Teresa y María Paz regresaron corriendo a la pieza después de darle un beso apurado, indiferente. Los dueños de casa permanecieron en el patio de entrada a la casona al pie de la escalera. Fue una despedida igual a cualquier otra, pero en esa ocasión forzada por Pilar para que nadie dijera después que la echaron como a un perro que merodea por territorio ajeno.
Macarena, quieta, con las manos entrelazadas por delante, esperaba. Si era cierto lo que Renato había dicho, entonces anunciaría que él también se iba. Con la mirada al suelo se mantuvo pendiente de cada uno de sus movimientos apenas escuchó sus pasos acercándose por el corredor. Sintió la proximidad de su cuerpo, el olor a pino de su colonia, el saludo a Ernesto y después, el silencio.
La tensión era tan notoria como los perros que se paseaban entre las piernas, la corpulencia de Carlos o los comentarios predecibles que imponía la ocasión.
–Te agradezco infinitamente las atenciones, Pilita.
Su padre había dicho lo mismo en distintas frases desde que se bajó de la citroneta: “mil gracias”, “quedamos en deuda con ustedes”, “han sido tan generosos”. El tono algo altisonante desmentía la alegría precaria de sus palabras. Aunque no la mirase, Macarena sabía que Pilar escuchaba con su sonrisa de labios fruncidos, los ojos duros y la frente en alto; toda ella revestida en su finura. Nadie habría creído que estaba asestando un golpe cruel, que la botaba de su casa con viento fresco tal cual ella intuyó después de la pelea con Teresa.
Ernesto puso el bolso de Macarena en el asiento posterior del auto. Cada uno de sus gestos desprendía la mansedumbre que los años y el dolor habían acentuado. Renato seguía junto a ella, aún en silencio.
–Ya, Maquita, hora de irse –apuró su padre.
Ella rascó la nuca del perro Negro que permanecía cerca y se armó de valor para las despedidas. No había visto a Pilar desde la tarde anterior, cuando regresó a la casa en la moto de Renato. Estaba esperándolos en la galería, de pie, detrás de la baranda. Apenas los vio aparecer por el camino de tierra, les dio la espalda y partió a encerrarse en su pieza de la cual no salió hasta esa mañana. Fueron las niñas las que le avisaron que su papá estaba en la casona.
Inspiró hondo y fue hacia Pilar quien la recibió con la sonrisa parca de siempre. Sin embargo, todo en ella traslucía tristeza; no era más que una reina ya vencida por la soledad que, pese a todo, aún defendía su feudo. Macarena le dio un beso rápido, murmuró un “gracias, tía” y avanzó hasta Carlos.
–Chiquilla más linda, igual a su madre. Te van a llover los pajarracos.
Entonces, fue hacia Renato.
–Te llamo –dijo él.
¿Me quieres todavía? ¿Te irás conmigo? ¿Cuándo? Las dudas se amontonaban unas sobre otras en la garganta, presionaban, incitaban el llanto… y la mirada de Pilar quemaba en la piel. No fue capaz de besar a Renato en la mejilla. Se tragó las preguntas con saliva espesa, entró en la citroneta que Ernesto había abierto y miró enfrente. “Te llamo”, siguió pendiendo en el aire, sin sustento, vacilante como hoja a punto de caer. Afuera, su padre volvía a agradecer entre adioses. En el rellano del repostero al final del corredor, Zunilda participaba de las despedidas con los puños prendidos al mandil y una suerte de luto encorvándole los hombros. En la distancia sintió su abrazo. A pocos metros, detenido sobre la gravilla del garaje, Pancho contemplaba la escena con las muñecas apoyadas, una sobre la otra, en el mango del rastrillo.
La citroneta enfiló entre sacudidas por un camino de tierra, Ernesto posó la mano libre sobre la de Macarena. Atrás, una polvareda tornadiza desdibujaba el horizonte en la cual aún no se distinguía la silueta de Renato. Un aliento gélido se enroscaba en volutas en el centro de su cuerpo, la invadía, la aislaba. “Le conseguí a tu hermano la piscinita plástica, una ‘Pelopincho’”, decía su padre y su voz le llegaba desde lejos, igual que en las horas inmediatas a la muerte de su mamá. ¡En qué minuto pretendió que las cosas serían distintas! Nada iba a cambiar en su vida y menos en la de ellos. El grupo haría otros paseos al río, al cerro o a la plaza del pueblo, quizás, aliviados de que la “galla esa” se hubiera ido. Y hablarían sin tapujos de “la rota que creyó que Renato se fijaría en ella”. Pilar, con el cuello estirado y con la boca plegada en una arruga, cortaría rosas blancas para avivar los floreros del salón. En la cocina Jovita comentaría de mil maneras, hasta el cansancio de Zunilda, que “las bonitas son todas sueltas”. ¿Y Renato? ¿Qué haría Renato? Si no la buscaba, su vida se vendría abajo. ¿Cómo levantarse de nuevo? Tuvo total conciencia de que el hielo de muerte que sentía por dentro iba a quemar la inocencia, la alegría, la confianza. Todo lo bueno que renació en ella durante el verano iba a secarse si Renato olvidaba las promesas que le juró al oído mientras le hacía el amor en el piso de ese cuarto de tablas.
