Al día siguiente en la mañana, los jóvenes se juntaron frente a la iglesia del pueblo. Llegaron tarde a la misa de las doce y en vez de entrar prefirieron tomar helados. En la plaza, el perro viejo seguía tendido al sol y las palomas picoteaban los mismos pastelones resquebrajados cerca del odeón. Los soldados que las niñas vieron la primera vez que fueron al centro se habían separado y vigilaban esquinas opuestas.
–El golpe fue hace más de un año y todavía los milicos están en la calle –dijo Renato, ante el desinterés del resto–. Es que estudio leyes –añadió a modo de disculpa, pero continuó conversando con Pedro Pablo sobre los militares y el gobierno.
Macarena, en compañía de Pedro Pablo desde que se encontraron en la iglesia, se dedicó a escuchar. No había pensado antes en esos temas; los desastres en su propia familia habían eclipsado los que ocurrían fuera de la casa. Sintió que Renato la sacaba de su encierro para llevarla a espacios abiertos donde la tragedia personal se empequeñecía frente a cosas verdaderamente importantes. Celebró en silencio cada una sus opiniones mientras asentía con admiración.
Pronto, el grupo se dividió en dos, subieron a los autos y partieron al fundo de los Valdés donde harían un asado de cordero al palo.
Macarena se había puesto esa mañana un blusón suelto de algodón con bordados en el escote que le prestó Teresa y sus pantalones “piel de durazno”, una de las pocas prendas que salvó de la requisa de María Paz. Estaba nerviosa. Cada vez que sentía la proximidad de Renato, la tensión le apretaba el cuerpo. Sin embargo, lo quería cerca.
El cordero en cruz se asaba sobre un lecho de brasas. El grupo se quedó bajo la sombra del parrón en donde tenían previsto almorzar. Cuando la conversación ya había prendido, Macarena se apartó, ayudó a poner los cubiertos en la mesa y esperó.
–¿Quieres?
La apuesta había funcionado, Renato le ofrecía un vaso de Fanta.
–¿No te acuerdas de mí, ¿verdad? –Macarena lo miró directo a los ojos, intentando disolver las distancias.
–Claro que sí. Eras una niña muy rubia y flaquita.
–Y, ¿qué más?
Él ladeó la cabeza y dio la impresión de buscar en la memoria. Macarena no se contuvo:
–¡Nos dimos un beso! Jugábamos a la botella y te toqué yo. Tuviste mala suerte, a ti te gustaba una vecina que tenía como trece. Yo era chica, fue hace años.
–No, no me acuerdo del beso ni de la vecina. Pero, si eso me pasara ahora me sentiría afortunado.
Renato sonrió a medias; Macarena, intentando esconder un asomo de sorpresa, bebió de su vaso y detuvo la vista en el fuego. Cerca de ellos, Titín y Juanjo iniciaban un partido de ping-pong.
–Supe que tu mamá murió. Lo siento.
La frase le llegó como un golpe de frente. Macarena tomó asiento y tragó aire. No iba a llorar.
–Esta semana casi no he pensado en ella –dijo, con la mirada baja.
–Recuerdo haberla visto algunas veces en la casa de la Pilar, llamaba la atención. ¿Cómo era contigo?
Macarena cogió desde la mesa la tapa de metal de una botella de bebida. La apretó con el puño hasta sentir que el reborde filoso y ondulado se enterraba en su palma.
–Supongo que como todas las mamás. Como la tía Pili es con la Tere. Pero ahora no quiero acordarme de eso.
Lanzó la tapa hacia el fogón y comenzó a hablarle a Renato con más entusiasmo.
–Sé que estás estudiando Derecho, que te gustan las motos, que fuiste a Estados Unidos. ¡No es que sea copuchenta!, te lo juro –abrió grandes los ojos como si la hubieran sorprendido en falta y concluyó–: Es que aquí eres como un héroe, la Tere se la pasa contando cosas de ti.
Se había deshecho el hielo. La conversación fluyó por un cauce despejado, la intimidad asomaba en los silencios. Las voces de los demás, las risas y las notas de la guitarra que Vicho punteaba desde el respaldo de un escaño, provenían de un espacio aparte.
–Imagino que ya tienes pololo.
–No, nunca he pololeado. Mi mamá decía que era chica para eso y después… –Macarena hizo una mueca y suspiró–. Bueno, después se enfermó. ¿Y tú?
–Tampoco.
–¡Nunca has pololeado!
–Sí, claro que sí. Pero, ahora no –Renato la miró a los ojos.
Macarena desvió la vista. Una ráfaga de calor le empezaba a subir por las mejillas.
En el momento preciso, Soledad los llamó a comer:
–¡La carne está lista!
–¿Vamos? –invitó él.
Renato no esperó respuesta, le tomó una mano y la retuvo hasta que estuvieron frente al cordero que un empleado trozaba sobre el mesón del quincho.
Desde el comedor, Pedro Pablo la observaba de un modo triste. Su porte sobre la media, los pantalones demasiado anchos a la altura de los talones y el torso angosto, le daban el aspecto de un árbol deshojado.