4 La humildad de los gigantes y la lengua franca del tenis de mesa

EL NUEVO LOCAL ERA UN CLUB CON TODAS LAS letras, con cuota para los socios y cuatro mesas en sendas salas. Las normas allí eran más indulgentes: cada jugador podía jugar dos partidos, ganara o perdiera, y a continuación dejaba su lugar para que lo ocupara el siguiente de la cola. Se trataba de un sistema llamativamente antiiniciático, y debo decir que me sentó de maravilla. ¿Cómo va a mejorar un jugador si cada vez que pierde un partido lo envían al final de la cola? Al permitírsele jugar más, el jugador mediocre tiene la oportunidad de aprender algo más que la humildad, en la que por aquel entonces yo era ya un experto.

La primera vez que fui allí, la tarde estuvo animada. Asistí como espectador a un vertiginoso partido entre un ruso apasionado y un frío afroamericano, seguido por otro entre el ruso, que continuó jugando, y un egipcio al que volveremos a encontrar más adelante y que enseguida me pareció pagado de sí mismo, aunque su estilo era poco elegante. Luego vinieron un filipino y un hombre con un encantador acento sureño. Tom resultó ser de Alabama, el summum del caballero sureño. Cuando me llegó el turno de acceder a la mesa, me saludó cortésmente y me explicó con brevedad las normas del club. Me bastó el calentamiento previo para darme cuenta de que tenía más control que yo. La confirmación llegó con el partido: perdí 11-3 y 11-4 ante un hombre de sesenta y tantos años con un buen loop de derechas y de revés, y un golpe de aproximación decididamente agresivo. Al terminar comentó que había disfrutado, y parecía decirlo en serio. Nos estrechamos la mano y él se retiró a un lado. Gracias a la indulgente norma yo seguí jugando, aunque mi primer instinto fue abandonar la mesa tras mi derrota. Sabía que todos los presentes en aquella habitación pensaban lo mismo que yo: que no era muy bueno. Pero Tom me había soltado su mentira piadosa de una manera convincente.

Otro de los hombres que daban la bienvenida a los recién llegados era Joe, bajo, de constitución musculosa y en buena forma. Llevaba gafas de seguridad y me explicó por qué.

Doce años atrás y tras una serie de circunstancias desafortunadas, Joe había perdido la visión del ojo derecho. El ojo que le quedaba le era tan preciado que las gafas hacían que se sintiera más protegido ante las pelotas del rival. Abogado de profesión, siempre le había encantado el tenis de mesa. De hecho, en los años setenta había viajado a Suecia para «echar un vistazo al mundillo local del tenis de mesa» y comprar material, incluida una red Stiga que todavía conserva y que, increíblemente, sigue siendo utilizable. La pérdida repentina de la visión del ojo derecho lo había sumido en un estado de desesperación, aunque no durante mucho tiempo. Tiene un temperamento alegre, como descubrí más adelante, y se negó a rendirse. Se entrenó para ver y funcionar usando un solo ojo. Lo que más echaba de menos, sin embargo, era el tenis de mesa.

–Al final –me explicó mientras calentábamos–, fui a mi antiguo club a probar. No me importaba hacer el ridículo; no podía seguir viviendo sin el tenis de mesa.

–Y fue bien, ¿no? –asumí, a juzgar por sus golpes limpios.

–No, al principio no mucho. Desde entonces me he convertido en un experto en visión. Los procesos mentales que se ponen en marcha en una persona que ve con los dos ojos se llaman «estereopsis binocular», y permiten al cerebro percibir la profundidad adicional en forma de construcción mental. Si cierras un ojo, esta construcción en estéreo deja de funcionar. Mi percepción de la profundidad es una mierda. He tenido que entrenarme para imaginarla. He tenido que adaptar mi estilo y todavía no llego a algunas pelotas o las golpeo mal, cuando antes nunca las hubiera fallado, sobre todo las que me llegan por el lado ciego. –Cogió la bola del suelo y añadió–: Y aún hay más: con el ojo «bueno» veo doble y tengo puntos ciegos.

–Lo siento mucho.

–No pasa nada. Tú juega como jugarías normalmente; no cambies nada por mí –me pidió.

Sin embargo, decidí no forzar la máquina. Aunque no hacía ninguna falta: sus saques eran, de por sí solos, traicioneros y estaban tan por encima de mi nivel en ese momento que muchos los devolvía fuera o a la red. Y sus otros golpes eran igual de buenos. En resumen, me ganó de calle y desde entonces siempre que he jugado con él lo he dado todo. Joe tenía mucho que enseñar sobre el tenis de mesa, y todavía más sobre la vida.

