REBECA CAMINABA CON VELOCIDAD. Se retrasaba, y mucho. Era 1° de enero. El año nuevo tenía apenas tres horas de vida. La calle, sin embargo, estaba inusualmente tranquila. Nada en comparación a dos horas atrás, cuando todo el mundo terminaba de celebrar con sus familiares la entrada del nuevo año y partían raudos al salón de fiestas donde habían reservado pase, o a la casa de un amigo en la que estarían bailando y bebiendo hasta el amanecer. Un plan parecido existía con el grupo de jóvenes de la iglesia: todos quedaron en verse a la una de la madrugada en la casa de Josué, pero Rebeca no pudo salir hasta las tres. Sus padres no se lo permitieron.
Aquel mismo día por la mañana, Elisabet había contado a Sara las intenciones de boda que tenía su hermana pequeña.
Años atrás, antes de que Sara se hubiera marchado de casa, las relaciones entre ella y Rebeca eran realmente malas. Sara sentía constantemente celos de su hermana menor, alegando que sus padres siempre se preocupaban más por la pequeña de la casa. Al principio, durante los primeros años después del nacimiento de Rebeca, Elisabet y Aarón pensaron que era un sentimiento de envidia momentáneo y que a Sara se le terminaría pasando con el tiempo. Sin embargo, los celos recrudecieron en lugar de menguar, y cuanto mayores eran éstos, más problemas causaba Sara en casa. Las dos hermanas se distanciaron cada vez más y sus padres, aunque no lo desearan, no pudieron evitar hacer una diferencia entre la hija buena y a la oveja negra de la familia. Sara lo notó, y se marchó.
Elisabet confiaba en que aquellos celos y aquel sentimiento de «princesa destronada» que padecía Sara hubieran desaparecido en sus años de ausencia, pero la hermana mayor guardaba todavía mucho rencor contra Rebeca. La noche del 31 de diciembre, cuando la familia se sentaba lista para cenar y esperar unidos las campanadas de medianoche, Sara aprovechó para descargar sobre Aarón los secretos que su madre le había confiado. Aarón, desconcertado, obligó a Rebeca a darle explicaciones sobre aquella decisión, a su juicio poco meditada. Rebeca intentó convencer a su padre de lo firme que era su decisión, pero no pudo evitar que, enfrascados en la discusión, las horas transcurrieran, una tras otras, hasta hacerse demasiado tarde.
Aarón no estaba seguro de la decisión de su hija. Ismael era un buen chico, cierto. Era posiblemente el mejor chico de toda la iglesia, pero la cuestión era que Rebeca, su pequeña Rebeca, contaba solo 19 años. ¿No sería, quizás, que estaba dejándose llevar por sus impulsos de adolescente? ¿Que fuera deseo y no verdadero amor lo que sentía? Rebeca no pudo evitar enfurecerse cuando pusieron en duda su amor verdadero. ¿Qué sabrían sus padres de lo que ella sentía? Pero lo peor de todo era soportar la cara de Sara, sentada frente a ella, al otro lado de la mesa, con una leve sonrisa de satisfacción en el rostro y mostrando esa mirada que decía «eres la niña mimada de la familia».
Solo pensar en aquella escena le puso a Rebeca los nervios de punta. Caminó más aprisa mientras ascendía por la avenida. A cada paso escuchaba el sonido de sus tacones resonar por toda la calle. Hacía tanto frío que se le había enrojecido la punta de la nariz, pero estaba tan enfrascada en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que estaba tiritando.
¿Lo era? ¿Era la niña mimada? Odiaba que su hermana la hiciera dudar. No, no quiso consentir que Sara ganara la partida, y por ello, durante la discusión con sus padres, se dedicó a alzar más y más la voz para alejar cualquier identificación con un carácter mimado. Sus padres no la alzaron, pero la discusión siguió creciendo en tensión. Al final, como era lógico esperar, no se alcanzó acuerdo alguno y todo terminó con un portazo. Rebeca se marchó de casa, a pesar de que su padre le hubiera prohibido terminantemente salir hasta llegar a una solución. No quería escucharles más, y no pensaba seguir soportando la mirada triunfante de Sara.
