iv
Así está, pues, hoy por hoy, el estado de la cuestión en lo que respecta al dinero en la literatura. Ahora podré identificar fácilmente nuestro espíritu literario y compararlo con el espíritu de siglos anteriores.
En primer lugar, ya no existen los salones. Claro que hay mujeres ambiciosas, las marisabidillas ansiosas de nuestra democracia, que presumen de recibir a los escritores. Pero sus salones son como una encrucijada por la que los invitados desfilan a galope tendido en medio de un pandemonio de ambición extraordinario. No tienen nada que ver con la reunión de talentos afines que organizaban las mujeres en el pasado; ni nada que ver con el amor desinteresado por la literatura, charlando como quien hace música de cámara; se trata de las inclemencias del poder, una voracidad de intereses que se abalanzan a casas de damas supuestamente poderosas, por el motivo que sea. Allí encontramos la política, chillona y voraz, donde la literatura queda reducida al papel de ovejita lucera, la oveja del ideal, bien perfumada y con sus lacitos azules. Siempre es el mismo empalago: mientras la bestia humana se abandona a los placeres y el reparto de los bienes de este mundo, en literatura se juega a las comiditas. De ahí que estos salones, auténticos centros de agitación política, arremetan violenta e inevitablemente contra el movimiento literario del momento, al tiempo que pretenden capitanear ideas revolucionarias y progresistas; allí se leen poemitas, se dejan arrobar por la sola mención de Roma o Atenas, se afecta nostalgia por la Antigüedad, se entretienen con toda clase de admiraciones de maestra de pueblo que ha leído los clásicos (como otros han aprendido a tocar el piano); y, por supuesto, se niega la literatura viva del momento; aunque les gustaría arremeter contra ella, no se atreven. Y no siendo más que cosas de mujeres, tampoco es que les importe demasiado.
Esta desaparición de los salones literarios es un hecho grave que revela la divulgación del gusto y la existencia de un público cada vez más numeroso. Desde el momento en que la opinión ya no la crean unos cuantos grupos de elegidos, cenáculos adoradores de sus dioses particulares, entonces es la masa de los lectores la que juzga y decide del éxito literario. Existe incluso una relación evidente entre el número cada vez mayor de lectores y la desaparición de los salones, que se han ido a pique precisamente porque ya no podían controlar a los lectores, demasiado numerosos y díscolos. Por otra parte, las reuniones literarias que todavía se celebran –espacios marginales del mundo académico sobre todo– se ven desbordadas e impotentes, abrumadas por la marea creciente de libros y obligadas a refugiarse en un pasado muerto para siempre. Esta era la agonía del viejo mundo literario a la que asistía Sainte-Beuve.
Añádase a esto que también la Academia ha dejado de existir como poder influyente en el mundo literario según yo lo entiendo. Siguen produciéndose violentas peleas por los sillones, lo mismo que hay peleas por los reconocimientos, por esa vanidad que nos posee. Pero la Academia ya no dicta la ley e incluso ha perdido su autoridad sobre la lengua. El público ya no concede importancia a los premios literarios que esta otorga, y que suele recibir gente mediocre; no tienen ningún sentido, ni ponen de relieve ni alientan movimiento alguno. La insurrección romántica se produjo a pesar de la Academia, que al final tuvo que aceptarla, y hoy está ocurriendo lo mismo con la evolución naturalista, de manera que la Academia supone un obstáculo en el camino de nuestra literatura que cada generación debe apartar a patadas; tras lo cual la Academia se resigna. No solo no ayuda a nada, sino que estorba, y es lo bastante vanidosa y débil como para recibir con los brazos abiertos a quienes quiso aniquilar en un primer momento. Es imposible que una institución semejante pueda contar en los movimientos literarios de un pueblo; carece de sentido, de acción o efecto alguno. El único papel que algunas personas todavía le reconocen es el de guardiana de la lengua; y aun este papel se le escapa de las manos: el diccionario Littré, erudito y completo, se consulta hoy más que el diccionario de la Academia; por no mencionar que, desde 1830, escritores insignes lo han modificado por completo y de manera peculiar en un afán de independencia extraordinario, creando palabras y expresiones, exhumando términos desechados, adoptando neologismos al uso, enriqueciendo la lengua con cada nueva obra, de manera que el diccionario de la Academia tiende a convertirse en un curioso monumento arqueológico. Su papel en nuestra literatura –insisto– es radicalmente nulo; pura vanidad.
