Pilar descorrió los visillos con precaución para ver si Carlos aún seguía en el patio de entrada donde habían despedido a María Ester. Estaba con Pancho junto a la camioneta. Hacía alardes con las manos y el otro reía. “Qué historia para la risa le estará inventando”, pensó. “Guatón bueno para la talla”, le decían sus compañeros de universidad, frase imposible de negar y que siempre consideró de mal gusto. Carlos era divertido, sin duda. Ella misma tenía que reconocer y agradecerle que la rescatara de la tristeza profunda de aquel tiempo, cuando se enteró de que Alonso había conocido en Iquique a la hija de un naval. Inés se lo había contado en un telegrama que le envió al fundo… Y ella sin saber nada porque Alonso nunca respondió sus cartas, ni siquiera las leyó. Debió insistir, quizá viajar al norte aunque sus padres le negaran el permiso, pero entonces conoció a Carlos. Pilar se refregó los brazos como si quisiera entrar en calor. Justamente ahí, frente a esa ventana del salón, se hallaba la tarde que vio a Carlos entrar a caballo en el patio de acceso a la casona, junto a los Eguiguren. Era un dieciocho que ya duraba cuatro días y su padre, como era tradición en fiestas patrias, había invitado a los vecinos a un asado de ternera. Todos en la casa estaban pendientes de la visita porque no era ningún misterio que llevaban a Carlos para presentárselo. Zunilda tenía razón: se puso contenta con solo verlo porque necesitaba a toda costa que ocurriera algo en su vida que le sacara de la cabeza, del cuerpo y del alma el recuerdo de Alonso.
No era guapo, ya era un hombre pasado de peso, pero Carlos le gustó. Más precisamente, la hizo sentir cómoda y olvidar, hasta reír. Al día siguiente lo invitó a dar un paseo a caballo para mostrarle el fundo e impresionarlo porque apenas supo que Alonso tenía polola se aterró con la idea de quedarse soltera. ¿Cuántas tías solteronas mantenía su padre?
Carlos fue atendido por la gente de la casa como nunca lo fue Alonso. Su madre no se cansaba de buscar antepasados comunes o conocidos entre ambas familias. Y su papá… Su padre supo que estaba terminando agronomía, cayó en un estado de fascinación encubierta y fue directo al grano. “Pilar, usted no va a tener otra oportunidad como esta para casarse”. Solo le faltó decir: “Las feítas no pueden darse el lujo de ser regodeonas”. A su padre le preocupaba que fuera fea, podía leerlo en sus ojos.
Más o menos en el mismo tiempo en que Alonso se comprometió con la hija del naval, ella y Carlos bendijeron las argollas.
–¡Pilar! –llamó Carlos desde la entrada–. Acompáñeme a recorrer las parcelas.
Montaba el caballo grande que no permitía que nadie más usara en su ausencia. En la espera, los dos perros se movían ansiosos.
Pilar salió al recibidor.
–Para que recordemos los buenos tiempos –insistió él–. Acuérdese de que se enamoró de mí en un paseo y después, me cazueleó.
–No hay caso contigo. ¿Qué es eso de cazuelear?
–Embolinar la perdiz y dar el zarpazo. Y aquí me tiene.
Ella reprimió una sonrisa.
–Voy a ponerme el pantalón de montar y regreso.
¿Se había enamorado de ella realmente? Por supuesto, se enamoró de ella y de todo lo que representaba. ¿Y qué tenía eso de malo? Uno es por lo que es y también por lo que trae, espera, sueña, hereda, en fin… Uno es hasta por lo que come o por dónde vive. Uno es mucho más que uno mismo. Carlos se había enamorado y lo demostró por años. Hasta que se aburrió de que ella lo criticara, lo ninguneara y lo evitara con excusas cada vez más febles. También tenía que agradecerle a Carlos que la siguiera soportando. A veces ni ella se soportaba.
Tomó la fusta con sus manos enguantadas y partió al recibidor. Pancho tenía su yegua tomada por las riendas y la esperaba a los pies de la escalera para ayudarla a montar. Carlos la seguía con los ojos, igual que aquella tarde cuando decidió conquistarlo.