El portazo retumbó por todo el portal. Seguro que todos los vecinos lo habrían escuchado.
Mejor, pensó mientras bajaba por el ascensor. Que todos se enteraran, así sabrían que la suya no era una familia de «cristianitos» modelo.
Es más, lo que pudieran pensar los vecinos al escuchar el portazo estaría revolviéndole las tripas a su padre, siempre empeñado en aparentar que su familia no tenía problemas, ejemplar. Por la misma causa evitaban hablar de Sara, a no ser que fuera necesario. ¿Y ahora qué? ¿Tampoco hablarían del incidente con ella? Seguro que no. Se preocuparían en aparentar que todo seguía de maravilla.
Mientras caminaba por la calle, Rebeca no pudo evitar que le aflorara una sonrisa al imaginar qué ocurriría cuando toda la iglesia supiera que iba a casarse con Ismael. ¿Qué dirían entonces sus padres ante todos? Tendrían que aprobarlo. Sí, tendrían que hacerlo para aparentar que no existía conflicto alguno con su hija, que la boda había sido aprobada bajo una decisión unánime, y bendecida por el pastor.
Entonces, Josué cruzó por su memoria como una exhalación. Rebeca todavía no podía creer que hubiera confesado su amor por ella. El recuerdo la indignaba, pero no lograba adivinar por qué. Si sabía de antemano que ella e Ismael iban a casarse, ¿por qué quiso declararse a pesar de todo? No lo comprendía. Pero había algo más que la hacía enfadar. Veía, sin entender la razón, que Josué no era más que un pobre cobarde. Era un pensamiento difuso, pero que la hacía sentir mal. Intentó alejarlo de su cabeza.
Se detuvo en seco en mitad de la calle. Había andado casi todo el camino dándole vueltas a sus pensamientos, sin darse cuenta de adónde la llevaban sus pasos. Levantó la mirada. Estaba apenas a unos metros de la casa de Josué.
Las ventanas del segundo piso, carentes de cortinas, dejaban salir la luz de las habitaciones. Desde la distancia logró distinguir algunas figuras, incluso creyó escuchar algo de la música que sonaba en el interior. A estas horas la fiesta debía estar en pleno apogeo.
El camino que la separaba de la casa de Josué lo ocupaban las canchas de baloncesto. Oscuras, dormitando en aquella primera noche del año. Las luces de las farolas en el interior nunca se encendían, por lo que apenas podían distinguirse las canastas o las líneas blancas del suelo que demarcaban el campo de baloncesto. En los bordes, los arbustos sumían ciertas zonas en la más absoluta negrura.
Sin que se diera cuenta, sus pasos la habían llevado hasta allí, guiados por un camino que conocía de sobra mientras su cabeza se ocupaba en otros asuntos. Aguzó un poco más la mirada para escrutar las tinieblas, dudando entre si cruzar por aquel tenebroso atajo o desandar sus pasos y rodear los edificios. El rodeo la llevaría unos diez minutos, hacía frío y llegaba muy tarde a la fiesta. En cambio, si cruzaba por las canchas llegaría al mismo sitio en dos minutos como mucho. Miró a su alrededor. Las calles estaban desiertas. Volvió a fijar la vista en el interior de las canchas. Parecían vacías también, pero envueltas en aquella oscuridad no inspiraban ninguna confianza. No, no se arriesgaría. Se dio media vuelta y retrocedió por el mismo camino por el que había venido.
Cuando llevaba desandados unos diez metros, la golpeó una ráfaga de frío invernal que le causó un incómodo escalofrío y la volvió a detener. Afloraron las dudas de nuevo, pero súbitamente le asaltó un sentimiento de valentía ¿Qué hacía? La casa de Josué estaba a treinta metros, tal vez veinte. No iba a ocurrir nada, llegaba muy tarde y hacía demasiado frío. Estaba deseando llegar a la fiesta, donde el calor y las sonrisas, su prometido y todos sus amigos la esperaban.
