sol a esta sazón a ponerse en los brazos de Tetis,[295] y el mar se estaba con el mismo sosiego que hasta allí había tenido; soplaba favorable el viento; por parte ninguna se descubrían celajes[296] que turbasen los marineros; el cielo, la mar, el viento, todos juntos y cada uno de por sí, prometían felicísimo viaje, cuando el prudente Mauricio dijo en voz turbada y alta:

—¡Sin duda nos anegamos! ¡Anegámonos sin duda!

 

 

CAPÍTULO DIECINUEVE DEL PRIMER LIBRO

 

Donde se da cuenta de lo que dos soldados hicieron
y la división de Periandro y Auristela

 

A cuyas voces respondió Arnaldo:

—¿Cómo es esto? ¡Oh gran Mauricio! ¿Qué aguas nos sorben o qué mares nos tragan? ¿Qué olas nos embisten?

La respuesta que le dieron a Arnaldo fue ver salir debajo de la cubierta a un marinero despavorido, echando agua por la boca y por los ojos, diciendo con palabras turbadas y mal compuestas:

—Todo este navío se ha abierto por muchas partes, el mar se ha entrado en él tan a rienda suelta que presto le veréis sobre esta cubierta. Cada uno atienda a su salud y a la conservación de la vida. Acógete, ¡oh príncipe Arnaldo!, al esquife o a la barca y lleva contigo las prendas[297] que más estimas, antes que tomen entera posesión dellas estas amargas aguas.

Estancó[298] en esto el navío, sin poderse mover, por el peso de las aguas, de quien ya estaba lleno. Amainó el piloto todas las velas de golpe y todos, sobresaltados y temerosos, acudieron a buscar su remedio. El príncipe y Periandro fueron al esquife y, arrojándole al mar, pusieron en él a Auristela, Transila, Ricla y a la bárbara Constanza, entre las cuales, viendo que no se acordaban della, se arrojó Rosamunda, y tras ella mandó Arnaldo entrase Mauricio.

En este tiempo andaban dos soldados descolgando la barca que al costado del navío venía asida y el uno dellos, viendo que el otro quería ser el primero que entrase dentro, sacando un puñal de la cinta,[299] se le envainó en el pecho, diciendo a voces:

—Pues nuestra culpa ha sido fabricada tan sin provecho, esta pena te sirva a ti de castigo y a mí de escarmiento a lo menos el poco tiempo que me queda de vida.

Y diciendo esto, sin querer aprovecharse del acogimiento que la barca les ofrecía, desesperadamente[300] se arrojó al mar, diciendo a voces y con mal articuladas palabras:

—Oye, ¡oh Arnaldo!, la verdad que te dice este traidor, que en tal punto es bien que la diga. Yo y aquel a quien me viste pasar el pecho, por muchas partes abrimos y taladramos este navío, con intención de gozar de Auristela y de Transila, recogiéndolas en el esquife pero, habiendo visto yo haber salido mi designio[301] contrario de mi pensamiento, a mi compañero quité la vida y a mí me doy la muerte.

Y con esta última palabra se dejó ir al fondo de las aguas, que le estorbaron la respiración del aire y le sepultaron en perpetuo silencio. Y aunque todos andaban confusos y ocupados, buscando, como se ha dicho, en el común peligro algún remedio, no dejó de oír las razones Arnaldo del desesperado, y él y Periandro acudieron a la barca; y, habiendo, antes que entrasen en ella, ordenado que entrase en el esquife Antonio el mozo, sin acordarse de recoger algún bastimento, él, Ladislao, Antonio el padre, Periandro y Clodio se entraron en la barca y fueron a abordar con el esquife,[302] que algún tanto se había apartado del navío, sobre el cual ya pasaban las aguas, y no se parecía[303] dél sino el árbol mayor, como en señal que allí estaba sepultado.

Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar al esquife, desde el cual daba voces Auristela, llamando a su hermano Periandro, que la[304] respondía, reiterando muchas veces su para él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo, y encontrábanse en los aires las voces de «dulcísimo esposo mío» y «amada esposa mía», donde se rompían sus designios y se deshacían sus esperanzas, con la imposibilidad de no poder juntarse, a causa que la noche se cubría de oscuridad y los vientos comenzaron a soplar de partes diferentes. En resolución, la barca se apartó del esquife y, como más ligera y menos cargada, voló por donde el mar y el viento quisieron llevarla; el esquife, más con la pesadumbre que con la carga de los que en él iban, se quedó, como si aposta quisieran que no navegara. Pero, cuando la noche cerró con más oscuridad que al principio, comenzaron a sentir de nuevo la desgracia sucedida: viéronse en mar no conocida, amenazados de todas las inclemencias del cielo y faltos de la comodidad que les podía ofrecer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la hambre solo detenida de la pesadumbre que sintieron.

Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero del esquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según los llantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temer que ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas y, aunque no parecían de todo en todo,[305] algunas que por entre la oscuridad se mostraban le daban indicio de venidera serenidad, pero no le mostraban en qué parte se hallaba.

No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia, porque se les pasó la noche velando y se vino el día, no a más andar, como dicen, sino para más penar, porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topaban los ojos con la barca que les llevaba las almas o algún otro bajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; pero no descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda, que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría de ver cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poder llegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el que más confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como se ha dicho, en la figura que como judiciario había levantado, que aquel suceso no amenazaba muerte sino descomodidades casi mortales.

Finalmente, el favor de los cielos se mezcló con los vientos, que poco a poco llevaron el esquife a la isla y les dio lugar de tomarle en la tierra en una espaciosa playa no acompañada de gente alguna, sino de mucha cantidad de nieve que toda la cubría. Miserables son y temerosas las fortunas[306] del mar, pues los que las padecen se huelgan de trocarlas con las mayores que en la tierra se les ofrezcan. La nieve de la desierta playa les pareció blanda arena, y la soledad, compañía. Unos en brazos de otros desembarcaron; el mozo Antonio fue el Atlante[307] de Auristela y de Transila, en cuyos hombros también desembarcaron Rosamunda y Mauricio, y todos se recogieron al abrigo de un peñón que no lejos de la playa se mostraba, habiendo antes, como mejor pudieron, varado el esquife en tierra, poniendo en él, después de en Dios, su esperanza.

Antonio, considerando que la hambre había de hacer su oficio y que ella había de ser bastante a quitarles las vidas, aprestó su arco, que siempre de las espaldas le colgaba, y dijo que él quería ir a descubrir la tierra por ver si hallaba gente en ella o alguna caza que socorriese su necesidad. Vinieron todos con[308] su parecer y así, se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve tan dura, por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales. Siguióle, sin que él lo echase de ver, la torpe Rosamunda, sin ser impedida de los demás, que creyeron que alguna natural necesidad la forzaba a dejallos. Volvió la cabeza Antonio a tiempo y en lugar donde nadie los podía ver y, viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:

—La cosa de que menos necesidad tengo, en esta que ahora padecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda? Vuélvete, que ni tú tienes armas con que matar género de caza alguna ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué[309] me sigues?

—¡Oh inexperto mozo —respondió la mujer torpe—, y cuán lejos estás de conocer la intención con que te sigo y la deuda que me debes!

Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:

—Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne[310] que no te huye, sino que te sigue. No mires que ya a mi belleza la marchita el rigor de la edad, ligera siempre, sino considera en mí a la que fue Rosamunda, domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más exentos hombres. Yo te adoro, generoso joven y aquí, entre estos hielos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón. Gocémonos y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte donde llenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí recogidos y guardados si llegamos a Inglaterra, donde mil bandos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaré adonde te entregues en[311] más oro que tuvo Midas y en más riquezas que acumuló Craso.[312]

Aquí dio fin a su plática, pero no al movimiento de sus manos, que arremetieron a detener las de Antonio, que de sí las apartaba, y entre esta tan honesta como torpe contienda decía Antonio:

—¡Detente, oh arpía! ¡No turbes ni afees las limpias mesas de Fineo![313] ¡No fuerces, oh bárbara egipcia,[314] ni incites la castidad y limpieza deste que no es tu esclavo! ¡Tarázate[315] la lengua, sierpe maldita, no pronuncies con deshonestas palabras lo que tienes escondido en tus deshonestos deseos! ¡Mira el poco lugar que nos queda desde este punto al de la muerte, que nos está amenazando con la hambre y con la incertidumbre de la salida deste lugar, que, puesto que fuera cierta, con otra intención la acompañara que con la que me has descubierto! ¡Desvíate de mí y no me sigas, que castigaré tu atrevimiento y publicaré tu locura! Si te vuelves, mudaré propósito y pondré en silencio tu desvergüenza; si no me dejas, te quitaré la vida.

Oyendo lo cual la lasciva Rosamunda, se le cubrió el corazón, de manera que no dio lugar a suspiros, a ruegos ni a lágrimas. Dejóla Antonio, sagaz y advertido. Volvióse Rosamunda y él siguió su camino; pero no halló en él cosa que le asegurase, porque las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la gente ninguna. Y advirtiendo que si adelante pasaba podía perder el camino de vuelta, se volvió a juntar con la compañía; alzaron todos las manos al cielo y pusieron los ojos en la tierra, como admirados de su desventura. A Mauricio dijeron que volvieran al mar el esquife, pues no era posible remediarse en la imposibilidad y soledad de la isla.

 

 

CAPÍTULO VEINTE

 

De un notable caso que sucedió en la isla Nevada

 

A poco tiempo que pasó el día, desde lejos vieron venir una nave gruesa[316] que les levantó las esperanzas de tener remedio. Amainó las velas y pareció que se dejaba detener las áncoras, y con diligencia presta arrojaron el esquife a la mar, y se vinieron a la playa, donde ya los tristes[317] se arrojaban al esquife. Auristela dijo que sería bien que aguardasen los que venían, por saber quién eran. Llegó el esquife de la nave y encalló en la fría nieve y saltaron en ella dos, al parecer, gallardos y fuertes mancebos, de extremada disposición y brío, los cuales sacaron encima de sus hombros a una hermosísima doncella, tan sin fuerzas y tan desmayada, que parecía que no le daba lugar[318] para llegar a tocar la tierra. Llamaron a voces los que estaban ya embarcados en el otro esquife y les suplicaron que se desembarcasen a ser testigos de un suceso que era menester que los tuviese. Respondió Mauricio que no había remos para encaminar el esquife si no les prestaban los del suyo. Los marineros con los suyos guiaron los del otro esquife y volvieron a pisar la nieve; luego los valientes jóvenes asieron de dos tablachinas,[319] con que cubrieron los pechos, y con dos cortadoras espadas en los brazos saltaron de nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casi con certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmayada y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás. Los caballeros dijeron:

—Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos deciros.

—Este caballero y yo —dijo el uno— tenemos concertado de pelear por la posesión de esa enferma doncella que ahí veis; la muerte ha de dar la sentencia en favor del otro, sin que haya otro medio alguno que ataje en ninguna manera nuestra amorosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de escoger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que hará envainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo que pedimos es que no estorbéis en manera alguna nuestra porfía, la cual lleváramos hasta el cabo,[320] sin tener temor que nadie nos la estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirárades. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para dilatar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa para acabar las nuestras, la prisa que nos obliga a dar conclusión a nuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por ahora quién sois ni cómo estáis en este lugar tan solo y tan sin remos, que no los tenéis, según parece, para desviaros desta isla tan sola, que aun de animales no es habitada.

