XIV

Pilar tuvo una pésima noche. Perdía el control de las niñas, de las empleadas, incluso el de sus pensamientos. Se levantó de la cama y comenzó a pasearse por el dormitorio con los brazos cruzados y el caminar lento. Los tablones del suelo crujían con cada paso. Volvía el escozor en el ánimo que la impulsaba a ese ir y venir en busca de un acomodo que se sabe imposible. Desde el living llegaba el rumor de los amigos de Teresa. “Los cabros van a caer como moscardones”, había dicho Jovita y no se había equivocado. Bueno, qué importancia tenía. A excepción de ella, la gente de la casa estaba feliz con Macarena: Teresa había salido como pocas veces de su eterno retraimiento, Zunilda vivía pendiente de atenderla y los ojos duros de Pancho se amansaban apenas la veía. Hasta los quiltros la seguían el día entero. Todos hacían su esfuerzo para que la “pobrecita de la Maca” sonriera y, mejor aún, posara en ellos sus perfectos ojos tristes. Detuvo su andar y miró al frente. Sí, la vida de esa chica sería un desfile de triunfo por veredas luminosas. Recordó las caras amables que despertaba Inés donde quiera que iba. Ella, en tanto, suscitaba indiferencia o derechamente, el desdeño. ¿Quién será esa tipa fea que trajo la Inés? Habría jurado que escuchó la pregunta muchas veces porque estaba ahí, en su propia mente, incomodándola, tensándole el cuello, los músculos de la cara mientras forzaba una sonrisa que jamás tendría ni una milésima parte del magnetismo de la de Inés. La belleza, cuando iba acompañada de dulzura, de empatía, era la mejor carta de presentación. Respiró hondo. Si Macarena aprovechaba su suerte, se abrirían ante ella todas las puertas que tocara; su único desafió sería entrar en la más ventajosa. Nada que hacer, solo confiar en que siguiera su camino lejos de su familia y, sobre todo, de Renato. Reanudó el paso como si así pudiera tomar distancia de sus propios temores. Ya llegaría María Ester y pondría a Renato en su lugar, si es que el chico cometía el descriterio de fijarse en Macarena.

Volvió a la cama y a los recuerdos que repicaban en su mente tal como esa lluvia de verano lo hacía sobre los techos. Imposible huir. Aquella noche no se trataba solo de Inés; las dudas respecto de su propia vida calaban hondo. Ciertamente, nunca pudo acallarlas. Siempre habían estado sobre ella, acechantes, igual que las sombras de esa pieza de cielos demasiado altos, demasiado fríos. ¿Por qué no se casó con Alonso? ¿Por qué dejó que se fuera si lo amaba? Claro que se había equivocado y la única responsable fue ella: sus miedos, su inseguridad. Podía criticar muchas de las decisiones de Inés, pero no iba desconocer su valentía: Inés sí se atrevió a amar y lo hizo plenamente. Había vivido su amor con Ernesto contra viento y marea. Pagó caro, sin duda. A cambio conoció la pasión de un amante al que se desea, el orgullo de darle hijos, la complicidad única de los enamorados, el hogar de uno en el otro: el amor correspondido.

Nada de eso existía en su matrimonio. Se había casado con Carlos porque le gustaba a su padre. ¡A su padre!, quien tuvo el desatino de morir tres meses después de entregarla en la iglesia en esa ceremonia multitudinaria y a la vez vacía de la cual apenas quedaban recuerdos. Se recogió sobre sí misma hasta quedar oculta entre las mantas. Menos mal que a esas alturas la indiferencia era mutua, si no, tendría a Carlos metido en la cama esa noche. El solo hecho de imaginarlo cerca, con su humanidad espesa hostigando todos sus sentidos y el desamor en cada uno de sus actos, la incomodó profundamente. Apretó los ojos y cambió de posición; no hallaba acomodo, el frío seguía pegado a sus huesos.

Comenzó a entibiarse cuando la sonrisa de Alonso asomó de nuevo en su memoria. Nunca vio una sonrisa igual, iluminaba los espacios. No era un hombre guapo como Ernesto y, sin embargo, resultaba mucho más atractivo. Ahí estaba con el uniforme de cadete, una carta en las manos y su sonrisa, que aquella vez no lucía radiante. Conversaba en el antejardín de su casa de soltera con el chofer de su padre. Ella, desde el segundo piso, detrás de los visillos del dormitorio, absorbía el eco de las palabras, el menor detalle de sus movimientos, las intenciones contenidas y retenía las ansias de correr hacia él. ¿Por qué no lo hizo?

Pilar hundió la cara en los almohadones, se ovilló entre las sábanas y dejó ir el llanto una vez más. Esta vez, tenía clara la razón: su cobardía.