XXXIII

El living fue dispuesto como sala de cine, con hileras de sillas delante de un muro blanco y despejado. Sobre las mesas de arrimo había platos con papas fritas, almendras y dados de queso.

Las niñas fueron las primeras en llegar. Macarena iba con el enterito de Teresa y los párpados pintados para ocultar que había llorado. Renato se alegró al verla y le hizo un guiño; ella apuró el paso hasta quedar junto a él con las manos prendidas.

–Te ves linda con esa ropa.

–La Tere me la prestó.

La sonrisa de Renato se trizó en una mueca.

–¿Por qué tienes que ponerte las cosas de otra persona?

Macarena no supo qué decir; se quedó mirándolo con la sonrisa detenida en la cara. Si a Renato le molestaba que le prestaran ropa, entonces también le importaban las otras cosas que hacían evidente sus carencias.

–Olvida lo que te dije, a ti te luce mucho mejor.

–Es que la Tere ya no está enojada con nosotras –se le ocurrió decir. No iba a explicar: “Mira, mi ropa la botó Maripá por fea y por ordinaria y tampoco era mía, la heredaba de mis primas”.

–Digamos que por el momento a mi primita se le pasaron los celos… o la envidia.

La conversación había tomado un giro distinto, inesperado.

–No, no era eso –explicó Macarena–. Se enojó porque la dejamos sola.

–Sí, claro.

–¡Es cierto! ¿Por qué tendría envidia de mí? –ella abrió los ojos como si anunciara algo importante–. Y ya estamos amigas de nuevo.

Renato le recogió detrás de la oreja un mechón de pelo y después, la envolvió en un abrazo en el cual no hubo espacio para las aprensiones de Macarena.

Pilar y María Ester entraron juntas y ocuparon las sillas del centro. Juan José apagó las luces; el salón quedó en silencio. Macarena siguió de pie junto a Renato quien ya hacía girar el carrete del proyector.

El muro se iluminó con la imagen de un grupo de personas adultas en una terraza amplia y techada. Al fondo había una piscina rodeada por pasto tan verde y parejo que parecía una alfombra.

–Traje las diapositivas que tomamos en mi casa para mi cumpleaños, Pilar, creo que no las has visto.

Macarena afinó la mirada. Ahora se veía un living con varias parejas sentadas entre las cuales estaban Pilar y su marido, cada uno en esquinas contrarias. Hacían un brindis a la cámara. La sala era grande y bien iluminada por un ventanal que iba del piso al cielo. Renato sostenía un pastor alemán de orejas en punta y cuello estirado que miraba al frente, tal como los invitados. Continuó rescatando detalles de la vida de Renato, de su familia y su mundo, con la observación precisa de un detective. Supo que quería pertenecer a ese lugar.

Las siguientes diapositivas eran postales de Madrid que María Ester fue explicando una por una. En varias tomas aparecía ella, siempre impecable. La atención de Macarena se mantenía fija en las imágenes. Absorbía cada pose, cada expresión de Teté, la forma en que usaba el pañuelo o sostenía la cartera. Si pudiera elegir su destino, sería ese: el de una mujer libre en todos los aspectos, elegante y confiada. En su caso, viajaría con Renato porque él, sin duda, estaría en su futuro. Imposible concebirlo sin él y, sin embargo, todo –en particular el presente– era incierto, amenazante, como los ojos de Jovita o el humor de Pilar.

Algo se desmoronó dentro de ella.

–Parece que la tía Pili quiere llevarme de vuelta a Santiago –le susurró a Renato al oído.

–¿De dónde sacaste eso?

–Lo escuché en la cocina. Una de las nanas me lo contó.

Él parecía sonreír.

–No te irás, me gustas demasiado.

Macarena hubiera preferido que Renato dijera que la quería.

–¿Y si tuviera que irme?

–Te sigo. Agarro la moto y parto detrás de ti. ¿Cuál es el problema?

La seguridad en la respuesta desplazó la incertidumbre. Macarena aprovechó la penumbra para besarlo en la boca, brevemente. Él dejó su mano sobre el arco de su cadera.

Entonces, solo existió para ella el peso de esa mano en su cintura.