Mauricio les respondió que no saldrían un punto de lo que querían y luego echaron los dos mano a las espadas, sin querer que la enferma doncella declarase primero su voluntad, remitiendo antes su pendencia a las armas que a los deseos de la dama. Arremetieron el uno contra el otro y, sin mirar reglas,[321] movimientos, entradas, salidas y compases, a los primeros golpes el uno quedó pasado el corazón de parte a parte, y el otro abierta la cabeza por medio; este[322] le concedió el cielo tanto espacio de vida que le tuvo de llegar a la doncella y juntar su rostro con el suyo, diciéndole:

—¡Vencí, señora; mía eres! Y aunque ha de durar poco el bien de poseerte, el pensar que un solo instante te podré tener por mía, me tengo por el más venturoso hombre del mundo. Recibe, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu honestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia.

La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual estaba tan sin sentido que no respondió palabra. Los dos marineros que habían guiado el esquife de la nave saltaron en tierra y fueron con presteza a requerir[323] así al muerto de la estocada como al herido en la cabeza, el cual, puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra.

Auristela, que todas estas acciones había estado mirando, antes de descubrir y mirar atentamente el rostro de la enferma señora, llegó de propósito a mirarla y, limpiándole la sangre que había llovido del muerto enamorado, conoció ser su doncella Taurisa, la que lo había sido al tiempo que ella estuvo en poder del príncipe Arnaldo, que le había dicho la dejaba en poder de dos caballeros que la llevasen a Irlanda, como queda dicho. Auristela quedó suspensa, quedó atónita, quedó más triste que la tristeza misma, y más cuando vino a conocer que la hermosa Taurisa estaba sin vida.

—¡Ay —dijo a esta sazón—, con qué prodigiosas señales me va mostrando el cielo mi desventura, que si se rematara con acabarse mi vida, pudiera llamarla dichosa; que los males que tienen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacen dichosa la vida! ¿Qué red barredera[324] es esta con que cogen los cielos todos los caminos de mi descanso? ¿Qué imposibles son estos que descubro a cada paso de mi remedio? Mas, pues aquí son excusados los llantos y son de ningún provecho los gemidos, demos el tiempo que he de gastar en ellos por ahora a la piedad, y enterremos los muertos y no congoje yo por mi parte los vivos.

Y luego pidió a Mauricio pidiese a los marineros del esquife volviesen al navío por instrumentos para hacer las sepulturas. Hízolo así Mauricio, y fue a la nave con intención de concertarse con el piloto o capitán que hubiese para que los sacase de aquella isla y los llevase adondequiera que fuesen. En este entretanto, tuvieron lugar Auristela y Transila de acomodar a Taurisa para enterralla y la piedad y honestidad cristiana no consintió que la desnudasen. Volvió Mauricio con los instrumentos, habiendo negociado todo aquello que quiso. Hízose la sepultura de Taurisa pero los marineros no quisieron, como católicos, que se hiciese ninguna a los muertos en el desafío.[325] Rosamunda, que, después que volvió de haber declarado su mal pensamiento al bárbaro Antonio, nunca había alzado los ojos del suelo, que sus pecados se los tenían aterrados,[326] al tiempo que iban a sepultar a Taurisa, levantando el rostro, dijo:

—Si os preciáis, señores, de caritativos y si anda en vuestros pechos al par la justicia y la misericordia, usad destas dos virtudes conmigo. Yo desde el punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala. Con los años verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza abundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal manera que han sido y son en mí como accidentes inseparables. Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho, que he tenido el pie sobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que he querido[327] las voluntades de los hombres; pero el tiempo, salteador y robador de la humana belleza de las mujeres, se entró por la mía tan sin yo pensarlo que primero me he visto fea que desengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en el alma, que no envejece, no quieren dejarme y, como yo no les hago resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos, heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho, el cual, aunque le he descubierto mi voluntad, no corresponde a la mía, que es de fuego, con la suya, que es de helada nieve. Véome despreciada y aborrecida, en lugar de estimada y bien querida: golpes que no se pueden resistir con poca paciencia y con mucho deseo. Ya ya la muerte me va pisando las faldas, y extiende la mano para alcanzarme de la vida; por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene al miserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fuego con hielo y me enterréis en esa sepultura que, puesto que[328] mezcléis mis lascivos huesos con los de esa casta doncella, no los contaminarán, que las reliquias[329] buenas siempre lo son dondequiera que estén.

