–El centro es fome, en ese pueblo no hay nada que hacer –insistió Teresa.
–¿Y si conocemos a alguien? ¡Pasamos todo el día aquí! –se quejó Maripá–. Podemos tomarnos un helado y caminar por la plaza. ¡Es viernes!
De mala gana Teresa dejó la hamaca bajo la pérgola de fierro y fue a pedirle permiso a su mamá. Poco después regresó con las llaves del Chevrolet Impala que se guardaba en el cobertizo.
–El Pancho nos va a llevar. Vamos a arreglarnos.
María Paz dio un salto y corrió al dormitorio. Macarena las acompañó en silencio. Tendría que pedirle ropa a Teresa, otra vez. Todo lo que llevó al fundo había sido descartado por sus nuevas amigas. “Pasado de moda… de invierno… uf, de abuelita… Macarena, ¿por qué trajiste esta ropa?”. ¿Cómo explicarles que en los últimos años nunca tuvo la posibilidad de elegir lo que se ponía? O heredaba alguna prenda o se la hacía su mamá con una máquina de coser a pedales.
–Arréglate bien para que nos miren –exigió Maripá–. Ponte mi blusa celeste, combina con tus ojos, y la mini de mezclilla que está en mi cajón.
El lugar parecía abandonado. Las calles y las fachadas muertas, los postes de cemento y los cables mustios que colgaban de ellos, se repetían a lo largo del camino. El auto de la familia Ossa conducido por Pancho cruzó el pueblo, rodeó la plaza principal y se estacionó justo al frente del local de helados. Las niñas se bajaron.
–Nadie viene al centro a menos que haya misa –explicó Teresa y a Macarena le pareció lógico.
–Es que todavía hace mucho calor, deberíamos haber venido más tarde –comentó Maripá.
Compraron los helados y fueron hacia la plaza. Pasaron cerca de dos militares armados con fusiles a los que Teresa dio las buenas tardes. Ellos le devolvieron el saludo. “Mi papá dice que nos salvaron de no sé qué y que tenemos que ser simpáticas con ellos”, comentó al aire, al tiempo que escogían de asiento los bancos junto al odeón. Un perro viejo dormitaba bajo la sombra de un pimiento; a pocos metros, a pleno sol, cuatro palomas picoteaban los pastelones.
Cuando estaban a punto de irse, Teresa vio a los hermanos Valdés, vecinos del fundo.
–El Kike y la Sole –dijo en voz baja–. Los veo siempre en la iglesia, pero nunca hemos conversado. Él es un tacuaco y ella es súper gansa. Mira los lentes de vieja que se pone.
Maripá les hizo una seña y la pareja de jóvenes se acercó.
–Hola, somos las vecinas. Me llamo María Paz, pero díganme Maripá. Y ella es la Maca. A la Tere ya la conocen.
Macarena supuso que los hermanos estaban tan aburridos como ellas porque se quedaron y buscaron conversación pese al notorio desencanto de María Paz. Sin duda, Kike no sería el escogido para besarla.
–Ahí llegaron –anunció Soledad mientras apuntaba con el dedo hacia otros dos chicos, uno alto y el otro algo macizo, que bajaban de una liebre a un costado de la plaza.
Vicho y Pedro Pablo, compañeros de colegio de Kike, cargaban mochilas y venían a quedarse en la casa de los Valdés. Cuando se unieron al grupo, los ojos de Maripá se encendieron de pronto.
Hechas las presentaciones, Teresa quiso irse.
–¡Tan luego! –alegó Pedro Pablo, el más alto de los amigos. Tenía la sonrisa desplegada a toda cara.
–Es que ya tenemos que volver. Pero vayan cuando quieran a vernos.
–¿Y si nos juntamos más tarde? –Maripá clavó los ojos en su amiga y agregó–: ¿Qué te parece a las siete y media, Tere?
–Mejor otro día –decidió Teresa–. Así alcanzo a avisarle a mi mamá.
–Listo, mañana a las ocho. Lleven discos –cerró María Paz antes de que surgiera un problema.
Se despidieron y volvieron al Impala; Pancho puso en marcha el motor. En el asiento trasero, las niñas se rieron con la cabeza gacha para que el grupo, aún en la plaza, no las viera.
María Paz le dio un codazo a Macarena:
–Viste que nos fue bien –le comentó–. El Pedro Pablo está harto bueno.