XXIX

Juanjo y Maripá retrasaron el inicio de la hora del té que siempre se servía a las siete de la tarde en punto. Macarena intuyó que algo estaba ocurriendo y no quiso separarse de Renato. Desde la hamaca de lona donde ambos se habían recostado, veía a Pilar ir y venir por la galería esperando el sonido de la moto.

Cincuenta minutos más tarde, en medio de una atmósfera espesa como nunca, pudieron sentarse todos a la mesa. Hasta el roce de un cuchillo sobre una tostada parecía un estruendo. No solo se había alterado el horario de las comidas; además, Teresa tenía los ojos hinchados y el amurramiento prendido en las comisuras. A nadie escapó que tanto ella como su mamá estaban furiosas. Maripá quería hacerse invisible y Juanjo permanecía mudo después de la “hora de espera y preocupación que ojalá no se repita”, según dijo Pilar en un tono que no aceptó réplica. El único al margen de la tirantez era Titín.

–Oye, Juanjo, me dejaste botado en la mitad del partido de paletas porque te iba ganando –alegó–. ¿Cuándo te doy la revancha?

–Mañana.

–Mamá, yo también quiero salir en la moto, dile que me lleve –insistió Titín bajo la mirada dura de su madre.

–Vamos a conversar sobre las salidas en moto –anunció María Ester con el mismo talante de su cuñada.

El sonido de los cubiertos se extendió por segundos eternos en medio del silencio. A Macarena se le quitó el hambre, sentía el peligro. Con la vista baja, suponía que parte de la culpa recaía en ella y hurgaba en razones que no lograba hilvanar. Por debajo del mantel Renato le apretaba una mano. Al terminar, María Ester se limpió la boca con la servilleta de lino y, de un modo solemne, dejó la mesa. Antes de retirarse del comedor, se dirigió a Renato:

–Los espero a ti y a Juan José en mi pieza en media hora.

Maripá entró en el dormitorio, dio un portazo y corrió a sentarse en la cama de Teresa quien hojeaba por enésima vez una revista Paula.

–Tere, Tere, ¿qué va a pasar? ¿Y si Juanjo se va?

–Qué alharaca eres. Seguro que no pasa nada.

Macarena ordenaba en un rincón sus pocas cosas. Supo, sin verla, que Maripá rompería en llanto.

–Tere, tienes que hacer algo, porfa. ¡Me encanta pololear! –los sollozos comenzaron–. ¡Qué voy a hacer! Este ha sido el mejor verano de toda mi vida.

Dejó de pronto de llorar. Entre hipos, a media voz, agregó:

–Es injusto, la Maca y Renato también salieron.

Macarena tuvo la sensación de que sus piernas cedían al peso del cuerpo. Giró hacia ellas, sorprendida. Se armó de valor y dijo:

–Maripá, nosotros llegamos a la hora del té –la voz fue débil, tenía la garganta seca.

Las dos amigas la miraban con un sesgo hostil desde la esquina opuesta.

–Maca, ¿podrías avisarle a la Zuni que vamos a hacernos una limpieza de cutis? –Teresa arqueaba las cejas, igual que Pilar cuando se dirigía a Pancho, el jardinero–. Necesitamos agua bien caliente, ella sabe.

El pedido tuvo el efecto de una orden. Macarena enfiló rumbo a la cocina como si partiera al exilio. Era claro que Teresa quiso sacarla de ahí para hacer confidencias, quizás, hablar mal de ella, y Maripá la alentaría para afianzar la complicidad entre ambas ahora que “el mejor verano de la vida” estaba en juego. La ilusión de pertenencia se trizaba y las fisuras traslucían su condición de allegada, pobretona, intrusa… Y Renato no estaba cerca.

En la cocina vio a Zunilda echar agua hervida en un tiesto, rociarlo con hojas verdes y llamar a Pancho.

–Llévele esto a las niñas, lo están esperando.

Cuando el hombre salió, Zunilda acomodó su cuerpo macizo en una pequeña silla de paja. Jovita cebaba un mate. Macarena seguía de pie con la espalda pegada al muro, aún sin ganas de ir a la pieza.

–Parece que la señora Pilar está enojada –Jovita lanzó al aire.

Macarena centró su atención en lo alto, en una telaraña sobre la puerta. Era raro que algo así hubiera escapado a la inspección de Pilar.

–No le gusta que se desordenen las comidas, por eso se enojó –explicó Zunilda–, pero ya se le va a pasar.

–Yo creo que la patrona está cabreá por otras cosas.

Jovita fijó en Macarena sus pupilas afiladas. Ella esquivó el contacto. Con el cuerpo enjuto cubierto por el chal negro, sus manos huesudas y esa forma de mirar, la mujer se asemejaba otra vez a un jote.

–La señora mandó pedir tus cosas –soltó Jovita después de sorber la bombilla del mate–. Se va a Santiago y te va a llevar.

Una corriente helada inundó de golpe a Macarena. Sintió que palidecía.

–¿Para qué dice eso, oiga? –Zunilda sacó pecho.

–¡Y usted para qué lo niega! ¡No trate de arreglar las cosas, Zuni!

Los rasgos de Jovita se habían aguzado aún más. Sus labios formaban una sola línea recta. Bebió otro sorbo de la bombilla y siguió:

–Los patrones son así, cuidan sus cosas, su mundo. Se protegen entre ellos.

–No es gente mala.

–¡No me venga con eso! –Jovita bajó la voz hasta convertirla en su murmullo–. El cabro del pueblo que se llevaron los milicos todavía no aparece y esta gente buena no ha hecho nada.

–No es asunto de ellos. ¿Qué podrían hacer?

Algo indicó a Macarena que ya no podía permanecer ahí escuchando esa discusión. Con la garganta seca, el letargo en los brazos, se dispuso a partir.

–Maquita –llamó Zunilda antes de que saliera a la galería–. No se preocupe, usted no va a ir a ninguna parte. Yo sé lo que digo. Ah, eso sí… Trate de ponerse ropita más cerrada.