Y, volviéndose al mozo Antonio, prosiguió:

—Y tú, arrogante mozo, que ahora tocas o estás para tocar los márgenes y rayas[330] del deleite, pide al cielo que te encamine de modo que ni te solicite edad larga, ni marchita belleza; y si yo he ofendido tus recientes[331] oídos, que así los puedo llamar, con mis inadvertidas y no castas palabras, perdóname, que los que piden perdón en este trance, por cortesía siquiera merecen ser, si no perdonados, a lo menos escuchados.

Esto diciendo, dio un suspiro envuelto en un mortal desmayo.

 

 

CAPÍTULO VEINTIUNO DEL PRIMER LIBRO
DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

 

—Yo no sé —dijo Mauricio a esta sazón— qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y hielos, dejándose allá los Pafos, Gnidos, las Cipres, los Elíseos Campos,[332] de quien huye la hambre y no llega incomodidad alguna. En el corazón sosegado, en el ánimo quieto tiene el amor deleitable su morada, que no en las lágrimas ni en los sobresaltos.

Auristela, Transila, Constanza y Ricla quedaron atónitas del suceso y con callar le admiraron y, finalmente, con no pocas lágrimas enterraron a Taurisa; y, después de haber vuelto Rosamunda del pesado desmayo, se recogieron y embarcaron en el esquife de la nave, donde fueron bien recibidos y regalados de los que en ella estaban, satisfaciendo luego todos la hambre que les aquejaba, solo[333] Rosamunda, que estaba tal, que por momentos llamaba a las puertas de la muerte. Alzaron velas, lloraron algunos los capitanes muertos y instituyeron luego uno que lo fuese de todos, y siguieron su viaje, sin llevar parte conocida donde le encaminasen, porque era de corsarios y no irlandeses, como a Arnaldo le habían dicho, sino de una isla rebelada contra Inglaterra. Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo de vivir y, como viejo y experimentado en las cosas del mundo, no le cabía el corazón en el pecho, temiendo que la mucha hermosura de Auristela, la gallardía y buen parecer de su hija Transila, los pocos años y nuevo traje de Constanza no despertasen en aquellos corsarios algún mal pensamiento. Servíales de Argos[334] el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso.[335] Eran los ojos de los dos, centinelas no dormidas, pues por sus cuartos[336] la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo de su solicitud y vigilancia se amparaban.

Rosamunda, con los continuos desdenes, vino a enflaquecer de manera que una noche la hallaron en una cámara del navío sepultada en perpetuo silencio. Harto habían llorado, mas no dejaron de sentir su muerte, compasiva y cristianamente. Sirvióla el ancho mar de sepultura, donde no tuvo harta[337] agua para apagar el fuego que causó en su pecho el gallardo Antonio, el cual y todos rogaron muchas veces a los corsarios que los llevasen de una vez a Irlanda o a Ibernia,[338] si ya no quisiesen a Inglaterra o Escocia. Pero ellos respondían que, hasta haber hecho una buena y rica presa, no habían de tocar en tierra alguna, si ya no fuese a hacer agua[339] o a tomar bastimentos[340] necesarios. La bárbara Ricla bien comprara a pedazos de oro que los llevaran a Inglaterra pero no osaba descubrirlos, porque no se los robasen antes que se los pidiesen. Dioles el capitán estancia aparte, y acomodóles de manera que les aseguró[341] de la insolencia que podían temer de los soldados.