Decidida, Rebeca dio media vuelta y caminó con resolución hacia las canchas. Cuando éstas se mostraron nuevamente ante sus ojos, el miedo volvió a aflorar, pero lo ignoró y siguió adelante. Se introdujo en la primera cancha a través de una entrada en la valla metálica y apretó el paso, mirando hacia todas partes.
El frío parecía recrudecer en el interior del lugar. Una bruma mortecina se había posado a ras del césped y sobre el ambiente. Esquivó unas cintas al pasar bajo la primera canasta. Al parecer, alguien había estrellado una videocinta contra el suelo y había jugado a encestar las bobinas de su interior; de modo que colgaban desde la canasta a unos pocos centímetros antes de llegar al suelo y se agitaban con la más leve brisa como los brazos de un espectro. Rebeca miró a su izquierda, los muros de aquel lado estaban llenos con multitud de pintadas. Letras de vivos colores superpuestas unas a otras, componiendo palabras de formas grotescas y difícil traducción, y entre ellas, en el mismo centro, alguien había logrado dibujar con suma destreza la cara de Jack Nicholson, en el momento en que se asomaba a través del hueco en la puerta que él mismo había abierto a hachazos, hacia el final de la película El resplandor . El rostro era enorme y terriblemente real. Parecía seguir a Rebeca con aquella mirada enloquecida a medida que ésta avanzaba cruzando la primera de las canchas. Aquella cara le provocó verdadero pánico, así que desvió su atención hacia otro lado, hacia el frente, pero entonces otra imagen la dejó totalmente paralizada.
Allí delante, junto a la salida de la primera cancha, había un grupo de personas. Eran apenas sombras esbozadas en la noche, unas cinco o seis figuras que caminaban sin prisa, como paseando en mitad de aquella soledad. Miró hacia atrás, procurando asegurar una posible huida. Para su horror, otras tres personas caminaban a su espalda, a unos pocos metros. ¿Desde cuando estaban ahí? Ni siquiera las había visto llegar. Habían aparecido de la nada. Cada vez más asustada, decidió seguir caminando como si nada ocurriera. En el fondo, tenía la certeza de que no ocurriría nada. Las personas que la seguían estaban cruzando por el atajo de las canchas, como ella hacía, y las que estaban delante tal vez estuvieran paseando a sus perros.
Cruzó la salida. Una acera de adoquines anaranjados conducía hacia la segunda cancha. A ambos lados todo era tierra embarrada por efecto del intenso frío y, más allá, la zona de los árboles y arbustos. Pasó frente al grupo de personas, de reojo cruzó la mirada con una de aquellas figuras. Distinguió a un chico de unos 25 años, con perilla y una gorra oscura calada hasta las cejas. Él también la miró.
Pasó de largo, apretando el paso, pero no demasiado, para que no pareciera que tenía miedo. No sabía por qué, pero no quería aparentar que se sentía totalmente aterrada. Apenas hubo caminado unos metros cuando le sobresaltó una voz masculina.
–¡Oye! ¿Tienes fuego?
Al mismo tiempo escuchó pasos acercándose a través de la tierra embarrada. Se detuvo, casi instintivamente, y volvió levemente la cabeza para contestar.
–No, lo siento. No fumo.
Se reprochó por haberse parado, por haber contestado. Era un error detenerse. ¿Por qué lo había hecho? Por ser educada, tal vez. Echó andar de nuevo, esta vez lo más rápidamente posible, sin importarle si aparentaba o no estar muerta de miedo, pero acto seguido otra voz volvió a llamarla, también masculina.
–Perdona. ¿Podríasprestarme algo de dinero?
–Lo siento, no llevo nada.
Esta vez contestó sin detenerse, sin volver la vista. Tras su respuesta se produjo un silencio largo, incómodo y frío como la misma noche. Pero Rebeca no quiso girarse para ver qué ocurría, cuál era la reacción de sus interlocutores. La calle de enfrente, tras la segunda cancha, fue lo único en lo que fijó la vista.