Así pues, el gran movimiento social del siglo xviii ha encontrado en el nuestro su contrapartida literaria. Se han dado al escritor nuevos medios de subsistencia; con la desaparición de la idea de jerarquía, la inteligencia se ha convertido en una forma de nobleza y el trabajo en una forma de dignidad. Al mismo tiempo, como consecuencia lógica, desaparece la influencia de los salones y de la Academia, la democracia hace su aparición en el mundo de las letras, es decir, las camarillas literarias se dejan aplastar por el gran público, la obra nace de la masa y para la masa. Por fin la ciencia penetra en la literatura, la investigación científica llega hasta las obras de los poetas, y esto es lo que caracteriza sobre todo la evolución actual, esa evolución naturalista que nos arrastra.
Pues bien, yo digo que hay que afrontar esta situación con resolución y aceptarla con valentía. Nos lamentamos de que el mundo de las letras esté en decadencia; no es verdad: se está transformando. Espero haberlo demostrado. Y si quieren que les diga lo que hoy nos da dignidad y respeto, lo diré: es el dinero. Sería una estupidez despotricar contra el dinero, que es una fuerza social considerable. Solo los más jóvenes deberían repetir los tópicos sobre el envilecimiento de la literatura al servicio del vellocino de oro; no tienen ni idea, no pueden entender la justicia y la honestidad del dinero. Que se compare por un momento la situación de un escritor durante el reinado de Luis XIV con la de un escritor actual. ¿Cuándo se afirma de manera más plena la personalidad? ¿Dónde está la verdadera dignidad? ¿Dónde hay más trabajo, se vive mejor y es más respetado? Por supuesto, en el caso del escritor actual. Y esta dignidad, este respeto, este crecimiento, esta afirmación de la persona y de su pensamiento, ¿a qué se deben? Al dinero, sin lugar a dudas. Es el dinero, el dinero ganado legítimamente por medio de sus libros, el que ha liberado al escritor de cualquier tipo de protección humillante, el que ha hecho del antiguo malabarista de corte, del antiguo bufón de antecámara un ciudadano libre, un hombre hecho a sí mismo. Con el dinero, se ha atrevido a decirlo todo, ha llevado su análisis hasta el rey, hasta Dios, sin temer por su pan. El dinero ha emancipado al escritor, ha creado la literatura moderna.
Por último, me fastidia leer en los periódicos de jóvenes poetas que el escritor no debe aspirar más que a la gloria. Sí, claro, de acuerdo, suena pueril decirlo. Pero también hay que vivir. Si no se nace con dinero, ¿qué hacer? ¿Acaso echamos de menos los tiempos en que se apaleaba a Voltaire, en que Racine moría por culpa de una rabieta de Luis XIV, en que la literatura entera se encontraba al servicio de una nobleza embrutecida y estúpida? ¿Cómo? ¿Llevan ustedes la ingratitud hasta el extremo de no comprender esta época nuestra de esplendor y gloria acusándola de mercantilismo, cuando en realidad garantiza el derecho a trabajar y a vivir? Si no pueden ustedes vivir de sus versos, de sus primeros ensayos, dedíquense a otra cosa, ingresen en la Administración, esperen a que el público acuda a ustedes. El Estado no les debe nada. Soñar con una literatura subvencionada es una deshonra. Luchen, coman pan duro, piquen piedra de día y escriban obras maestras por la noche. Piensen que, si tienen talento, fuerza, acabarán por lograr fama y riqueza. Así es la vida, así es la época que nos ha tocado vivir. ¿Por qué volverse puerilmente contra ella si no hay duda de que seguirá siendo una época grandiosa entre las más grandes?
