Aún persistía en el salón principal el olor a ceniza de los braseros apagados que Pancho sacaba fuera todas las mañanas a primera hora. Las rosas blancas languidecían y las arrugas de las alfombras acusaban falta de aseo. Pilar arriscó la nariz. El rigor en las rutinas domésticas imponía orden y este, cierta tranquilidad de espíritu. Eso era justamente lo que más disfrutaba de sus estadías en la casona. Tendría que exigir a las empleadas una mayor dedicación.
Encontró a María Ester tendida a todo lo largo del sofá grande. Leía la última novela de José Donoso con la cabeza hundida en un nidal de cojines. Apenas la sintió entrar, su cuñada dejó el libro sobre la mesa de apoyo y se quitó los anteojos. Pilar supo que no tendría escapatoria. Fue a sentarse frente a ella a sabiendas que la interrogaría sobre Macarena, lo que implicaba, por cierto, hurgar en el pasado compartido con Inés. Definitivamente, haberla invitado al campo le estaba jugando en contra.
–Hay algo que me quedó dando vueltas, Pilita. ¿Será que esa niña no te gusta por cosas que ocurrieron entre tú y la Inés?
Tal cual lo supuso, María Ester no soltaba presa. Nunca había entendido cómo esa mujer podía ser tan elegante y a la vez tan desatinada. Pilar hizo un esfuerzo para refrenar su molestia.
–¿Quieres decir que me estoy vengando de algo con una chiquilla que acaba de perder a su mamá?
–Venganza, qué fea palabra, Pilar. Nunca dije eso. Quise decir que a veces nos dejamos influir por impresiones erradas que nada tienen que ver con la persona. Si no supiéramos que Macarena es hija de la Inés y Ernesto, quizá estaríamos encantadas con ella. La chica es preciosa.
Pilar decidió poner punto final al tenor de esas conversaciones.
–En realidad, Teté, Renato es dueño de hacer con su vida lo que quiera, siempre y cuando no afecte la de mis propios hijos. Respecto de Inés: sí, tuvimos nuestros desacuerdos después de que rechacé a su cuñado. Hubo indiscreciones de su parte.
Reflexionó por unos segundos. Estaba abriendo la puerta a una zona riesgosa, pero continuó adelante:
–Ahora que lo pienso, Teté, creo que seguí visitándola para ver de cerca la vida que pude tener si me hubiera casado con Alonso.
–Habría sido distinto, tu familia los habría ayudado.
–No, a mi papá no le gustaba Alonso y mi mamá vivía solo para ella. Igual me hizo ver que era un militar sin apellido ni plata. Tú la conociste –la imagen de sus padres en ese mismo salón despuntó en su mente.
–Sí, a tú mamá le importaban esas cosas. Bueno, siempre importan.
–Y mira lo que pasó: los dos murieron poco después de mi matrimonio y yo quedé rica. Nadie escapa a su destino.
Pilar descruzó las piernas, satisfecha de sus respuestas.
–¿Respondidas todas tus preguntas? ¿Por qué tanto interés? Inés está muerta –concluyó con cierto cansancio.
–Siempre me llamó la atención la amistad entre ustedes. Eran tan distintas.
“Distintas”, la palabra hizo eco en el amor propio de Pilar. ¿Una fea y otra bonita?, ¿una valiente y otra cobarde? Iba a enfrentar a su cuñada con un: “¿A qué te refieres?” y a dar por terminadas las intromisiones. Tragó aire, pero en ese instante su hija entró en el salón y al borde del llanto se dejó caer en el sofá contiguo.
–¿Qué pasó, Teresita? ¿Por qué esa cara?
–Me dejaron sola –se echó hacia atrás, trabó los brazos contra el pecho y enterró la barbilla en la clavícula.
–¿Quiénes?
–¡Todos! La Maca se fue con Renato y después la Maripá salió a andar en moto con Juanjo. ¡No es justo! Yo la invité para que me acompañara.
No resistió más, se tapó la cara con un cojín y lloró.
Pilar intercambió miradas con María Ester.
–¡Se van a los cerros a atracar, eso es lo que hacen! Hasta en la plaza se dan patos. ¡Las odio! –dijo Teresa, entre sollozos–. ¿Por qué tuviste que invitar a la Maca? ¡Qué culpa tengo yo de que se muriera su mamá!
Su cuñada se calzó las sandalias, se acercó a Teresa y le puso una mano en el hombro.
–Está bien, Teresita, cálmese. Yo voy a hablar con Renato y con Juan José. Tiene toda la razón de estar enojada.
Pilar advirtió un cambio en la disposición de María Ester. La vio regresar al sofá grande, recoger los anteojos y el libro y retirarse del living con un suspiro profundo.
Las cosas empezaban a ponerse en orden. Ya era tiempo.