Ya pensaba que por fin la iban a dejar en paz, cuando, de pronto, uno de aquellos chicos la sorprendió apareciendo por su lado izquierdo y se colocó frente a ella, impidiéndole el paso.
–Venga, dame algo, anda.
–No llevo nada, de verdad.
Rebeca no se atrevía a levantar la mirada. Escuchó que varios pasos volvían a acercarse a su espalda, pero tuvo miedo de volverse.
–No te voy a robar, guapa –dijo aquel chico que se interponía en su camino–. No tengas miedo. Solo quiero unas monedas para comprar tabaco.
Otra voz sonó tras ella, la de otro chico. Parecía estar a unos metros de distancia.
–Venga, Gago. Déjala ya.
–No le voy a hacer nada –respondió Gago.
Rebeca intentó seguir el camino, pasando a un lado de Gago, pero éste volvió a interceptarla de un salto.
–Oye, no te vayas. ¿He dicho yo que puedas irte?
Rebeca no supo qué responder. El grupo de personas comenzó a rodearla, emergiendo de la noche y formando un círculo a su alrededor. Al lado de Gago se colocó un chico que no tendría más de 17 años. Lo agarró del brazo para llamar su atención.
–Venga, Gago. Está muerta de miedo. Deja que se marche.
En lugar de tranquilizarla, aquel muchacho consiguió el efecto contrario. Gago le soltó el brazo con un zarandeo.
–¡Lárgate,Mario! Yo hago lo que me da la gana.
Mario se separó y Gago volvió a dirigirse a Rebeca, quien escrutaba de reojo el rostro de todos los presentes. Serían unas siete personas y todos la miraban sonrientes. Era una sonrisa maliciosa, llena con una oscura intención, como aquella que, pintada en el muro, la había saludado al entrar.
–Mira, guapa –dijo Gago–. No puedes irte hasta que no me pagues. ¿Estáclaro?
–No tengo nada, de verdad. He salido de casa sin dinero –dijo Rebeca con voz temblorosa, a punto de que se le saltaran las lágrimas y logrando a duras penas que las piernas la respondieran. Estaba cada vez más segura de que algo horrible estaba a punto de pasar y de que no había forma de librarse de ello.
–Pues te quedas con nosotros –respondió Gago, y al momento se le unieron algunas risas salidas de entre el grupo.
Rebeca no pudo aguantar más las lágrimas. Comenzó a sollozar. Buscó con su mirada a Mario, el único que parecía defenderla de entre todos los desconocidos.
–Por favor –acertó a decir. La voz le salía entrecortada a causa de las lágrimas–. Por favor, dejad que me marche. Dejad que me marche.
Nadie respondió. Mario la miraba con rostro apenado, pero tampoco se atrevió a defenderla. Gago suspiró hondo y respondió:
–Está bien, puedes irte –dijo, y se hizo a un lado–. Anda, vete. Y perdona.
Por primera vez, Rebeca miró a Gago directo a los ojos, era el chico de la perilla con el que había cruzado la mirada hacía un minuto.
–Gracias –dijo, todavía entre lágrimas, y volvió a reanudar el paso.
Gago le sonrió, como si todo no hubiera sido más que una broma pesada. Se despidió realizando un pequeño saludo con la mano. Rebeca quiso correr, pero decidió que era mejor andar, aunque a buen paso. No quería dar un motivo para ofender a Gago ni a ninguno de los chicos del grupo y que volvieran a detenerla. Pero entonces, cuando apenas se hubo separado unos metros del grupo, la voz de Gago volvió a llamarla.
–¡Oye!
Se le heló la sangre, dudó. No quería parar de nuevo, pero no hacerlo podría molestarles como anteriormente había ocurrido, y podría empeorar las cosas. Se detuvo y dio media vuelta, encarándolos. Gago ya había avanzado hasta ella, con una sonrisa amable en los labios. El resto se quedó atrás.
