Pilar amaba el campo que fue de su padre y de su abuelo y, antes, de otros Renatos que no conoció. Era ahí donde se reencontraba a lo largo del verano con el recuerdo de sus muertos y el peso de la familia, con las cosas y los lugares que extrañaba durante el año, con los inquilinos y su trato deferente. En fin, con lo mejor de su infancia. Se ponía contenta con solo preparar la partida desde su casa en Santiago: el fundo la estaba esperando. Al llegar a la casona, una alegría quieta se asentaba en su ánimo. Iba de salón en salón abriendo los postigos para que el aire y la luz con sus puntos dorados de polvo despertaran los rincones siempre sombríos desde el fin del verano anterior. Jamás delegó esa tarea. Ese lugar era su refugio así como ella era su alma.
Nadie tenía el derecho de perturbar la paz que hallaba en su propio terreno o estropear de alguna manera las vacaciones de su familia. Menos la hija de Inés. Esa fue la conclusión de Pilar después de reflexionar detenidamente sobre el cotilleo de las empleadas.
Al día siguiente dejó su pieza y fue hacia la salita del teléfono, a un costado del recibidor. Sin tener muy claras las razones, había decidido acortar la visita de Macarena. Era evidente que esa niña podía provocarle un mal rato a Teresa con su sola presencia, aparte de los que ya le había causado a ella misma. ¿Y para qué? Nada ni nadie podía aliviarle el dolor de perder a la madre. E Inés había sido una buena madre. ¿Y si llegaba Renato? En su afán caritativo no había pensado en él. Tal cual había dicho Jovita: si Renato aparecía por el campo, Macarena se convertía en un peligro.
Tomó asiento junto a la mesa del teléfono y comenzó a hojear la libreta de direcciones hasta que halló el número de Ernesto. “Mira, la Maquita está bien, pero tengo la impresión de que te echa de menos, quizá es demasiado pronto para sacarla de su casa”. Algo se le ocurriría en el momento. Discó el número y esperó. No hubo respuesta. Ernesto no estaba en casa y no había oficina ni otro lugar en donde ubicarlo. Pobre hombre, tanta desgracia junta y ahora viudo y cesante. ¿En cuántos negocios se había metido para salir quebrado? Un fracaso tras otro, no había caso, nunca logró darle el palo al gato. Ay, Inés, podrías haber elegido al mejor, a cualquiera de los tantos que cayeron enamorados y te hubiesen dado la vida de princesa que todos imaginábamos para ti, porque tú eras nuestra princesa… Pero elegiste tan mal.
Volvió a discar, esta vez cuidando de no equivocarse. La rueda de aparato tintineó varias veces y luego, la llamada se extendió por casi dos minutos. Cortó, insistiría después.
Se acomodó en el asiento y apoyó la cabeza en el puño. Sí, la tranquilidad de su familia estaba primero. Cada quien vela por lo suyo. Además, ya había cumplido con el pedido de Ernesto de invitar a Macarena al campo. ¿Cómo decirle que no a un viudo reciente y para colmo arruinado? ¿Cuántos días ya que estaba esa niña en la casona? Más de una semana, tiempo suficiente. Suspiró hondo. Por mucho que quisiera ayudar a Ernesto, incluso a Macarena, nada iba a cambiar sustancialmente en sus vidas.
El ladrido de los perros sacó a Pilar de sus reflexiones. Con un mal presentimiento, dejó la salita y se detuvo en la galería, frente el camino de acceso.