–Zunilda, dígale a Pancho cuando lo vea que ponga otra cama en la pieza de las niñas.
La mujer no reaccionó. Se mantuvo de espaldas a ella pelando unas papas frente al mesón de trabajo de la cocina. “Cada día más sorda. Pobre Zuni”, pensó. Zunilda se dio vuelta con un sobresalto y al segundo siguiente le sonrió. Pilar se hubiera escondido en el abrazo de la mujer como lo hacía cuando era chica y andaba con ganas de llorar. La nostalgia de “la nana Zuni” regresaba cada vez que algo irrumpía en sus rutinas y le contaminaba el ánimo. Como ahora. En realidad, nunca dejó de sentir añoranza de su regazo. Sin embargo, pocas veces se permitía un acercamiento cariñoso. Implicaba tutearla, hacerse vulnerable, bajar hasta ella, lo cual no era bien visto en una señora. Ni siquiera era del gusto de los empleados. “Una vez casada, cada quien en el lugar que le corresponde”, decía su abuela. Y así había ocurrido en su familia de una forma tan natural que nunca nadie en la casona habría cuestionado el hecho. Esta vez cedió ante la cercanía. Le devolvió la sonrisa y fue a sentarse junto a ella. Necesitaba que las manos tibias de Zunilda la tranquilizaran.
–Qué le pasa, señora Pili?
–No sé, Zuni, hoy no ando bien. Estoy inquieta, ya se me pasará.
Zunilda hizo a un lado la fuente con las papas y se acomodó en una silla a su lado.
–Es que no hace nada que falleció la señora Inesita. Dios la tenga en su santo reino.
Pilar empuñó las manos sobre la mesa. Zunilda las cubrió con su palma, en silencio.
–Y para colmo se me ocurrió invitar a esta niñita que es la viva copia de la Inés. Ay, Zuni, se me vinieron tantos recuerdos encima… Y Ernesto hecho una miseria.
Siguió hablando a sabiendas de que Zunilda apenas le entendía. Mejor que estuviera sorda, mejor no compartir tanta intimidad con ella ni con nadie. Bastaba con los ojos compasivos de la nana, su cara ancha, la compañía de alguien querido.
–¿Le preparo una agüita de esas que le gustan? –dijo la mujer, aprovechando una pausa.
–No, ya he hablado demasiado. Mejor le ofreces algo de comer a esa niña que parece un espíritu –esta vez sí se hizo escuchar.
–La Maquita. Así se llama, ¿no? Dios la guarde… Pobrecita la niña.
–No hay que pobretearla tanto, Zunilda.
Pilar notó un giro en su propia voz, una dureza espontánea y fuera de lugar.
–A nadie le gusta provocar lástima –enmendó.
Dejó la silla, irguió la espalda y volvió a ser la señora Pilar.
–Que Pancho ponga una cama en la pieza de las niñas –ordenó.
Salió de la cocina sin un rumbo definido. Cierto escozor, una inquietud indefinida, la obligaba a moverse. Entró en el salón principal que siempre estaba en calma en las horas previas al almuerzo. Ahí, en esa misma habitación, en plena adolescencia, ella e Inés se tiraban en los sillones a rumiar cada cual su fantasía romántica. Después, cuando oscurecía, se escondían en los rincones tapadas con sábanas para asustar a los primos chicos o a las empleadas más jóvenes. Cuántos veranos compartidos y ahora Inés estaba muerta. Sintió la nostalgia como un dardo en el pecho. Nostalgia de su juventud, de las ilusiones que nunca se cumplieron… de Alonso. Ningún día de esos veranos en la casona pudo jamás compararse con los días pasados con él. Alonso y ella, Inés y Ernesto: los cuatro en ese living, en el relajo de una complicidad sin palabras. No recordaba haber estado tan cómoda con alguien ni antes ni después de esas vacaciones.
–Si no viene un adulto responsable a explicarme quiénes son los hermanos Rojas, no tiene permiso –había dicho su padre una semana antes, cuando ella planteó lo de la invitación.
–Papá, Ernesto es el novio de la Inés y Alonso es cadete en la Escuela Militar.
–A la casa no entra gente desconocida.
Su padre jamás habría permitido que los invitara a la casona de no haber sido por la mamá de Inés. Hubo que rogarle por días que fuera personalmente a la casa de los Ossa a convencer a don Renato. Pero, consiguieron el permiso.
Cada momento de aquella semana fijó en su cuerpo una emoción distinta: la levedad del primer beso cuando Alonso le pidió pololeo, el olor de sus manos a veces a cigarro, otras a mentol; el cosquilleo en el pecho cada vez que lo vio entrar en ese mismo salón. Le resultó extraño que la joven de su recuerdo fuese ella misma. Ahí estaba frente a los sillones de siempre, los muros repintados, los objetos en las mesas que nadie había cambiado en un siglo y, sin embargo, eran distintos. Las capas de tiempo habían añejado y empequeñecido todo, ella incluida, menos el recuerdo de Alonso.
A través de los visillos de la ventana vio a Macarena caminar por el corredor. Habría dicho con toda seguridad que era Inés saliendo al jardín a tomar aire en una de esas tardes lentas y felices de la adolescencia.