–Se te olvida esto –dijo al llegar hasta Rebeca y volvió el torso como si intentara buscar algo en el bolsillo trasero de su pantalón, pero de pronto la mano regresó sobre su recorrido y golpeó a Rebeca en la cara con toda la fuerza del impulso. El puñetazo le dio de lleno en el lado izquierdo de la cabeza, a la altura de la sien, y la lanzó contra el suelo de tierra, fuera de la acera adoquinada.
No llegó a perder el sentido del todo, pero las fuerzas la abandonaron casi por completo. Su cuerpo se transformó en un pelele a merced de aquellos chicos, cuyas sombras llenaron en un momento todo su campo visual.
–¡Llévalaa los arbustos! –escuchó susurrar a alguien con fuerza. Varias manos la sujetaron con firmeza de las muñecas y los tobillos, y la levantaron del frío suelo de barro. En un momento, todo a su alrededor se oscureció por completo. Escuchó el chasquido de las ramas y notó que la posaban sobre la hierba húmeda. Entonces comenzaron a tocarla por todo el cuerpo. Subían por sus piernas, presionaban su pecho, y le apretaban el cuello con fuerza.
–¡Viólala,Gago, venga, viólala! –escuchó.
Intentó gritar con todas sus fuerzas, pero solo logró emitir un quejido lastimero.
–Maldita sea –escuchó decir a Gago.
Sonaba muy cerca su cara; tanto, que el aliento a cerveza casi la hizo vomitar.
–Decía la verdad. No lleva nada de dinero.
Y de nuevo «¡Viólala, Gago!» Ahora parecía que la voz sonaba en su cabeza. Escuchó risas y burlas. El rostro de Jack Nicholson se paseaba ante sus ojos, invitándola a un reino de caos y demencia.
Estaba perdiendo el sentido.
Notó un fuerte zarandeo. Los muchachos la estaban girando para colocarla boca arriba. Bruscamente, sintió que la alzaban las piernas. Entonces se percató de que sus atacantes intentaban quitarle los pantalones. Recobró al instante parte de sus fuerzas y comenzó a lanzar patadas al aire, pero la detuvo un fuerte golpe en su costado seguido por un dolor agudo en sus costillas, intenso como la picadura de una serpiente, que la dejó sin aliento. Acto seguido reconoció el rostro de Gago acercándose al suyo y el roce húmedo de su lengua pasando por todo su cuello. Los demás chicos lograron arrancarle los pantalones y abrieron sus piernas sin que Rebeca apenas lograra oponer resistencia, las sostuvieron así, abiertas, hasta que Gago se colocó encima. El peso de su cuerpo contra la costilla golpeada le produjo una nueva punzada de dolor, más fuerte que el primero. Gritó, pero Gago tapó su boca con una mano llena de barro.
–¡Shhhh! No grites, cariño. Ya verás como luego te gusta –dijo con una ternura demencial, y al momento Rebeca sintió un terrible aguijonazo a la altura del vientre que se abría paso rasgando su interior.
Gago la estaba violando.
El momento apenas duró unos segundos, porque Gago parecía sentirse especialmente excitado con la situación. Cuando se levantó, Rebeca no podía moverse. Estaba todavía consciente, pero las fuerzas la habían abandonado del todo. No escuchó nada durante unos segundos, y cerró los ojos, pidiendo a Dios que todo hubiera terminado, pero de pronto sintió otra punzada más, justo en el costado contrario, donde no tenía nada roto. Luego un segundo golpe a la altura del muslo, tan fuerte que la desplazó del sitio. La banda de Gago la rodeaba y se turnaba para patearla. La golpearon una cuarta vez, pero Rebeca ya no lo sintió. Volvió con sus últimas fuerzas el rostro hacia la luz de la calle y vio la casa de Josué. Se fijó en una ventana del segundo piso. Había luz en su interior, y música, y todos bailaban, bailaban sobre su pecho, coceando sus vértebras al son de una música demencial. «Buenas noches, Rebeca», oyó decir a Ismael, y al fin, se durmió.