XXXV

Aquella mañana los jóvenes se quedaron en casa para mantener las aguas calmas. Todos, en especial Macarena, temían un poco a Pilar sobre todo cuando fruncía la boca y su cuello adquiría la rigidez de una estatua.

Después del almuerzo, Juan José cumplió la promesa e invitó a Titín a dar un paseo en moto. Renato y Macarena lo acompañaron al garaje y poco después ella montaba en el asiento posterior de la otra moto y se aferraba feliz a la espalda de Renato. Tendrían para ellos solos la hora de teleserie mexicana que veían Teresa y Maripá.

Avanzaron por un sendero entre los pastizales hasta que estuvieron cerca de una bodega hecha de tablas en una de las cuadras del campo. Se detuvieron al costado de una gran zarzamora que aislaba el sitio. El calor no amainaba, una nube de mosquitos envolvía los restos de fruta que colgaban de un durazno solitario. No muy lejos se oía el carraspeo de la moto de Juan José.

–Ojalá ese par no nos haya visto –dijo Renato mientras veía alejarse a su amigo y extendía con el pie el soporte de su moto.

La puerta desencajada de la bodega se abrió con un crujido hacia un espacio de sombras perforado por rayos de sol. De la mano, ambos fueron sumergiéndose en la atmósfera densa de aquel lugar. Olía a manzanas verdes. Era el mismo aroma que impregnaba la casa de Macarena cuando su madre preparaba en el horno “manzanitas borrachas”. La tristeza le empañó los ojos, ella miró al frente. Una gran telaraña cubría un ángulo del techo al fondo de la barraca. “Hay arañas”, iba a decir, pero los besos la silenciaron. Unas cajas le sirvieron de asiento a Renato; Macarena se pegó a su pecho y fue deslizándose hasta quedar sobre uno de los muslos. Se besaron largamente con añoranza: besos calientes que deshacían la boca. Macarena tenía el cuerpo crispado y quería más: fundirse en el otro, hacerse uno, rozar hasta que dolieran las aristas punzantes del erotismo. Era un dolor exquisito. Renato le desabrochó el primer botón de la blusa y arrastró su mano por la piel una y otra vez hasta que, al fin, se perdió en sus pezones. Una emoción retenida por siglos afloraba y por fin se consumía. Era la primera vez que alguien avanzaba así sobre ella. Los minutos se iban volando, era un tiempo precioso.

–Ya es tarde –logró decir.

–No, todavía no –pidió él.

Una fuerza superior la atrapó de vuelta. Renato seguía bajando con sus manos, repasaba el hueco del ombligo, quería encontrarse con su sexo. “Te quiero”, repetía. Alcanzó con la punta de los dedos la espesura del pubis y entonces, como si hubiese topado un borde quemante, retrocedió. Ella abrió los ojos; él se inclinó hacia atrás y se pasó ambas manos por las sienes como si quisiera echar fuera lo que tenía en la cabeza.

Macarena se apartó, se sacudió los pantalones cortos y se desplomó sobre unos cajones de fruta. Aún aturdida por la emoción, logró decir:

–Me da vergüenza lo que pasó. Recién estamos pololeando y yo dejé que me tocaras.

Renato le ordenó pelo y le sonrió.

–No hicimos nada malo.

–¿Qué vas a pensar ahora de mí? –la intensidad previa enlentecía sus movimientos, le costaba hablar–. Estoy confundida.

–¡Yo también!, Maca, lleno de contradicciones. Me asusta sentir así. Todavía tengo que terminar de estudiar y tú eres muy chica, inocente…

–Y distinta y fácil.

–¡No digas eso, jamás voy a pensar mal de ti!

Renato se levantó claramente molesto. Al hacerlo, una tabla rota le hizo un corte en la mano y la palma empezó a sangrar. Macarena la tomó, la acercó a su cara y pegó la boca a la herida.

–No hagas eso, se va a secar sola.

–Nada de ti me da asco. Quiero ser una parte tuya, no me importa nada más. Ni siquiera me importa…

–No hables así, no está bien –intervino él–. Vámonos ya.

Cuando salieron de la bodega al campo abierto, en la plenitud de la tarde, la luz los encegueció. La estela agridulce de las manzanas iba con ellos y quedaría impregnada en la ropa de Macarena, en su pelo, en la piel, en la memoria. Subieron a la moto sin hablarse. Ella seguía extraviada en un desconcierto de emociones, todas nuevas e intensas. Pegó su cuerpo a la espalda de Renato y la moto arrancó. Un viento tibio agitó su melena rubia y la hizo flotar como una medusa.