Desta manera anduvieron casi tres meses por el mar de unas partes a otras; ya tocaban en una isla, ya en otra, y ya se salían al mar descubierto, propia costumbre de corsarios, que buscan su ganancia. Las veces que había calma y el mar sosegado no les dejaba navegar, el nuevo capitán del navío se iba a entretener a la estancia de sus pasajeros y, con pláticas discretas y cuentos graciosos, pero siempre honestos, los entretenía, y Mauricio hacía lo mismo. Auristela, Transila, Ricla y Constanza más se ocupaban en pensar en la ausencia de las mitades de su alma que en escuchar al capitán ni a Mauricio. Con todo esto, estuvieron un día atentas a la historia que en este siguiente capítulo se cuenta que el capitán les dijo.

 

 

CAPÍTULO VEINTIDÓS

 

Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas
que acostumbraba a hacer en su reino el rey Policarpo

 

—Una de las islas que están junto a la de Ibernia me dio el cielo por patria; es tan grande que toma nombre de reino, el cual no se hereda ni viene por sucesión de padre a hijo; sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que lo son, pugnan serlo más, para no dejar de ser reyes. Con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra[342] la codicia y, aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar[343] se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres y, los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados. No agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos; todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.

»Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetro del reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras, el cual tenía, cuando vino a ser rey, dos hijas de extremada belleza, la mayor llamada Policarpa y la menor Sinforosa. No tenían madre, que no les hizo falta cuando murió sino en la compañía: que sus virtudes y agradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravilloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellas como el padre, se hacían amables, se estimaban de todos. Los reyes, por parecerles que la melancolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas y, a veces, con ordinarias comedias; principalmente solemnizaban el día que fueron asuntos[344] al reino, con hacer que se renovasen los juegos que los gentiles llamaban olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra.

»Hacíase este espectáculo junto a la marina, en una espaciosa playa, a quien quitaban el sol infinita cantidad de ramos entretejidos, que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un suntuoso teatro, en el cual sentado el rey y la real familia, miraban los apacibles juegos. Llegóse un día destos, y Policarpo procuró aventajarse en magnificencia y grandeza en solemnizarle sobre todos cuantos hasta allí se habían hecho. Y cuando ya el teatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del reino, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querían dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatro corredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquierdos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra cosa el soltarse a la carrera sino soltar una cuerda que les servía de raya y de señal que, en soltándola, habían de volar a un término señalado, donde habían de dar fin a su carrera. Digo que en este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanqueaban los costados el ser recién despalmado,[345] y le facilitaban el romper del agua seis remos que de cada banda traía, impelidos de doce, al parecer, gallardos mancebos de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos. Venían vestidos de blanco todos, sino el que guiaba el timón, que venía de encarnado como marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallar en ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fue una misma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera, hasta saber qué gente era aquella y a lo que venía, puesto que[346] imaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probar su gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar al rey fue el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas desembarazadas y limpias mostraban ser de nieve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte de las del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, que formaban un compuesto admirable; luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista, y aun los corazones, de cuantos le miraron, y yo desde luego[347] le quedé aficionadísimo.

»Lo que dijo al rey: “Señor, estos mis compañeros y yo, habiendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallarnos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que dejamos en la isla Scinta,[348] que no está lejos de aquí y, como el viento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la nave, nos aprovechamos de esta barca y de los remos, y de la fuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos de ganar honra y, por la que debes hacer, como rey que eres, a los extranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nos concedas licencia para mostrar o nuestras fuerzas o nuestros ingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo”. “Por cierto —respondió Policarpo—, agraciado joven, que vos pedís lo que queréis con tanta gracia y cortesía que sería cosa injusta el negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes, dejadme a mí el cargo de premiároslo que, según vuestra gallarda presencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcanzar los primeros premios.”