Miró por el parabrisas hacia otra capa de la realidad, hacia un espacio inalcanzable; su padre le tomó la mano. “Eres preciosa, ya aparecerá el chico que te merezca”. ¡Claro que era linda! ¡Cuántas veces lo había oído! Pero nadie le advirtió que pagaría por eso, que la belleza traería poder y también rechazo, envidia, maledicencia, en fin, ese dolor difuso pero intenso adherido a la piel. Y no quería a otro chico; quería a Renato junto a ella en la hamaca de la pérgola, en el comedor a la hora del té buscando su mano bajo la mesa, en la escalera frente al rosal. Añoraba el hueco de su hombro cuando la mecía al ritmo de un lento, el contacto de su espalda en los paseos en moto, sus besos. Apretó los puños hasta sentir que las uñas se clavaban en las palmas. ¿Cómo esquivar el filo hiriente de la nostalgia? Una vez más fijó la vista en la ventana trasera. Solo el torbellino de emociones, de polvo y la ausencia. Renato… Quizá, se tomaría un tiempo; quizá, tal como dijo, la llamaría pronto. Tal vez mañana.
EPÍLOGO
La imagen era la misma: la citroneta de Ernesto yéndose por el camino de acceso, dejando atrás una polvareda. Aquella vez se había quedado sola con Macarena mientras el polvo iba aclarando y en su ánimo se gestaba una tormenta. Ahora primaba en ella el alivio de hacer lo correcto, la tormenta daba paso a una mayor serenidad.
Carlos dio a los perros unos palmotazos en el lomo y regresó a la casona sin decir palabras. Era su modo de manifestar desacuerdo: quedarse callado, negar con la cabeza e irse pisando fuerte. Pilar sonrió. Carlos siempre había creído que así lograba dejarla incómoda, incluso, amedrentada, sin embargo ocurría lo contrario: a ella le parecía que en esas ocasiones su marido recuperaba su eje, su reserva, siempre dispersa cuando estaba alegre. En ese acto asomaba algo del aplomo viril de los primeros años. Otra racha de agradecimiento la entristeció. Eso era lo que iba quedando entre ellos: agradecimiento. Además de la costumbre, los hijos, las casas, los futuros nietos… la familia. El matrimonio era mucho más que ella y él.
“Debiste hablar con Renato en vez de echar a esa chiquilla del fundo. Aquí el culpable es él”, le había dicho esa mañana en la pieza al enterarse de que Ernesto llegaría pronto. Ella hizo caso omiso y partió al baño con su ropa. No le gustaba que él la viera vestirse ni que le dijeran, quien quiera que fuese, lo que debió haber hecho. Eso era algo que siempre estaba en sus pensamientos. Aún al pie de la escalera, vio a Zunilda entrar en la cocina y a Pancho empezar a barrer.
Pilar se había quedado a solas con Renato en el patio de la entrada. Lo observó. Seguía ahí, en el mismo sitio en que lo dejó Macarena, con las manos en los bolsillos y la vista al suelo. El mechón de pelo le caía en la cara. Los perros dieron un par de vueltas y se echaron sobre la gravilla con las cabezas sobre las patas y las caras tristes. Ellos también hacían su aporte al coro de lamentaciones por la partida de Macarena. Se acercó a Renato hasta quedar frente a él. Estaba encerrado en sí mismo, algo perdido en el desconcierto que deja en la mente el embate de lo inesperado. Pilar no sentía culpa; el culpable de lo que había pasado era él. No tuvo dudas de que Renato se debatía entre seguir a Macarena o esperar. Ella había enfrentado el mismo dilema cuando Alonso le entregó al chofer de su padre la carta con la despedida. Aquella tarde debió correr a pedirle que volvieran. Alonso la habría perdonado pese a los chismes de Inés, al rechazo que su padre hacía notar o a la indiferencia de su madre. Pero se frenó y Alonso se fue para siempre.
Pilar se animó.
–¿Qué vas a hacer?
Renato la miró furioso.
–¿Por qué insistes en meterte en mis cosas?
–Porque no son solo tuyas.
–Actuaste mal, debiste hablar conmigo. Fue feo lo que hiciste –dijo él conteniendo en la voz la rabia que destellaba en los ojos.
Renato empezó a inquietarse, pero seguía atrapado en la confusión.
–¿La quieres? Porque si la quieres, no sé qué estás haciendo aquí.
Él levantó la vista con desconfianza. Ordenó detrás de la oreja el mechón rebelde. Respiró.
–Después de lo que ha pasado tienes que hacerte cargo, ir por ella.
Pilar mantuvo la actitud desafiante.
–No espero menos de ti –agregó.
Pilar dio media vuelta y subió por las escaleras. Entró en el salón donde Carlos ya se había instalado en el sofá rojo a la espera del aperitivo.