–Pucha, Maca… Apúrate. Ya casi estamos listas.
María Paz caminó hacia Teresa batiendo las manos para apurar el secado de las uñas recién pintadas.
–¿Te gusta este cutex?
Frente al tocador del dormitorio Teresa se encrespaba las pestañas con una cuchara. Se despegó del espejo y dio una ojeada a los dedos extendidos de su amiga.
–Sí, ese sí es lindo. El rojo es de rota.
Terminaban de arreglarse para una nueva junta con los vecinos, esta vez en la casona. Al volver del asado Teresa había insistido con su mamá hasta conseguir el permiso. “Me lo deben”, había dicho a Macarena y a Maripá mientras ambas saltaban por la pieza celebrando la noticia. Sería un malón que debía comenzar y terminar temprano, antes del toque de queda de las once de la noche.
Aún en la habitación, Teresa se puso de espalda a las niñas y preguntó:
–¿Se me marca el calzón? Nada más chulo que mostrar el calzón.
–No. ¡Me encanta ese pantalón! –dijo María Paz–. Mañana me lo pongo, ¿me lo prestas? –sin esperar la respuesta, se sopló las uñas y urgió a Teresa–: ¡Los chiquillos ya llegaron, galla! La Maca se va después.
Macarena permaneció sentada en el tocador donde las niñas le habían tomado el pelo en un moño tirante. Sola en la pieza, se miró tranquilamente en el espejo y luego, en un impulso, deshizo el peinado. Sacudió la melena que fue recuperando su exuberancia. Revisó el cosmetiquero de Teresa en busca del rímel y comenzó a espesarse las pestañas hasta que sus ojos quedaron como dos brasas azules. Al observarse de pie tampoco le gustó el vestido que las amigas habían escogido para ella. Era suelto y demasiado sencillo, semejante a un camisón de dormir, aunque su padre lo considerara una elegancia. Abrió los cajones de la cómoda y sacó la mini de mezclilla y una blusa de Maripá. Ya vestida, adelantó la cabeza hacia el espejo y se pintó la boca con un labial rojo. Repasó cada detalle. Las sandalias con plataforma de corcho y cintas al tobillo iban bien con la nueva tenida; quizá la blusa le quedaba un poco estrecha. Antes de partir, en la última ojeada frente al tocador, se sintió distinta: más segura, más serena. La ilusión del cambio, tan esquiva en esos meses de duelo, fue enervando su cuerpo con sensaciones misteriosas.
Fue la última en sumarse a la fiesta. Cuando entró, sintió la mirada de todos. Hubiese corrido de vuelta a la pieza a revisar la ropa que había escogido, pero sonrió y caminó erguida hacia la salamandra en una esquina del salón. Al segundo siguiente ya estaba en compañía de Kike y Pedro Pablo. Teresa la miraba desde el extremo opuesto con desaprobación. Maripá distribuía en platos las cosas para comer que las visitas habían aportado al malón.
Sabía que Renato la había visto llegar. Sin embargo, otra vez, parecía ignorarla. De espaldas a ella revisaba uno por uno los vinilos apilados junto al tocadiscos. Finalmente sacó de la carátula un disco de los Carpenters, lo insertó en el equipo y subió el volumen. Sin girarse por completo Renato dio un vistazo al salón, encendió un Hilton y salió a la galería. Desde el rincón de la salamandra, Macarena lo acompañó con la mirada.
La música fue apagando las conversaciones. Maripá se colgó del cuello de Juanjo y se pusieron a bailar. Kike invitó a Teresa, ella aceptó.
–Escuché algo que te va a interesar.
Soledad se había sentado junto a Macarena y le hablaba al oído en tono de confidencia.
–La Maripá dijo que te gusta Renato y que estás sacando las garritas para quedarte con él.
Macarena sintió de pronto que le ardían las mejillas. Escondió la cara.
–La Tere se enojó –retomó Soledad– y le dijo a la Maripá que parecías una Pe cinco Te uno, una puta, y que Renato nunca se fijaría en serio en ti. Es una pesada.
Macarena quiso levantarse y escapar de ahí. Le costaba entender las agresiones, iba por la vida envuelta en su encanto como si este fuera repelente al daño. Tomó aire.
–¿Por qué no?, ¿por qué no puede fijarse en mí? –preguntó en medio de una exhalación.
Soledad se acomodó frente a ella y de manera dulce, reflexionó:
–Dicen eso porque Renato te da bola.
–¿En serio? –Macarena fijó la mirada en Soledad. Tenía el aspecto de una ardilla con anteojos.
–Yo cacho que le gustái, te mira cuando tú estás con otras personas y no lo ves.
–No creo –concluyó, con la voz opaca–, ya me habría sacado a bailar.
Se quedaron en silencio, cada una atrapada en sus pensamientos.
–¿Verdad que me veo mal? –preguntó Macarena, con la vista pegada en la alfombra.
Soledad se ajustó los anteojos y la observó:
–Ese rouge muy rojo no me gusta. Todo lo demás está bien.
Pedro Pablo la invitó a bailar tendiéndole la mano y ella lamentó no tener ganas. Soledad aceptó en su lugar. Macarena los vio alejarse hacia la pista improvisada en medio del salón. Formaban una pareja curiosa: él muy alto y trigueño con sus pantalones pata de elefante, ella baja y morena con un vestido corto de mangas acampanadas. Al centro, con las muñecas sobre los hombros de Kike y los brazos extendidos para mantener la distancia, Teresa se balanceaba de un lado a otro a su propio ritmo. Era media cabeza más alta que él. Maripá no soltaba del cuello a Juan José.
Macarena se levantó con la excusa de ir al baño y fue a la salita del teléfono donde había un paragüero alto con un espejo en el centro. Se observó sin concesiones y luego se limpió el labial con el puño. ¿Por qué Teresa no le dijo a ella que parecía una puta? ¿Por qué Renato no la tomaría en serio? Con molestia contenida, se estiró la blusa de Maripá y la falda que se había recogido sobre los muslos. Primaba en ella la impresión de ser menos que cualquiera de esos jóvenes, sin duda, más afortunados. La sensación de estar mal vestida se transformó en tristeza y la tristeza, en orfandad. El vacío que dejó su madre se abría ante ella como la boca negra de un abismo. El llanto iba a desbordar, inevitable; se presionó los labios con el puño. Desde la cocina llegaba el rumor de una ranchera; el frío calaba por la espalda.
Sintió la mano en el hombro. Giró asustada y lo vio. Renato la miraba con ternura. ¿Desde cuándo estaba ahí? La acercó hacia él, la abrazó y comenzó acariciarle la cabeza. Ella escondió la cara en el hueco del hombro y aflojó el llanto.