XIX

Macarena esperó hasta el último segundo que Renato apareciera por el corredor. Estuvo pendiente con el rabillo del ojo mientras simulaba interesarse en las conversaciones de los otros. Cuando Titín se integró al grupo, ella, sin más opción, se sumó a la caminata hacia el río. No podía pensar en otra cosa que no fuera el abrazo de la noche anterior. Revivía cada instante, el menor gesto de Renato, cada palabra, hasta que el recuerdo se hacía tan real que un estremecimiento le cerraba los párpados. Esa mañana, bajo la alameda que unía la casona con el portón de entrada, él volvió otras mil veces a secarle las lágrimas y a llevarla de la mano hasta el salón para bailar un lento. Se habría quedado eternamente pegada a Renato, mecida por la música de Roberto Carlos.

–¡Maca!, despierta, parecí sonámbula.

María Paz se había separado del resto para acompañarla.

–Oye, ya sé que le gusto a Juanjo, ¿cachaste que estuvo conmigo casi toda la fiesta?

–Sí, los vi bailar –dijo Macarena con desgano.

–Y yo los vi a ustedes… ¡Ah!, ahora sí te interesa la conversación.

–¿Qué viste?

–Que bailaron un lento al final y que te hacía cariñito en la cabeza. ¡No te hagái la tonta! –alegó María Paz.

–Pucha, es que no sé qué hacer, como que la Tere se pone celosa.

–Es la prima, ¡qué importa! Me tinca que a la Tere le gusta Pedro Pablo, hay que hacerle gancho… Aunque Pedro Pablo te mira a ti.

–Es súper atento, nada más.

María Paz la obligó a detenerse y le habló al oído:

–Escucha, Juanjo me dijo que van a llegar más tarde –batió las manos con entusiasmo–. ¡En las motos! Y que vamos a ir a dar una vuelta.

Macarena se sintió de un segundo a otro tan radiante como esa mañana de verano. Maripá la tomó del brazo y las dos corrieron a unirse a los demás.

Llegaron al río y buscaron un lugar despejado entre los eucaliptos más añosos del campo de los Ossa. Las niñas estiraron las mantas sobre el pasto silvestre bajo la sombra de los árboles y los chicos empezaron a jugar con una pelota.

Macarena fue hacia las rocas redondas que bordeaban la ribera y se sentó en la más alta a mirar la corriente. El entorno era un reflejo de su ánimo. Así como su duelo se replegaba para dar paso a emociones muy distintas, el sol iba disolviendo en capas cada vez más leves los rastros de niebla aún suspendidos sobre los pozones de agua. Se estaba enamorando, no había otra explicación para ese aturdimiento feliz que le quitaba las fuerzas y la hacía recordar sin descanso todo lo ocurrido en la noche.

Recogió las piernas, las abrazó y apoyó la frente sobre las rodillas. Quería retener el calor del cuerpo de Renato y del roce de sus dedos cuando le secó las lágrimas. Ese calor había deshecho los nudos de la pena.

–¿Vamos a dar un paseo?

De pie, detrás de ella, con la luz creando un halo alrededor del pelo y las manos en los bolsillos del pantalón, estaba Renato. La sorpresa paralizó a Macarena por unos segundos.

–¡Qué bueno que viniste!

Él se agachó hasta quedar a su altura, apoyó las palmas en las rodillas y le sostuvo la mirada.

–¿Realmente crees, con lo linda que eres, que iba a perder la oportunidad de verte?

Macarena sintió que el corazón le daba un brinco y seguía latiendo en la garganta; desvió la vista hacia el río. Se obligó a la calma, tragó saliva y se levantó. Al girar, notó un cambió en la expresión de Renato, quizá cierta timidez. Tuvo entonces la certeza de que sí le importaba. Con toda naturalidad, Macarena le tomó la mano.

En el claro, Juanjo y Maripá conversaban tendidos en una de las mantas cerca del tronco de un gran eucalipto. Soledad pelaba los huevos duros y los chicos se entretenían con la pelota. Solo Teresa los vio cruzar hacia las motos.