Entiendo perfectamente lo que podría decirse si tratásemos el asunto desde determinados puntos de vista incómodos. El mercantilismo debería nacer del nuevo apetito de lectura, de la multiplicación de los periódicos. ¿Pero cómo podría eso molestar a un escritor de verdad? ¿¡Qué más da si ganan menos, mientras tengan qué comer!? Dense cuenta, además, de que si un Ponson du Terrail amasa una fortuna, es porque trabaja muchísimo, bastante más que los juntaversos que se dedican a insultarlo. Sin duda, desde el punto de vista literario el mérito es nulo; pero la tarea enorme que realiza el folletinista justifica la ganancia, que también repercute en los periódicos. Nosotros no tratamos directamente con el público; entre él y nosotros hay especuladores, editores o directores teatrales, un pueblo entero que vive de nuestras obras, que gana millones a costa de nuestro trabajo; ¿¡Y no pensamos participar de ello, vamos a renegar del dinero so pretexto de que es indigno!? Esto no son más que ideas malsanas, arengas vacías y culpables contra las cuales es hora de reaccionar. Quienes así hablan son los principiantes paupérrimos que sufren porque todavía no pueden vivir de lo que escriben, o los escritores que nunca se han visto necesitados y tratan a la literatura como a una amante a la que siempre han pagado cenas galantes.
Lo que yo puedo decir al respecto es que el dinero ha hecho florecer obras de enorme belleza. Imaginen, en estos tiempos democráticos, a un joven que aterriza en las calles de París sin un real. Se los mostré hace un momento: ese joven vive mal que bien del periodismo y logra, gracias al esfuerzo de su voluntad, escribir libros fuera de su trabajo diario. Diez años de su existencia transcurren en medio de esta terrible lucha. Después llega el éxito; no solo ha conquistado la gloria, sino que ha hecho fortuna; tras salvar a los suyos de la miseria, tras pagar alguna vez las deudas de su familia, ya está a cubierto. Por fin es libre y podrá decir en voz muy alta lo que piensa. ¿No es maravilloso? El dinero tiene su grandeza en este caso.
La cuestión está mal planteada desde el principio. Hay que partir del hecho de que todo trabajo merece un salario. Por supuesto, el verdadero escritor no se sienta a escribir cada mañana con la idea en la cabeza de ganar enormes sumas de dinero; pero, una vez el libro terminado, es el editor quien hace dinero con esta mercancía que se le cede, y no hay nada más natural que el que el escritor reciba los derechos fijados en su contrato. No se entiende pues la indignación provocada por el dinero. El negocio va por un lado, y la literatura por otro.
En toda gran evolución hay que calibrar los daños. Los especuladores aparecen inevitablemente. He hablado de los folletinistas que llenan las aceras. En mi opinión, ganan dinero legítimamente por medio de su trabajo, y en algunos casos gracias a su enorme talento; pero lo que está aquí en juego no es la literatura, y con esto debería quedar zanjada la cuestión. Los escritores noveles se equivocan al indignarse contra los folletinistas, que en realidad no obstaculizan ninguna vía literaria; se han hecho con un público propio que solo lee folletines, se dirigen a estos nuevos lectores, iletrados, incapaces de apreciar una buena obra; así que más bien habría que agradecerles que desbrocen así el terreno inculto, como los periódicos a un penique que penetran en el rural profundo. Observen si no el orden político, no hay movimiento libre de excesos; en una sociedad, cada paso está marcado por luchas y cataclismos. Asimismo, era obligada que la emancipación del escritor, el triunfo de la inteligencia llamada a hacer fortuna, trajera consigo consecuencias fatales. Es el lado negativo de las cosas. Hay hombres que trafican vergonzosamente con su pluma, una ola de estupidez anega los vestíbulos de los periódicos, nos vemos inundados por libros absurdos. ¡Qué importa! Es la parte de basura humana que aparece siempre en los momentos de crisis social. Hay que ver únicamente el progreso que se logra en las alturas, el esfuerzo de los grandes talentos que logran extraer belleza de nuestras batallas contemporáneas, la vida en su verdad y su plenitud.
