Renato y Juan José dejaron las motos en una esquina apartada de la iglesia para no llamar la atención cuando se fuesen. A un costado, bajo el toldo del local de juegos, Macarena y María Paz iniciaban una conversación y se ordenaban el pelo que el viento había agitado durante el viaje. La gente del pueblo se encontraba en las calles a la espera de la misa. Parecía un día festivo y no era más que otro domingo anodino y caluroso que no ofrecía más diversión que la presencia de todos los vecinos en los alrededores de la plaza. Los hombres vestían ternos en variedad de grises, las mujeres iban con traje sastres y los niños, bien peinados. Los jóvenes aprovechaban de fumar. Pretendiendo discreción, todos se mantuvieron pendientes de los movimientos de los recién llegados.
El Chevrolet de los Ossa quedó estacionado al frente de la parroquia. Teresa y Titín bajaron del auto y se unieron a sus padres. Era ya una costumbre que los domingos compartidos con Carlos incluyesen la misa de las doce en la parroquia del pueblo. Al atravesar la calle, Pilar tomó del brazo a su marido después de que él se lo ofreciera con un alarde de galantería.
Macarena y Renato siguieron los pasos de la familia hacia la puerta principal.
–Creí que la Pilar seguía enojada con Carlos por lo del abuelo –comentó Renato–. Y la verdad es que es cierto lo que él dijo. Don Renato era un viejo bien fregado.
–¿Lo conociste? –preguntó Macarena.
–No, pero todo el mundo habla de él. “Don Renato Ossa aquí, don Renato allá” –mantuvo el paso y poco después añadió en tono de crítica–: No es fácil tener ese nombre. Toda la familia se cree con el derecho de meterse en mi vida.
Esa mañana Renato estaba claramente molesto. Macarena sospechaba que la noche anterior, durante la despedida, él y su mamá habían tenido una discusión. Quiso ahondar, pero el grupo ya saludaba al cura en la puerta de la iglesia.
Carlos y Pilar entraron del brazo acompañados del sacerdote y Teresa se quedó afuera junto a ellos a la espera de los Valdés. Buscaba con los ojos a Pedro Pablo, estaba inquieta. Se había hecho un moño que creaba sobre la frente una chasquilla corta y enroscada hacia la raíz. La mandíbula inferior, más escasa de lo común, y sus dientes grandes adquirían protagonismo. Macarena se arrepintió de no haber insistido en que se cambiara el peinado. También debió decirle que se pusiera pantalones en vez de un vestido con mangas.
De un instante a otro la expectación animó la cara de Teresa, Macarena supuso que los Valdés y sus amigos se acercaban. Se giró hacia la calle. Vicho y Soledad venían de la mano. Las caras contentas anunciaban que se habían emparejado. Kike saludó y continuó hacia el interior de la iglesia, la misa ya empezaba. Pedro Pablo se quedó afuera, junto al grupo. Cuando Teresa habló para proponer una nueva ida al río, él hizo el gesto de quien escucha algo de mal gusto. Casi de inmediato cambió el punto de mira y, luego, con una arruga en medio del entrecejo, se mantuvo distante. A Macarena no le cupo duda de que los esfuerzos de su amiga por conquistarlo eran y serían inútiles.
–¿Entramos? –propuso Renato.
Bastó que Macarena franqueara el portal de la iglesia para que todos los que ocupaban los asientos traseros se dedicaran a mirarla. Bajó la cabeza intuyendo que el pueblo entero murmuraba sobre ella: de la muerte de su madre, de lo pobres que eran, de su belleza algo triste, de las escapadas a la bodega… La sangre le subió de golpe y sintió la cara ardiente.
Empezaba el sermón. Renato se mantenía atento a la misa y Macarena creyó con alivio que no irían esta vez a un lugar solitario donde pudieran besarse tranquilos. Claro que quería ir, pero el instinto le indicaba que debía reservarse, conservar la virginidad a toda costa si quería que Renato la tomara en serio. Además, una escapada frente a todos habría sido el tema de la tarde entre esa gente y un buen motivo para enojar a Pilar. “Por sus frutos los conocerán”, escuchó decir al cura. “Un pecador es como el árbol maleado que da fruta podrida”. Macarena se mordió los labios, había pecado de lujuria. Sería la fruta podrida que nadie iba a probar, ni siquiera Renato, si no paraban de besarse como lo hacían en la bodega.
Cuando terminó el sermón y los oyentes se pusieron de pie, Renato le dijo al oído.
–Vamos. Los chiquillos se van a quedar a jugar taca-taca. Tenemos un rato para nosotros solos.
–¿Y los tíos? Van a saber que nos escapamos.
Él le cogió la mano y la llevó fuera. Se encaminaron hacia la moto.
–¿Por qué te preocupa tanto la Pilar? Ella no decide nada en nuestras vidas. Además, anda con la cabeza en otra cosa y después de misa se queda a conversar con el cura.
Macarena se detuvo a pesar del tono apremiante de Renato.
–¿No te das cuenta? No es solo la tía Pili. Todo el mundo me miraba –se armó de valor y continuó. Hubiera dicho que otra persona hablaba por ella–: ¿Tengo que decírtelo? Tú sabes que hay mujeres para casarse y otras… Otras para eso.
–Macarena, no ha ocurrido “eso” entre nosotros. Solo nos hemos besado.
–¡Y ellos qué saben! Deben creer que no me tomas en serio –tragó saliva–. A veces yo también lo pienso.
Macarena tuvo ganas de llorar, eran muchas las emociones contradictorias. Él no respondió. Enterró los dedos en el mechón de pelo castaño que caía en diagonal sobre su cara y lo echó hacia atrás.
–Tienes razón, me estoy apresurando. ¿Me perdonas?
Renato le tomó la cabeza con ambas manos y la sostuvo delicadamente.
–Estoy confundido. No quiero dañarte, quiero hacer las cosas bien –continuó–. Pero esto que siento por ti es muy fuerte, me gustas demasiado.
Se quedó mirándola como si pudiera hallar en los ojos de Macarena una salida a su confusión. Con el dorso de los dedos le acarició la mejilla.
–Entonces, no volvamos a la bodega de las manzanas –dijo ella.
En un acto de rendición, Renato la acercó por los hombros y la abrazó.
–Haremos lo que tú quieras.
Juanjo y María Paz se les unían.
–¿Qué pasa? ¿Por qué no te has ido? –preguntó él.
–Cambio de planes –dijo Renato–. La Maca prefiere quedarse.
Macarena asintió con la mirada; él estrechó el abrazo.
Todos regresaron a tiempo para el almuerzo del domingo. Llamó la atención de Macarena que Teresa apenas probara los platos y no se riera con las bromas de su papá. Algo le había pasado. Pilar estaba silenciosa, reconcentrada en asuntos ajenos al momento. Sin embargo, en ella se advertía cierta calma, una conformidad inusual en sus rasgos siempre duros. Tenía la expresión limpia que deja el llanto cuando ha sido sanador. Macarena respiró tranquila. En ese estado de introversión no pondría los ojos en ella ni en Maripá que había desparecido de la misa y regresado con Juanjo después del aperitivo.