Las niñas pasaron la tarde preparándose para la cita con los Valdés y sus amigos. María Paz se alisó el pelo con una toca y Macarena se puso rulos en la chasquilla y en los mechones largos de los costados. Teresa se pintó las uñas todas las veces que fue necesario hasta que le quedaron perfectas.
A las ocho dejaron la pieza y fueron hasta el gran salón de la casa. Pancho entraba dos braseros y Zunilda ubicaba sobre el arrimo principal una jarra de ponche suave de jugo de naranjas y vino caliente, varios vasos y “algunas cositas para picar”, según dijo.
Los Valdés con sus invitados no demoraron. Teresa fue a recibirlos mientras Maripá enchufaba el tocadiscos. Macarena permaneció sentada en un sillón rojo de respaldo alto y patas curvas de madera. Esperaba a Renato con la vista fija en el ventanal. Afuera, el cielo se había cargado de nubes oscuras que anunciaban una tormenta de verano. Ráfagas de viento mecían las ramas de buganvilla que colgaban sobre el corredor, los perros buscaban refugio cerca del salón iluminado. Macarena estiró las manos hacia el brasero a sus pies, sobre la alfombra persa que en su momento debió ser un gran lujo.
–¡Años que no tomo un navegado! –escuchó decir sobre su hombro.
Juanjo y Renato habían entrado por una puerta lateral, Macarena se giró hacia ellos. Parecían hermanos: ambos tenían el mismo porte, el pelo claro y usaban la melena hasta más abajo de la nuca. Se acercaron a la ponchera y llenaron los vasos. Ninguno de los dos le devolvió la mirada.
Teresa hizo las presentaciones. Maripá puso un disco de Camilo Sesto y luego, sin parar de hablar, se unió al grupo de recién llegados que seguía de pie.
–¿Jugamos un cachito? –propuso Renato.
Los hombres se tomaron la mesa cuadrada del rincón de juego y las cuatro mujeres se acomodaron en la alfombra alrededor del brasero. Afuera se desató una tormenta. La sensación de que esa noche podría ocurrir algo inesperado cargó el ambiente, Macarena lo sentía en la piel. Era el cosquilleo expectante de lo desconocido.
–El más bonito es mi primo. Es igual, igual a Ryan O´Neal. Ossa, claro –sentenció Teresa con una voz apenas audible.
–Juanjo y Pedro Pablo también son lindos. Pero yo soy muy chica para ellos –reflexionó Soledad en otro murmullo.
–¿Chica de porte o de edad? –ironizó Teresa.
–¡Por supuesto que de porte! –A María Paz le cargaban las obviedades–. ¿Y a ti, Maca? Todavía no has dicho quién te gusta.
–Todos son súper simpáticos.
–No te estoy preguntando si son simpáticos –reclamó María Paz, tragándose las palabras para que no la oyeran desde la mesa.
–¡Cómo quieres que sepa si recién los estoy conociendo!
–Yo no tengo problema en decir –continuó Maripá–: Juanjo, Pedro Pablo y Renato son lindos. El Vicho es gordo y el Kike, muy bajo.
–Siempre decías que te gustaba mi primo –aclaró Teresa y todas quedaron pendientes de la respuesta.
–Sí, es súper encachado… Pero a Renato lo conozco ene, ya es como un primo mío. ¿Entendí?
Renato, sentado al frente del grupo de niñas, batió los dados y los volcó sobre el tapete. Era su turno. El tocadiscos había dejado de sonar.
–A mí no me tinca ninguno –aseguró Teresa.
–El Kike te echó el ojo –le contó Soledad.
–Uf. Dile a tu hermano que cero onda, plis, cero onda.
–¿Y el Vicho?
–¡Tiene espinillas!
Macarena aprovechó que nadie se fijaba en ella para buscar a Renato. Estaba concentrado en los dados de su cacho que cubría con una de sus manos en diagonal sobre la mesa. Le pareció más varonil que al momento de la llegada en las primeras horas de ese día. Sintió ganas de estar junto a él y de tocarlo. Un relámpago estalló en el horizonte y se reflejó en las ventanas. La expectación creció en el ambiente; un escalofrío remeció a Macarena. En ese instante, Renato levantó la vista y la atravesó con sus pupilas. Ella cambió la dirección de sus ojos. Supo que si volvía a mirar se encontraría con él. Tuvo el impulso de sostenerle la mirada, pero un mandato ancestral de su femineidad la obligó a hacer lo contrario.
Macarena se apartó de las niñas y fue hacia el ventanal. La lluvia caía en goterones continuos por los aleros de teja. El perro Negro, tendido en el corredor, la vio a través del vidrio, se acercó a la ventana y le movió la cola. Pedro Pablo había dejado la mesa de juego y se acercaba a ella con dos vasos de ponche en los que flotaban rebanadas de naranja. Le pasó uno de los vasos y la invitó a sentarse en el sofá.
Poco después, se sumaron Kike y Vicho, el gordito de las espinillas. Sin embargo, el único a quien ella quería cerca parecía evitarla.