XXVII

A Macarena le bastaba que Renato la tomara de las manos para sentirse feliz. En el calor de esas manos anidaba un sentimiento tan valioso que era imposible compartir o explicar, solo sentir. Hubiera pasado la vida entera pegada a él.

Sentados en la escalera principal de la entrada a la casona, la pareja se miraba sin hablarse. En esa contemplación, ella estalló en una risita y bajó la cabeza; él la acercó por los hombros para besarla en la frente.

Sobre el pasto, Titín y Juanjo jugaban con paletas de playa. El eco de los golpes a la pelota se perdía entre los árboles. Teresa y Maripá se habían quedado en la pieza a ver la teleserie mexicana de la media tarde.

–¿En serio le gusté a tu mamá?, dime la verdad, porfa.

–Claro que sí. ¿Por qué no ibas a gustarle?

–¿Le habías presentado otras pololas?

Renato se quedó pensativo.

–Así, de manera tan formal, creo que nunca.

–¡Suena como importante! –Una gran sonrisa iluminó la cara de Macarena.

–Lo eres.

Renato le tomó el mentón como si fuera una fruta y lo levantó hacia él.

–Te comería a besos, Macarena.

Ella cerró los ojos.

–Aquí no. Puede haber alguien mirando y después, la Pilar se entera y se escandaliza. Ven, vamos a caminar –invitó él.

Salieron siempre de la mano hacia el camino que unía la casa con el pueblo. La luz de la tarde a través de la alameda producía un centelleo de brillos y sombras. El zumbido de los insectos, el rumor de una acequia que corría detrás de los álamos, el olor a bosta escurriendo en hebras desde los potreros, apaciguaron el mundo interior de Macarena; sintió que nunca antes había estado en paz. Hasta ese verano, había vivido en tránsito, de un lugar a otro peor, de un problema familiar al siguiente y cada cambio había sido marea brava que revienta sobre un farellón arenoso. Ahí, en la casona, se hallaba a salvo. Macarena respiró hondo en ese paisaje preñado de cosas buenas. Si hubiese podido, habría detenido el tiempo en ese campo y en ese momento, junto a Renato.

Dos peones del fundo murmuraron algo sobre “la niña bonita” antes de seguir apuntalando una cerca frente al murallón de adobe de la casona. Ambos alcanzaron a oírlos y se rieron. “Ahora la niña bonita es mía”, le dijo él al oído. Al fondo del camino, la moto de Juanjo doblaba hacia los cerros. Maripá, aferrada a la espalda, hundía un lado de la cara en la cerviz de Juan José. El viento les revolvía el pelo.

Macarena se alegró al verla. Además de ser la polola oficial de Renato, había hecho amigas que serían para siempre porque era imposible que esa unión forjada en la complicidad total fuese pasajera.

–Nunca me había sentido así.

–¿Cómo?

Macarena se detuvo, retomando el hilo de sus recuerdos:

–Es que la muerte de mi mamá fue igual que si me hubieran dado un golpe en la cabeza. Por primera vez estoy…

–¿Contenta?

–Más que eso. Estoy como despertando de un mal sueño.

–Me alegra que estés feliz.

–Siento que encontré un lugar donde nada puede pasarme, solo cosas lindas. Ese lugar eres tú, esta casa, el grupo.

Ella lo tomó del brazo y siguieron lento por el camino de tierra bajo los álamos tal cual lo haría un matrimonio viejo de paseo por los alrededores, cada vez más cómodos el uno con el otro, cada vez más cerca, dando los primeros puntos en la trama de su propia historia, como una pareja de pájaros que teje el nido.