»Dobló la rodilla el hermoso mancebo y inclinó la cabeza en señal de crianza[349] y agradecimiento, y en dos brincos se puso ante la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; sus doce compañeros se pusieron a un lado a ser espectadores de la carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda y arrojáronse al vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos, cuando con más de seis se les aventajó el recién venido y a los treinta ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, se los dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, admiración de todos los circunstantes, especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no solo los ojos de cuantos le miraban. Noté yo esto, porque tenía los míos atentos a mirar a Policarpa, objeto dulce de mis deseos y, de camino, miraba los movimientos de Sinforosa. Comenzó luego la envidia a apoderarse de los pechos de los que se habían de probar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había llevado el extranjero el precio de la carrera.

»Fue el segundo certamen el de la esgrima: tomó el ganancioso la espada negra,[350] con la cual, a seis que le salieron, cada uno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices,[351] les selló los ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo y de común consentimiento le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dio de sí muestra el mozo; descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra.

»Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla y, haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza que, pasando los límites de la marina, fue menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta monstruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos y no osaron probarse en la contienda.

»Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse. Uno que presumía de certero se adelantó y tomó la mano —creo yo—, pensando derribar la paloma antes que otro; tiró y clavó su flecha casi en el fin de la lanza, del cual golpe azorada la paloma se levantó en el aire; y luego otro, no menos presumido que el primero, tiró con tan gentil certería que rompió el hilo donde estaba asida la paloma que, suelta y libre del lazo que la detenía, entregó su libertad al viento y batió las alas con prisa. Pero él ya acostumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha y, como si mandara lo que había de hacer y ella tuviera entendimiento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire con un rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vuelo y la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y las alabanzas del extranjero, el cual en la carrera, en la esgrima, en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otras muchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas se llevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañeros de probarse en ellas.

»Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la noche y, cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asiento con los jueces que con él estaban para premiar al vencedor mancebo vio que, puesto de rodillas ante él, le dijo: “Nuestra nave quedó sola y desamparada, la noche cierra algo oscura, los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se deben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dilates hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad[352] pienso volver a servirte”. Abrazóle el rey, preguntóle su nombre y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza y la puso sobre la del gallardo mancebo, y con honesta gracia le dijo al ponérsela: “Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle, sino a ser servido”.

 

 

CAPÍTULO VEINTITRÉS

 

De lo que sucedió a la celosa Auristela cuando supo
que su hermano Periandro era el que había ganado
los premios del certamen

 

¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad, que te pegas al alma de tal manera que solo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero, ¿quién podrá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros y sutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspasan los pechos y ven lo más escondido de las almas? Esto se ha dicho porque, en oyendo pronunciar Auristela el nombre de Periandro, su hermano, y habiendo oído antes las alabanzas de Sinforosa y el favor que en ponerle la guirnalda le había hecho, rindió el sufrimiento a las sospechas y entregó la paciencia a los gemidos y, dando un gran suspiro y abrazándose con Transila, dijo:

—Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdido tu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No le ves en la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, coronado como valeroso, atento más a los favores de una doncella que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasos desta su hermana? ¿Ándase buscando palmas y trofeos por las tierras ajenas, y déjase entre los riscos y entre las peñas y entre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta su hermana, que por su consejo y por su gusto no hay peligro de muerte donde no se halle?

Estas razones escuchaba atentísimamente el capitán del navío y no sabía qué conclusión sacar de ellas. Solo paró en decir, pero no dijo nada, porque en un instante y en un momentáneo punto le arrebató la palabra de la boca un viento, que se levantó tan súbito y tan recio que le hizo poner en pie sin responder a Auristela, y dando voces a los marineros que amainasen las velas y las templasen[353] y asegurasen. Acudió toda la gente a la faena; comenzó la nave a volar en popa, con mar tendido y largo[354] por donde el viento quiso llevarla.

