XX

Después del almuerzo María Ester se instaló en la galería frente al jardín de rosas con una taza de té de cedrón en las manos. Pilar se ubicó en el sitial contiguo.

–Te traje un regalito de España, Pilita.

–Siempre con tus detalles, Teté.

Pilar abrió el paquete sin rasgar el papel. Dentro de una caja alargada había un abanico con aplicaciones de nácar y encajes negros.

–¡Es precioso!, y con lo caro que es para nosotros comprar cualquier cosa afuera.

–El problema que tenemos los chilenos en Europa es otro. Dicen cosas terribles de este país, que hay desaparecidos y muertos en las calles.

–Es la campaña de los comunistas. Es que no perdonan, Teté.

–Nosotros vivimos en una burbuja. ¿Y si realmente pasan esas cosas? Dicen que el gobierno militar…

–Merecido se lo tienen –interrumpió Pilar.

–La violencia siempre es inaceptable, Pilita.

Por unos instantes cada una permaneció en sus propias reflexiones. Pilar vio venir a Jovita por el pasillo que conectaba con la cocina. Traía dos platos con dulce de membrillo hecho en casa.

–Para usted y otro para Zunilda –explicó María Ester al entregarle dos paquetes que sacó de su cartera–. Es solo un recuerdo de Madrid.

Como pocas veces, una sonrisa ancha se desplegó en la cara de Jovita. Pilar notó que le faltaban algunos dientes y se incomodó. Tendría que preocuparse; esa mujer trabajaba en su cocina. Era más que seguro que probaba los guisos con la misma cuchara que metía a la olla. Uf… Cambió de pensamientos.

–No te he contado que la hija de la Inés y Ernesto Rojas está pasando unos días acá. Macarena, ¿te acuerdas de ella?

–Por supuesto –María Ester miró hacia un punto lejano–. Pobre Inés, haber muerto tan joven y con los niños chicos. ¿Y cómo ha estado Macarena después de la muerte de la mamá?

–Mejor. Aquí todos la miman.

Ambas probaron el dulce de membrillo. Una inusual brisa cordillerana refrescaba la hora de la siesta. Desde la glorieta fluía el aroma de las rosas.

–Me preocupa que Renato se fije en ella –dijo Pilar, finalmente.

María Ester se echó para atrás en su asiento y rio fuerte.

–¡Eso era!, por eso me pediste que viniera antes. Pero Pilita, ¡cuál es el problema! Dejemos que el pobre Renato lo pase bien alguna vez, siempre tan compuesto y responsable.

Pilar tensó el cuello. Un malestar indefinido le arrugó la boca.

–No sería bueno que Renato se entusiasmara con esa niña.

–La hija de Inés, tu amiga –afirmó María Ester.

Pilar reconoció un reproche en la voz. Carraspeó.

–Creo que nunca fuimos tan amigas –el malestar tomó consistencia en la boca del estómago. Con la espalda muy recta dejó sobre la mesita el plato con dulce. Apenas había probado una tajada transparente y ya le era hostigoso.

–Podría haber sido tu cuñada, Pilar.

María Ester flectó las piernas sobre los cojines del sofá. Todos sus movimientos eran elegantes, incluso ese: descalzarse y poner los pies desnudos sobre el tapiz de los muebles. Le sonrió de un modo misterioso y retomó el tema:

–Ni siquiera sabemos si se gustan. Y si tuviera algo con ella, algo sin importancia porque aún son chicos y no están para casarse, ¿qué tendría de malo esa chiquilla Rojas?

Belleza, pensó Pilar. Belleza rotunda, aplastante, removedora. Había cosas que Teté jamás comprendería. Se alisó la falda sobre las piernas en un gesto propio de ella. Repuso la atención en su cuñada y al contestar habló lento y claro.

–Los embarazos ocurren a cualquier edad. A esta niña se le arregla el futuro si le hace una guagua a Renato.

Fue ese el primer comentario que logró traspasar la disposición festiva de María Ester. Pilar advirtió cómo su eterna sonrisa se iba congelando hasta mutar en un rictus extraño.

–Renato sabe cuidarse y no es tonto, tú lo conoces, Pilita –cambió de posición, como si estuviese incómoda. Luego, se giró hacia ella y le clavó las pupilas–: Permíteme que te pregunte, Pilar: ¿Qué te hizo la Inés?