I

Macarena partió a la casona un día de enero en la citroneta de Ernesto, su padre. Llevaba sobre las piernas un bolso de tela con ropa ligera y en el pecho una pena profunda que le había quitado el hambre por meses. “Está muy delgada, Maquita, tiene que comer”, le insistía su padre, aunque en realidad se lo decía a sí mismo porque era él quien parecía un ánima desde mucho antes del funeral.

–Ese fundo es un lugar muy lindo –dijo Ernesto y Macarena tuvo la impresión de que hablaba solo–. Qué bueno que te invitó la Pilar. Son buena gente, aunque a veces… –apretó la boca como buscando las palabras–. Bueno, lo importante es que tendrás vacaciones.

“No creo”, pensó Macarena. Guardó silencio y dejó ir la vista hacia los cerros que encajonaban el camino. Sin necesidad de mirarlo supo que su papá conducía el auto con ambas manos agarradas al manubrio y los antebrazos rígidos, en paralelo, como si temiera que un imprevisto lo fuera a desviar del rumbo, una vez más. Habían sido muchos, pensó, demasiados los hechos para lamentar y temer en tan corto tiempo. Afuera el paisaje se volvía cada vez más despoblado. Por la berma avanzaba un hombre a caballo seguido de un perro y, más allá del camino, se extendía un descampado salpicado de arbustos. Hubiera preferido que la invitación fuese a un lugar más animado, por lo menos bullicioso, para ahogar los ecos del duelo que aún resonaban en su mente: “Qué desgracia más grande…”. “Pobre Inés…”. “Pasarle esto con los niños chicos”.

“Y tan linda que era”. Esa fue la frase del día. No hubo invitado que no la dijera durante el funeral. Bastaba que se acercasen al cajón abierto para que surgiera espontánea en vez de los sollozos o el silencio del cara a cara con el muerto. “Y esta niña es idéntica a la Inés”, agregaba alguien al instante, mientras ella escondía los ojos para eludir la carga de lástima que igual recibía por la voz, un beso de condolencia, un toquecito en el hombro. Sí, era muy bonita, igual a su madre. Le gustaba oírlo y saberlo, pero no tenía claro de qué podía servir la belleza. La opresión en el pecho se ensanchó, empezó a ahogarla. Macarena corrió el pestillo de la ventanilla del copiloto y la levantó con el antebrazo. Ahora se sucedían unos cultivos a ras de tierra separados por zarzamoras, sin gente. ¿De qué le había servido ser bonita a su mamá? El cáncer no tenía en cuenta los aspectos estéticos. Tampoco la suerte. Si algo le había quedado claro a Macarena después de los desastres de los últimos años era que su familia no tenía suerte. En nada. Se removió en el asiento.

–Voy a conseguirle una piscinita plástica a tus hermanos chicos. Para ti también, claro.

Macarena se giró hacía su papá. Conducía como si avanzara por la orilla de un precipicio aunque, en realidad, iban por una avenida ancha y despejada a baja velocidad.

–¿Una de esas Pelopincho? –preguntó–. Ya no soy una cabra chica, no voy a meterme ahí.

En el acto lamentó la brusquedad en la respuesta, su papá no la merecía. Si alguien había sufrido en esos meses era él.

–Seguro que los niños la van aprovechar –añadió, a modo de disculpa.

Imaginó la piscina inflable en el antejardín y a los vecinos espiándola desde la casa inmediata a la suya: la Pareada, así se llamaba. Eso era lo peor del barrio donde tuvieron que mudarse por enésima vez: la privacidad era tan escasa como los árboles. Llevó una mano a la boca del estómago, justo ahí donde dolía. ¿Por qué a ella tuvo que pasarle todo eso? Una pérdida tras otra, la familia en constante decadencia –“cuesta abajo en la rodada”, alguien había dicho por ahí– y finalmente, la enfermedad que mató a su madre. No había soberbia en tal reflexión; solo la sorpresa monumental de una niña de catorce años que hasta hacía poco se creía invulnerable.

Se acabó el pavimento y comenzaron a transitar por un camino de tierra cubierto de gravilla suelta. La polvareda que desprendía la citroneta difuminaba el paisaje. Macarena miró sobre el polvo, hacia la cordillera, y descubrió una capa de nubes. La posibilidad de días grises le resultó tranquilizante, mucho más que el sol en pleno vibrando sobre los cerros verdes.

–Si te aburres, me llamas. O si tienes cualquier problema. Ya te dije, son buenas personas, pero tienen sus cosas. ¿Te conté alguna vez que la Pilar estuvo de novia con tu tío Alonso?

–Sí, ya sabía.

Macarena forzó una sonrisa y puso su palma sobre la mano de Ernesto en el volante:

–Estaré bien, no te preocupes. Me gustan las casas de campo, si son grandes y viejas, mejor.

El auto atravesó un portón abierto en el cual remataban dos murallones de adobe pintados de cal. Al fondo, Macarena vio la fachada blanca de la casona, un gran corredor a lo ancho del frontis y el techo de teja sostenido sobre vigas de madera. La figura alta y erguida de Pilar los esperaba en el rellano de la escalera que conectaba la casa con el jardín.

La radio informaba de un nuevo bando de la Junta militar. Nada que pudiese interesarle a ella o a su padre.