II

“Tenía que invitarla. Qué le vamos a hacer”, dijo Pilar para sí, mientras salía al corredor alertada por el ronroneo lejano de una citroneta. El sol ya empezaba a entibiar. El aire aún fresco arrastraba el olor de los duraznos maduros de la huerta próxima a la casona.

Se detuvo frente a la escalera, enlazó las manos por delante y las apretó en un puño cerrado que le blanqueó los nudillos. Mantenía la espalda rígida, los ojos inquietos, en un estado de expectación temerosa. Las visitas siempre eran bienvenidas en la casa del fundo, pero estas… Estas no solo traían consigo el hálito de la muerte. Además, con su sola presencia resucitaban una historia triste en la cual no quería hurgar. De hecho, la había eludido por años.

El vehículo cruzó el portón del fundo, abierto de par en par durante todo el verano, y enfiló hacia ella a través de un camino enmarcado por álamos. Pilar vislumbró la silueta de Ernesto y en el asiento del copiloto, a Macarena. La tensión aumentó, se restregó las manos empuñadas. Tendría que disculparse una vez más por no haber asistido a los funerales, ni siquiera al velatorio. ¿Por eso invitó a la niña? ¿Para zafarse de la culpa de no haber estado cerca de Inés en ninguna de las etapas de su enfermedad y de su muerte? “Que en paz descanses”, pensó en voz alta en tanto el recuerdo de su mejor amiga de infancia adquiría el peso de una presencia concreta. Inspiró profundo levantando la barbilla y luego comenzó a descender los peldaños con el paso seguro y la cabeza en alto.

El motor del auto se apagó con un estertor al pie de la escalera, frente a la entrada principal de la casa. Ernesto se bajó y caminó hacia ella listo para el abrazo.

–¡Pilar! Qué gusto verte.

El hombre parecía un viejo aunque tenía su misma edad o andaba cerca. Le calculó cuarenta y dos años. Las dificultades por todos conocidas, coronadas por el duelo, le habían encorvado los hombros y encogido el torso. Tenía la mirada de un perro triste. Él la rodeó con los brazos de un modo laxo; ella le sobó la espalda en un gesto de consuelo. Apenas pasó un tiempo prudente, Pilar tomó distancia.

–Ernesto, de verdad, no sabes cuánto lamento no haberte acompañado en la misa…

–No te preocupes –interrumpió él–, yo sé cuánto la querías.

Permanecieron en silencio con las manos tomadas. Él cabizbajo y ella con la espalda recta y la mirada firme. Después de todo, había tenido una razón que incluso Inés habría propiciado –por motivos distintos de los de ella, claro– para no ir a las misas ni al cementerio: Alonso.

–¿Tía Pili?

Pilar se sobresaltó. Al girarse, la impresión la golpeó de frente. Ahí, de pie, con un bolso colgando de las manos estaba Inés, su amiga, la chica más linda del barrio.

–¡Por Dios!, estás igual a tu mamá.

Macarena sonrió con cierta timidez, inclinando la cabeza a un costado. El gesto acentuó el parecido con su madre y causó en Pilar un dolor impreciso como si se hubiera pasado a llevar una herida que aún no cicatriza. “Tan re bonita y tan re tonta, Inés. Pucha que te sirvió poco tanta belleza”.

–Pasen, pasen –atinó a decir–. Zunilda preparó unos alfajores.

–¡La Zunilda! ¿Todavía existe? –comentó Ernesto de un modo burlón que solo sirvió para acentuar su aire trágico.

–Por supuesto, ya la verás.

–No puedo quedarme, Pilita –explicó él–. Dejé a los cabros solos y acuérdate que hay toque de queda.

Alcanzas a volver sin problemas.

Pilar lo tomó del brazo y lo obligó a ir con ella hacia la casona. Sintió su soledad con solo tocarlo. Ernesto nunca fue un mal hombre, simplemente había tenido mala suerte. ¿O era Inés la de la mala suerte?

Antes de entrar al recibo, Ernesto se detuvo sobre el limpiapiés. Pilar buscó a Macarena. La chica seguía a un lado de la citroneta, con la vista en los árboles, la expresión taciturna y su larga melena rubia irradiando un aura luminosa. El mismo pelo abundante y ondulado que todos le celebraban a Inés. Vestía una polera desteñida sobre una falda escocesa de tela gruesa, sin duda un rezago del invierno anterior. Las cintas de sus sandalias con plataforma de corcho se amarraban al tobillo. Incluso con la ropa inadecuada se veía preciosa y elegante, tal como su madre.

Pilar retomó el paso; la antigua herida volvió a dolerle.