XVIII

El lunes amaneció radiante después de las lluvias del fin de semana. Pilar se levantó con el ánimo renovado. Ella también había vivido y superado su propia tormenta. Buscó en el gran ropero del dormitorio la camisa a cuadros de mangas largas que usaba en el jardín. Cada labor requería de la ropa apropiada; también, del momento y lugar precisos. Había decido poner rosas blancas en los salones para recibir a María Ester quien probablemente llegaría antes del almuerzo. La mujer de su hermano mayor era su modelo de elegancia. Cualquier cosa que hiciera tenía el sello del buen gusto, aunque fuese algo tan transgresor como viajar sola. María Ester no pedía autorización ni daba explicaciones, solo partía envuelta en vestidos de seda, dejando tras ella una estela de Chanel 5. Teté lograba conciliar la libertad de actuar con las exigencias que imponía su clase. A Pilar le resultaba admirable.

Salió al jardín. Pancho la esperaba con las tijeras y los guantes de podar. Cerca de la cocina, las niñas se preparaban para salir.

–¡Teresita! –llamó en voz alta–. ¿A dónde van?

Teresa fue corriendo hacia ella. Lucía contenta, casi bonita.

–Vamos al río, de pícnic –anunció–. Iba a avisarte.

–¿Solas?

–No. Los Valdés y los chiquillos nos vienen a buscar.

Pilar no recordaba haber visto a su hija en ese estado de exaltación. Siempre había sido tímida, al límite del retraimiento. Se alegró. Además, los hermanos Valdés contaban con su total aprobación y los amiguitos se veían tan formales como ellos. “Niños decentes. Gente como uno”.

–Renato y Juan José, ¿no van con ustedes? –Pilar comenzó a ponerse los guantes.

–No sé, no creo. Están durmiendo.

Un motivo más para alegrarse. Quizá todas sus aprensiones respecto de Macarena eran injustificadas.

Los vecinos ya saludaban a las niñas. Teresa corrió hacia el grupo y ella la siguió con los ojos. En el centro destacaba Macarena. El pelo rubio y largo brillaba al sol; las piernas desnudas parecían extensiones de la cabellera. No era bien visto mostrar tal desnudez en un pueblo como ese. Pilar quiso llamarla y sugerirle que se cambiara los pantalones cortos por unos más discretos, pero algo la frenó. “Falta de madre”, dijo para sí.

Zunilda salió de la cocina con sus pasos lentos de mujer obesa y dos canastos que entregó a los chicos. Pilar imaginó que iban llenos de huevos duros, sándwiches de pollo y fruta fresca, tal como los que preparaba para ella en otros tiempos.

–¡Disfruten el paseo y no se olviden de llevar a Titín! –pidió a los jóvenes, antes de inclinarse sobre el rosal y tomar el primer tallo.

Terminó de cortar las rosas que Pancho, siempre cerca, envolvió en un papel de diario, y regresó a la casa a revisar que los salones lucieran tal cual los quería: impecables. Zunilda había pedido a los empleados encerar los corredores de ladrillo, sacar lustre a las maderas y poner floreros grandes en la entrada y el salón. Al verlos, Pilar decidió mezclar las rosas con varas de retamo.

Desde el jardín se escuchaban los gritos de María Paz, los ladridos de los perros y las risas compartidas. Las niñas partían al pícnic. “Qué bonito día para ir al río”. Su mente se fue lejos, a los veranos con sus primos en ese mismo campo. Había sido feliz, no podía quejarse. También lo fue con Carlos en los primeros tiempos, cuando todos celebraban una unión tan ventajosa de apellidos, amistades comunes y futuros auspiciosos. “Nada es perfecto ni dura para siempre”, pensó. La lluvia había aplacado el polvo habitual; el aire estaba fresco y liviano como pocas veces. Pilar respiró hondo con los ojos cerrados. El olor de las rosas que cargaba en los brazos era persistente y sutil a la vez. Dentro de la casa, los pisos brillaban, los techos parecían más altos y el blanco de los muros más blanco. Lamentar su suerte por un matrimonio fracasado era ser malagradecida. Nadie en su condición podía serlo.

Armó los arreglos de flores con toda calma mientras, a media voz, tarareaba una canción de Nino Bravo.

Poco antes del almuerzo, el Mercedes–Benz amarillo crema de su cuñada se detenía a un costado de la casona. Pilar se acomodó el peinado en el espejo del recibidor y fue al encuentro. María Ester bajaba del auto como si recién saliera de un salón de belleza, con el pelo un poco abombado en la parte alta de la cabeza y ceñido en la nuca, vestida de un modo casual en el cual no se había descuidado detalle alguno. Alargó los brazos hacia Pilar y antes de saludarla, comentó con un toque de ironía:

–Partí apenas pude, Pilita. Muero de ganas de saber por qué me llamaste.