Recogióse Mauricio con los de su compañía a su estancia, por dejar hacer libremente su oficio a los marineros. Allí preguntó Transila a Auristela qué sobresalto era aquel que tal la había puesto, que a ella le había parecido haberle causado el haber oído nombrar el nombre de Periandro, y no sabía por qué las alabanzas y buenos sucesos de un hermano pudiesen dar pesadumbre.

—¡Ay amiga! —respondió Auristela—, de tal manera estoy obligada a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago, que hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soy forzada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás si el cielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de donde nacen, verás castos pensamientos acometidos pero no turbados, verás desdichas sin ser buscadas y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano?, pues sobre este tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves asimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos?, pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa y ella, al coronar las sienes de Periandro, no le miró? Sí, sin duda. ¿Y mi hermano, no es del valor y de la belleza que tú has visto?, ¿pues qué mucho que[355] haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?

—Advierte, señora —respondió Transila—, que todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula Bárbara y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrás hallado que ni él tiene amor a nadie ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un su hermano.

—Mira, hija Transila —dijo Mauricio—, que las condiciones de amor son tan diferentes como injustas y sus leyes tan muchas como variables; procura ser tan discreta que no apures los pensamientos ajenos ni quieras saber más de nadie de aquello que quisiere decirte; la curiosidad en los negocios propios se puede sutilizar y atildar pero en los ajenos, que no nos importa, ni por pensamiento.

Esto que oyó Auristela a Mauricio la hizo tener cuenta[356] con su discreción y con su lengua, porque la de Transila, poco necia, llevaba camino de hacerle sacar a plaza[357] toda su historia.

Amansó en tanto el viento, sin haber dado lugar a que los marineros temiesen ni los pasajeros se alborotasen. Volvió el capitán a verlos y a proseguir su historia, por haber quedado cuidadoso[358] del sobresalto que Auristela tomó oyendo el nombre de Periandro. Deseaba Auristela volver a la plática pasada y saber del capitán si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro se extendieron a más que coronarle, y así se lo preguntó modestamente y con recato de no dar a entender su pensamiento. Respondió el capitán que Sinforosa no tuvo lugar de hacer más merced, que así se han de llamar los favores de las damas, a Periandro, aunque, a pesar de la bondad de Sinforosa, a él le fatigaban ciertas imaginaciones que tenía de que no estaba muy libre de tener en la suya a Periandro, porque siempre que, después de partido, se hablaba de las gracias de Periandro, ella las subía y las levantaba sobre los cielos y, por haberle ella mandado que saliese en un navío a buscar a Periandro y le hiciese volver a ver a su padre, confirmaba más sus sospechas.

—¿Cómo? ¿Y es posible —dijo Auristela— que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina, hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca con doce compañeros desnudos,[359] como lo son todos los que gobiernan los remos.

—Calla, hija Auristela —dijo Mauricio—, que en ningunas otras acciones de la naturaleza se ven mayores milagros ni más continuos que en las del amor, que por ser tantos y tales los milagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, por extraordinarios que sean. El amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallardía y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman un compuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermosura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos la conocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, es más amada y estimada. Así que, no sería milagro que Sinforosa, por principal que sea, ame a tu hermano, porque no le amaría como a Periandro a secas, sino como a hermoso, como a valiente, como a diestro, como a ligero, como a sujeto donde todas las virtudes están recogidas y cifradas.

—¿Que Periandro es hermano desta señora? —dijo el capitán.

—Sí —respondió Transila—, por cuya ausencia ella vive en perpetua tristeza y todos nosotros, que la queremos bien, y a él le conocimos, en llanto y amargura.

Luego le contaron todo lo sucedido del naufragio de la nave de Arnaldo, la división del esquife y de la barca, con todo aquello que fue bastante para darle a entender lo sucedido hasta el punto en que estaban.

En el cual punto deja el autor el primer libro desta grande historia y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, pues apenas pueden caber en la más sutil y dilatada sus acontecimientos.

 

 

FIN DEL PRIMER LIBRO

DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA