Aquel sábado en la mañana las niñas tomaban desayuno en el comedor mientras organizaban la reunión de la tarde con sus nuevos amigos. El ruido de una moto las dejó en silencio.
–¡Renato! –gritó Teresa.
De inmediato salió corriendo hacia la entrada principal.
Macarena la siguió. Sabía perfectamente quien era Renato. La última vez que lo vio fue en un cumpleaños de Teresa antes de que las familias dejaran de visitarse, cuando ella aún no cumplía los once años. Entonces su padre acababa de cerrar el local de muebles y se habían mudado a un barrio cerca del centro. Ya había empezado la espiral de fracasos. Su madre que nunca antes trabajó buscaba un puesto de secretaria o telefonista.
Afuera se apagaba el sonido de la moto. Teresa y su hermano Titín rodearon al primo. Se veían felices de recibirlo en la casona; hasta los perros corrían con los ojos brillantes haciéndole fiesta. Macarena apoyó las manos sobre la baranda en lo alto de la escalera y se quedó observando con cierta languidez, ajena al alboroto de la llegada. Pilar bajó los escalones para sumarse al grupo de bienvenida. Poco después, otra moto cruzó el portón, avanzó por la alameda y frenó justo frente a Renato. Era su invitado. Ambos vestían casacas de cuero, pantalones patas de elefante y botines tiznados de polvo. Renato se sacó el casco y se sacudió el pelo. Como si despertara de pronto, Macarena se enderezó y fijó su atención en él. Era de altura media, delgado y tenía la nariz recta de los Ossa, tal cual lo recordaba.
–Traje a Juanjo, ¿se acuerdan de él?
–¡Juan José Concha!, por supuesto. Qué gusto verte, estás en tu casa –dijo Pilar.
Renato se bajó de la moto y saludó con abrazos.
Desde la galería, Macarena y María Paz se enteraron de que los dos jóvenes habían sido compañeros de curso en un colegio de curas. “Estos sí que sí”, le murmuró María Paz al oído. Ninguna se perdía detalle de la escena. Juanjo le mostraba la moto a Titín y Renato comenzaba a desatar un bolso que traía en la parrilla. Se movía con la seguridad de quien pisa sobre terreno firme porque sabe que tiene el futuro asegurado. Sin duda lo tenía, pensó Macarena. Le dio la impresión de ser arrogante. Sin embargo, le gustó. Le había gustado con solo verle la cara cuando se sacó el casco y eso nunca antes le había ocurrido. Alargó el cuerpo por encima de la baranda y siguió observando con la curiosidad viva.
El grupo se encaminó a la casa y Macarena se adelantó. Desde el rellano lo vio subir las escaleras hacia ella. Cuando levantó la cabeza y la miró, pudo reconocer en Renato la misma reacción de sorpresa que surgía en quienes la conocían por primera vez. Nada nuevo ni especialmente halagador: había crecido bajo la mirada sorprendida de su familia y la adulación del resto. Renato permaneció por un instante detenido frente a ella. Un mechón de pelo castaño le caía sobre la cara desde la partidura hasta el ángulo opuesto en la mandíbula.
–La Maca. Cuando éramos chicas venía a mis cumpleaños –escuchó decir a Teresa.
–Sí, seguro que ya nos hemos visto –respondió Renato, sin dejar de mirarla.
Tenía los ojos de un tono de café claro parecido al color de la miel.
–De mí si te acuerdas, ¿o no? –Maripá lo saludó con un beso.
–¡Qué grande estás, María Paz!
–Ya, ya, ya, entremos –intervino Pilar–. Ustedes tienen que lavarse.
Al acomodar su bolso en el hombro Renato pasó a llevar un cenicero que cayó a los pies de Macarena. Ella sonrió divertida; él se agachó a recogerlo.
–¡Deja eso ahí! –ordenó Pilar y obligó a Renato a avanzar por la galería.