XXIII

El sol restallaba en chispas sobre la corriente del río. Tendidos en los chales, los amigos comían los huevos duros y los sándwiches preparados por Zunilda. Vicho rasgueaba la guitarra de los Valdés y las niñas conversaban. María Paz y Juanjo seguían bajo el eucalipto en una celebración excluyente.

Renato y Macarena se acercaron con las manos tomadas.

–¡¿A dónde fueron?!

Teresa se irguió sobre las rodillas, tenía el entrecejo arrugado. Daba la impresión de que había estado todo ese tiempo esperando que ella y Renato regresaran.

–¿Por qué se demoraron tanto? –insistió, con la misma sequedad de su madre.

Macarena quiso desparecer detrás de Renato. Él pasó por alto las preguntas.

–Les queremos contar algo –dijo.

Abrazó a Macarena por los hombros, la observó por un instante y anunció al grupo:

–La Maca y yo estamos pololeando.

La sorpresa asomó en las caras de todos.

–¿Cómo? –balbuceó Teresa–. ¿Tan luego? Si no se conocen.

Teresa se dejó caer sobre la manta. El mentón se le hundió aún más y los hombros se curvaron hacia adelante; la desaprobación le doblaba el cuerpo como si le pesara. Macarena seguía sus reacciones. ¿Era posible que le importara tanto que ella fuese Rojas? ¿Le molestaba que Renato se hubiera emparejado?, ¿eran celos? En tanto, los demás habían empezado a aplaudir y Juanjo palmoteaba a Renato en la espalda.

Al minuto siguiente, el pícnic retomaba su curso: Kike, Pedro Pablo y Titín partían a bañarse al río, las chicas ordenaban, Vicho cogía la guitarra de los Valdés y las aprensiones de Macarena daban paso a la satisfacción dulce de ser la polola de Renato. Se apegó a él, cerró los ojos y le ofreció la cara. Cuando la besó, el pasado y lo inmediato desaparecieron al instante.

–¡Ya poh, galla, ven a contarme!

María Paz estaba de pie junto a ellos. Macarena hizo el esfuerzo de despejarse y fue con ella hasta el eucalipto.

–¡Quiero saberlo todo!

¿Cómo describir lo que estaba sintiendo? Macarena no halló las palabras.

–No sé. Es tan lindo, como que estoy arriba de una nube.

–¡Pucha!, y a mí Juanjo todavía no se me declara.

María Paz hizo un ademán deliberado de enojo que causó la risa de Macarena. Luego, se recogió el pelo con ambas manos, lo enlazó con un elástico y le explicó:

Cachái que si le doy un beso y no estamos pololeando va a pensar que soy pastel mosqueado. Conmigo no va a atracar. O pololeamos o nada.

María Paz la tomó de las manos y dio saltitos de entusiasmo.

–Ay, Maca, me muero de ganas de que me dé un beso en la boca. ¿Cómo es?

–Como que se me durmieron los labios…

Escucharon, entonces, un grito de Titín.

–¡Una pollito!

Todos corrieron hacia unas rocas cercanas al río y formaron un círculo alrededor. La araña se ocultó en la sombra, bajo las piedras. Teresa se acercó y la obligó a salir con una vara. “Deja que se vaya… No, llevémosla… ¿Y si es venenosa...? Ignorante, las pollitos no pican”. Hablaban al unísono. Macarena fue la única que no opinó. Finalmente, Teresa le puso en el lomo la punta afilada de la vara y la presionó hasta reventar la caparazón contra el polvo.

–Se acabó, esos bichos no me gustan –concluyó, satisfecha.