¿Y qué decir del apasionado ruso, Alex, uno de los primeros jugadores a los que conocí allí? Con algo de sobrepeso, sudaba profusamente, maldecía en ruso y se regocijaba ruidosamente cuando su loop de derechas, rápido como el rayo, le hacía ganar un punto. De joven, en la Unión Soviética, había entrenado para ser boxeador y sabía que al dar un puñetazo se hace con todo el cuerpo, no sólo con el brazo; del mismo modo, en el tenis de mesa un loop recibe su fuerza del cuerpo entero y culmina con un giro seco de muñeca para obtener un impulso final añadido. Aunque apenas acababa de cumplir los cuarenta años, había tenido una vida azarosa.

A Alex lo habían enviado a Siberia a «trabajar como esclavo» durante los dos años de servicio militar obligatorio. Si colocar vías de ferrocarril sobre el suelo helado no fuera lo bastante malo, lo elegían constantemente por el hecho de ser no sólo moscovita sino también judío (en su pasaporte aparecía estampada la palabra «judío»). Que los soldados soviéticos te eligieran significaba, tal y como me contó un día, verse arrinconado y apaleado en grupo cuando no había oficiales cerca. Al regresar a Moscú decidió emigrar a Israel. No hablaba una palabra de hebreo, pero lo aprendió allí, además del inglés, mientras trabajaba y participaba en el servicio de reserva, un servicio militar en el que se convoca a los ciudadanos para el servicio activo como máximo un mes al año.

Licenciado en la Universidad Estatal Lomonósov de Moscú, acabó por venir a Estados Unidos para trabajar como genio de la informática. Dado su problemático pasado, la psicología conductista lo habría diagnosticado como candidato a una vida inadaptada, como un individuo con probabilidades de desarrollar estrés crónico, si no como un posible sociópata. Hasta ahí llega el determinismo simplista: si ése fuera el caso, la mayoría de la población mundial estaría formada por sociópatas inadaptados, puesto que la triste realidad es que en los países en vías de desarrollo muchos niños se crían en condiciones desfavorecidas, si no en la más absoluta miseria.

De hecho, la difícil vida de Alex no le ha endurecido el corazón. Siempre que juega con un miembro femenino del club, consciente de ser un hombre corpulento y fuerte, contiene su potencia y nunca matea, así que acaba perdiendo pero con una sonrisa en la cara. Tampoco suelta tacos en presencia de una mujer. Este benevolente oso ruso desprende un indescriptible aire de decencia y dignidad. Hace poco, al enterarse de que se acercaba para mí un aniversario de boda significativo, se presentó en el club con un regalo: una botella de un vodka especial.

Gilbert, el jugador filipino, a pesar de la desventaja de una cojera fruto de un accidente en el que resultó herido en una rodilla, tenía dos trabajos físicamente exigentes: repartir periódicos a primera hora de la mañana y después encargarse del mantenimiento de un gran complejo de apartamentos. A veces, mientras esperaba su turno para jugar sentado en una silla, daba una cabezada debido al agotamiento. A pesar de ello, no sólo se mostraba siempre amable, incluso con los recién llegados como yo que, sin duda, no ofrecían un nivel de juego muy estimulante, sino que además ayudaba a los menos hábiles a mejorar. Solía colocar un recogedor de pelotas en un extremo de la mesa y, de pie a un lado, servía una pelota tras otra al jugador al que entrenaba, a menudo un desconocido, hasta que perfeccionaba el golpe en el que estuvieran trabajando. Todo ello sin cobrar nada y con una actitud alegre, algo destacable en un hombre que apenas disponía de energía para permanecer despierto.

Un día apareció un señor mayor, bajo y con las orejas grandes. Había algo en su expresión casi beatífica que me impresionó. Hien también era un buen jugador. Mientras calentábamos, se disculpó por no estar en la mejor forma.

–Jugaba de joven, en Vietnam –me explicó–. Pero luego vino la guerra y me capturaron. Pasé ocho años en la cárcel.

–Es terrible –dije–. Lo siento mucho.

Me sentí estúpido; las palabras parecían inadecuadas.

–El primer año fue el mejor –continuó él–: ¡nada de torturas! –No se extendió; parecía que el tema no le interesaba–. Pero eso ya es agua pasada –añadió, y se concentró en sus golpes.

Hien jugaba con el entusiasmo y el regocijo de un niño. Una vez más me hallaba frente a un hombre que había superado obstáculos increíbles y que, milagrosamente, había conservado la cordura. Más aún: había algo en él que desprendía una calma que bordeaba la santidad.

Todos hemos oído hablar del trastorno por estrés postraumático o TEPT, popularizado a través de películas sobre la guerra de Vietnam, y el efecto que ésta tuvo en los veteranos que regresaban a casa. A mi manera limitada, yo había experimentado esa mezcla de ansiedad, insomnio, claustrofobia y temor tras un terrible accidente de coche en el cual murieron las personas que iban en el vehículo que chocó contra el mío, y que me confinó a una cama durante tres meses tras someterme a una operación. Necesité más operaciones y un largo período de tiempo para que mis huesos sanaran, pero mucho más para curar la mente.

Conocer a Joe, Alex, Gilbert y Hien me recordó esa oscura época posterior a mi accidente. Y sin embargo Joe, tras perder el ojo derecho y la agudeza visual en el izquierdo, no podía permitirse tener TEPT: tenía una mujer, tres hijos a los que pagar la universidad, y él era la principal fuente de ingresos de la familia. A pesar de su visión enormemente reducida, se las había apañado para seguir trabajando. Alex había tenido que dejar atrás la Unión Soviética, a su familia y la vida que conocía, y en Israel había aprendido él solo dos idiomas mientras se afanaba por encontrar empleo. Tampoco él podía permitirse tener TEPT. Gilbert había dejado en Filipinas una historia de privaciones en busca de un futuro mejor, y tenía una mujer y una hija pequeña a las que cuidar. Apenas le quedaba tiempo para dormir, así que mucho menos para preocuparse por el TEPT. Y Hein al final había conseguido llegar a Estados Unidos; todo lo que tenía era la ropa que llevaba.

¿Cómo me sentía yo, pues, junto a estos gigantes? Empequeñecido, y aún me siento así. Gane o pierda nuestros partidos, soy consciente de que es un honor disfrutar de su compañía. Pero ¿qué tenía el tenis de mesa? ¿Cómo era posible que un juego en apariencia tan etéreo y ligero atrajera almas tan fuertes, semejantes gigantes del espíritu humano?

Al final lo entendí: modestia, humildad. Aquellos cuatro gigantes habían sido humillados, ya fuera por la mala fortuna o por unos perseguidores sádicos. Pero milagrosamente habían sobrevivido a sus terribles experiencias sin perder ni un ápice de su decencia y de su dignidad. Ninguno aprobaría que escribiera sobre ellos en términos tan rimbombantes. De hecho, lo detestarían.

La palabra «humildad» proviene de «humus», la oscura materia orgánica que conforma la tierra. El término «humano» también proviene de «humus». Sólo los mejores entre los humanos conocen la humildad extrema. Golda Meir, la Dama de Hierro de la política israelí, dijo en una ocasión: «No seas tan humilde; no eres tan importante». Me da la sensación de que la gente que posee semejante grado de humildad es en realidad sobrehumana.

Tal como estaba descubriendo, el tenis de mesa es una disciplina que da lecciones de humildad. Pero los cuatro gigantes no tenían falso orgullo y eran pacientes con ellos mismos y con todos los que los rodeaban. Me siento tentado a decir que los cuatro, con independencia de su nacionalidad y pasado, parecían encarnar las tres joyas del Tao: compasión, moderación y humildad. Si el resultado deseado del taoísmo es encontrar el equilibrio con el universo o con su fuente, es decir, el Tao, entonces Joe, Alex, Gilbert y Hien se habían acercado más que nadie que yo conociera. Que fueran tan aficionados al tenis de mesa da fe de que se trata de un deporte profundo.

Tras convertirme en socio del club, comencé a estudiar los golpes de los mejores jugadores, llegados de todas partes del mundo. Algunos refugiados, otros excéntricos, en raras ocasiones deportistas; todos con historias interesantes que contar. Nunca olvidaré a un refugiado afgano que acababa de llegar a Estados Unidos; tras unos cuantos partidos dijo que tenía sed, así que lo acompañé a la fuente del vestíbulo y le enseñé cómo funcionaba. Después de beber tenía lágrimas en los ojos: nunca, en toda su vida, había podido dar el agua por descontada, y mucho menos aún el agua potable.

Desde entonces me he dado cuenta de que existe una tribu supranacional que incluye a unos cuatrocientos millones de personas y que responde al nombre de Colores Unidos del Tenis de Mesa. Si no fuera por el tenis de mesa, ¿cuántas veces te relacionarías, como he hecho yo, con alguien de Madagascar? ¿Y de Mongolia? ¿Y de Surinam? ¿O Kirguistán? Y ¿dónde está eso exactamente? Cuando conozco a un jugador por primera vez, la familiaridad que se establece constituye siempre una sorpresa. La barrera del lenguaje desaparece, pues todos hablamos la lengua franca del tenis de mesa. De hecho, cuando con el tiempo comencé a frecuentar clubes de todo el país, caí en la cuenta de que en este deporte desaparecen todas las barreras: las de clase, color, raza, credo y cualquier otra. El planeta del tenis de mesa parece ser un mundo paralelo, con más claridad, justo y amable que aquel en el que vivimos habitualmente.