Una consecuencia más grave, y que siempre me ha inquietado, es el esfuerzo constante al que se ve abocado el escritor actual. Pasaron los tiempos en que un solo soneto leído en un salón bastaba para que un escritor se labrase una reputación y acabase en la Academia. Las obras de Boileau, de La Bruyère, de La Fontaine caben en uno o dos volúmenes. Hoy nos vemos obligados a producir sin parar. Es el trabajo del obrero obligado a ganarse el pan, que no puede retirarse hasta haber hecho fortuna. Además, si el escritor deja de escribir el público se olvida de él, por lo que se ve obligado a acumular volumen tras volumen, lo mismo que un ebanista, por ejemplo, hace mueble tras mueble. Fíjense si no en Balzac, es algo terrible. Y de inmediato se plantea una cuestión: ¿cómo tratará la posteridad una obra tan enorme como La comedia humana? Parece poco probable que vaya a perdurar en su totalidad, pero entonces, ¿qué quedará? Si se fijan, las obras que el pasado nos ha legado son relativamente breves. La memoria del hombre vacila ante los bagages grandes. Solo retiene, además, los libros que ya se han convertido en clásicos, y por ahí entiendo aquellos que nos han impuesto desde la infancia, cuando la inteligencia todavía no era capaz de defenderse.
Siempre me ha preocupado también nuestra febril producción. Si es verdad aquello de que cada escritor solo tiene un libro dentro, parece una tarea arriesgada esa de repetir ese mismo libro hasta la saciedad acuciados por la necesidad. Esa es, en mi opinión, la única consecuencia inquietante en el estado de cosas actual. Sin embargo, no es conveniente juzgar el futuro a partir del pasado. Balzac pervivirá en condiciones distintas a Boileau.
Y así llego a la corriente científica que penetra cada vez más en nuestra literatura. La cuestión del dinero no es más que una consecuencia de la transformación que el espíritu literario ha experimentado en nuestros días; porque la causa primera de esta transformación viene de la aplicación de métodos científicos a las letras, herramientas que el escritor ha tomado prestadas del sabio para retomar con él el análisis de la naturaleza y del hombre. La batalla actual se libra en este terreno: por un lado, los retóricos, los gramáticos, los escritores puros que aspiran a continuar la tradición; por otro, los anatomistas, los analistas, los adeptos a las ciencias de la observación y de la experimentación que quieren volver a dar cuenta de los mecanismos naturales del mundo y la humanidad aproximando lo más posible sus obras a la verdad. Con sus triunfos a principios de siglo, han sentado las bases del nuevo espíritu literario. No se trata de una escuela –lo he repetido cien veces–, sino de una evolución social cuyas fases son fáciles de precisar. Enseguida se ve el abismo que separa a Balzac de cualquier escritor del siglo xvii. Supongamos que Racine hubiera leído en otro tiempo Fedra, su tragedia más ambiciosa, en un salón; las damas escuchan, los académicos aprueban con la cabeza, los asistentes disfrutan con la pomposidad de los versos, la corrección de diatribas, el decoro de los sentimientos y del lenguaje; la obra es una hermosa composición de lógica y de retórica, elaborada a partir de seres abstractos y metafísicos por un escritor que se pliega a las opiniones filosóficas de su tiempo. Tomen ahora La prima Bette e intenten leerla en un salón o en la Academia; esta lectura parecerá inconveniente, las mujeres quedarán escandalizadas; y esto se deberá únicamente a que Balzac ha escrito una obra de observación y de experimentación sobre seres vivos, no tanto como lógico o como retórico, sino como analista que trabaja en la investigación científica de su tiempo. De ahí el abismo que los separa. Cuando Sainte-Beuve gritaba desesperado «Ay, fisiólogos, ¡imposible perderlos de vista!», señalaba el fin del antiguo espíritu literario, pues era consciente de que el reinado de los escritores de antaño tocaba a su fin.
He aquí la situación. En resumidas cuentas: vivimos en una época grande y sería pueril lamentarse por el siglo que está por venir. Al avanzar, lo único que la humanidad deja tras de sí son ruinas; ¿por qué estar siempre volviendo la vista atrás para llorar por la tierra que se abandona, una tierra exhausta y sembrada de ruinas? Sin duda, los siglos del pasado poseen su grandeza literaria, pero pretender permanecer inmóvil en esta grandeza so pretexto de que no existirá otra igual es absurdo. La literatura solo es el producto de una sociedad. Hoy, nuestra sociedad democrática empieza a tener una expresión literaria propia, magnífica y plena. Hay que aceptarla sin lamentaciones ni infantilismos, hay que reconocer el poder, la justicia y la dignidad del dinero, hay que dejarse llevar por este espíritu nuevo, que amplía el ámbito de la literatura por medio de la ciencia, que, por encima de la gramática y de la retórica, por encima de las filosofías y las religiones, trata de alcanzar la belleza de lo verdadero.