XXXXIII

Por la tarde, cuando el sol empezaba a decaer, Macarena y Renato abandonaron la hamaca de lona y fueron hacia la entrada principal de la casa. En minutos, Carlos pasaría en busca de Renato para cumplir el compromiso acordado durante el almuerzo de recorrer juntos las parcelas del fundo.

Al sentarse en la escalera, Macarena escuchó a su espalda las voces de las amigas. Estaban de pie en la salita del teléfono: Teresa sostenía el auricular contra una oreja y María Paz, pegada al lado, intentaba participar en la conversación.

La camioneta ya viraba por la rotonda, la pareja se puso en pie.

–¿Podrán soportar una hora sin verse? –preguntó Carlos al frenar.

Renato besó a Macarena en la frente y fue hacia el asiento del acompañante. Ella puso las palmas sobre las cejas haciéndose sombra y, tal como si mirase una inmensidad despoblada, siguió con la vista la camioneta de Carlos hasta que dobló al final de la calle. Para no extraviarse en tal soledad, fue a la salita contigua a unirse a las niñas.

Teresa ya había cortado la llamada. Estaba de pie, con la cabeza caída sobre la clavícula. Maripá le sobaba ligeramente la espalda en un acto de consuelo. La escena recordó a Macarena el funeral de su mamá; todo el mundo había hecho lo mismo después de abrazar a su padre. Un latido distinto la puso en alerta.

–¿Qué pasó?

Ninguna de las dos chicas quiso responder.

–¿Con quién hablaban? –insistió.

María Paz hizo una mueca de fastidio y tras unos segundos, se animó a contar:

–Hablábamos con la Sole. Le dijo a la Tere que no se hiciera ilusiones con Pedro Pablo –dudó unos instantes, inspiró con pesar y luego, con la vista perdida, concluyó–: Dijo que a él no le gusta... Le gustas tú.

Macarena sintió que el suelo se partía bajo sus pies.

Teresa levantó la cara para enfrentarla. Sus ojos ardían de rabia.

–Eres una mosca muerta.

–Yo no tengo la culpa, Tere, no hice nada. Yo estoy pololeando… –la voz se deshacía en migajas.

–¡Cállate!

Macarena miró a María Paz en busca de ayuda, pero ella evitó el contacto. No iba a involucrarse, era obvio. Ni por un segundo arriesgaría su permanencia en el fundo por causa de ella, menos en “el verano más maravilloso de la vida”. Teresa dio un paso adelante, la furia no aflojaba.

–Coqueteas con todos, eres una Pe cinco Te uno –ya sin poder contenerse, tomó aire y le gritó–: Eso eres: ¡Una puta!

–Te juro que yo nunca…

–¡No me importa! –chilló–. Por tu culpa ese cualquiera se dio el gusto de despreciarme.

Teresa se desmoronó en la silla junto al teléfono y comenzó a hipar. Maripá se acuclilló frente a ella, su pelo castaño cayó sobre los muslos.

–¿Por qué me tratas así?, soy tu amiga –intentó Macarena con la voz rasposa. Los dedos fríos de la pena bajaban por su garganta, hurgaban en zonas oscuras.

Teresa paró de llorar y la miró con los ojos de un perro a punto de morder.

–¡Yo nunca he sido tu amiga! Te invitaron porque tu familia es pobretona y por lo de tu mamá.

Ni siquiera se detuvo al mencionar a su madre. Por el contrario, Teresa puso las manos en la silla, irguió el pecho como si fuera a saltar sobre ella y atacó otra vez:

–Eres una rota, no sé cómo Renato se fijó en ti. Seguro que te bota cuando se dé cuenta de que eres puta. ¡Puta! ¡Le voy a decir a mi mamá que te eche! –siguió, fuera de sí.

Macarena no podía creer lo que estaba oyendo, era imposible que alguien la tratara así. Retrocedió sin despegar la vista del conjunto feroz que formaban Teresa y María Paz.

Salió de la pieza. A sus espaldas sintió un portazo que hizo trizas todo lo que había encontrado en esa casa.