IV

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LA FIESTA DE FIN DE AñO EN CASA DE JOSUÉ estaba en su mejor momento. Pasadas las tres primeras horas del nuevo año, hasta los más tímidos se habían animado a bailar en el salón, transformado en improvisada sala de baile. Arriba, más música, pero amenizada por un karaoke que Roberto aportó a la fiesta. Como no había muebles, la gente se sentaba en el suelo, donde también dejaban las botellas de refrescos y los vasos de plástico. Más de una vez, sin embargo, un paso de baile perdido o alguien que caminaba sin fijarse daba un puntapié a uno de los refrescos y el líquido se desparramaba por todo el suelo. Al principio, alguien se preocupó de fregarlo, pero a partir del tercer accidente se dejó de hacer, y las bebidas se quedaron por el suelo, dejándolo pegajoso.

A Josué todo aquello no le importaba. Estaba disfrutando mucho la fiesta, como el resto, y eso era lo más importante. Ya habría tiempo para limpiar. Era una de las ventajas de no tener a nadie adulto que lo vigilara: podía hacer lo que quisiera. La más adulta de los asistentes era Leonor, y con su carácter tímido jamás se atrevería a levantar una voz de reproche. Por otro lado, le estaría eternamente agradecido a su padre por no arruinarle la fiesta, obligándole a hacer de niñera con su hermano menor. Al principio, Emanuel insistió en que lo llevara porque, de otro modo, Jonatán se quedaría en casa aburrido, pero finalmente y tras varios argumentos fallidos, Josué logró convencerlo de que su hermano solo se limitaría a quedarse en un rincón alejado de la fiesta y terminaría aburriéndose más que si se quedaba en casa. De este modo, y tras varios ruegos, Josué logró que su hermano se quedara en casa, lo que significaba su libertad total y el derecho a disfrutar de la fiesta sin tener que andar preocupado por nadie.

Se encontraba en la planta de arriba, intentando abrir la ventana del baño, que daba a un pequeño patio interior. Al comenzar la fiesta, todas las ventanas estaban cerradas, pero a medida que llegaba la gente y todo el mundo comenzaba a bailar, la temperatura ambiente dentro de la casa fue en aumento. Ahora, dejar que entrara el frío del exterior se hacía casi necesario para respirar.

La ventana del baño se le resistía. Era de madera vieja. Con el frío y la humedad de la niebla nocturna se había engrosado y no había manera de abrirla. Escuchó unos golpes. Le llegaron lejanos, atenuados por la música a todo volumen que sonaba en ambas plantas, pero logró distinguir de dónde provenían: alguien llamaba a la puerta. No le prestó mayor atención e intentó, una vez más, reunir todas sus fuerzas para levantar la hoja atrancada de la ventana.

De pronto, un grito de terror lo dejó totalmente paralizado. Fue un grito de mujer, de una de las chicas que bailaban abajo. Le siguió un revuelo, un sobresalto general. La música se detuvo de repente. Alarmado, Josué salió del baño y se asomó desde el segundo piso por el hueco de las escaleras para ver qué estaba ocurriendo.

Allí, en la puerta de entrada, aguardaba un desconocido. Era un chico joven, vestido con unos pantalones vaqueros y una chaquetilla que parecía insuficiente para abrigar en aquellas fechas. Llevaba en brazos a una muchacha con la cara ensangrentada e hinchada. El pelo, grasiento y revuelto, le cubría la parte izquierda del rostro. Tenía los pantalones desabrochados y ligeramente por debajo de la cintura. Parecía que estuviera muerta, porque la cabeza le caía hacia atrás y los brazos le colgaban inertes.

Al principio Josué no reconoció de quién se trataba. La cara estaba muy desfigurada y el cabello la cubría en buena medida, pero entonces observó sus manos. Eran estilizadas y suaves. Ni siquiera las manchas de barro que las cubrían lograban menguar su belleza.

Las piernas le fallaron al reconocer con horror y estupefacción que era Rebeca quien colgaba en brazos de aquel desconocido. Bajó las escaleras de tres en tres, mientras el resto de los jóvenes se acercaba por el pasillo para ver qué ocurría en la entrada. El muchacho que la sostenía en brazos intentó explicarse, pero parecía muy asustado, abrumado quizás al ver que decenas de personas se le echaban encima de golpe, por lo que solo logró articular algunas palabras inconexas y apenas audibles.

Ismael, quien bailaba en la parte de abajo cuando llamaron a la puerta, se abrió paso entre la gente. En primera línea estaba todavía Leonor, la responsable de aquel grito de alarma, pues había sido ella quien acudió a abrir. La terrible visión la había dejado petrificada. Tras el desgarrador chillido cayó de rodillas al suelo, pero nadie se había preocupado aún por atenderla. Ismael le pasó por delante y arrebató con fuerza a Rebeca de los brazos de aquel muchacho, casi con violencia, como si la estuviera liberando de las garras de su agresor. La sostuvo en brazos sin problemas y ascendió por las escaleras en dirección al baño. Josué solo pudo echarse a un lado cuando su primo pasó ante él, sin poder apartar la mirada de aquella chica que no parecía sino una grotesca caricatura de la muchacha hermosa y risueña que él conocía.

Mientras tanto, el muchacho que todavía aguardaba a la entrada fue atendido por Samuel, que le invitó a entrar y a que se calmara, ofreciéndole algo para beber. Alguien dijo que debía llamarse a una ambulancia y Roberto se prestó voluntario.

–Tengo el teléfono móvil en mi cazadora. Voy a buscarlo –dijo, y desapareció por una puerta que conducía a una de las habitaciones que los chicos usaron como ropero para la fiesta. Había en ella algunas cajas de cartón vacías que sirvieron para meter los abrigos.

Josué reaccionó también y buscó el teléfono móvil en el bolsillo de su pantalón.

–Voy a llamar a su padre –dijo.

Mientras esperaba que el pastor contestara el teléfono, escuchó las palabras del desconocido. Tartamudeaba, pero ahora parecía algo más calmado.

–Yo... yo... me llamo Mario –dijo–. Me encontré a esta chica mientras iba a la fiesta de unos amigos. Estaba tirada en las canchas. Bueno, no. No en las canchas. Estaba... estaba en la parte donde solo hay matorrales. Yo... no sé qué la ha pasado. No sé...

Samuel lo interpelaba.

–Muchas gracias, Mario. De verdad, gracias por traerla. No te preocupes. Cálmate. Vamos a llamar a una ambulancia y se la llevarán a un hospital. Se pondrá bien. Los médicos nos dirán qué le ha pasado.

–No sé que ha podido pasar. De verdad –volvió a repetir Mario.

Alguien descolgó el teléfono al otro lado y Josué prestó atención a la llamada.

–¿Sí?

Era Aarón. Josué no sabía cómo explicarle lo que le había ocurrido a su hija.

–Pastor... ha... ha ocurrido algo grave.

–¿Quépasa, Josué?

–Su hija... Alguien la ha...

–¡Dios mío!

Aarón no parecía preocupado por quebrantar el tercer mandamiento.

–¿Quéle ha pasado a mi hija?

Josué inspiró hondo. Decidió contarlo como si diera un informe técnico y soltarlo todo de una vez.

–Nos la ha traído un muchacho que la ha encontrado en las canchas, cerca de mi casa. Está muy mal. Tiene golpes por todo el cuerpo, y sangre, sobretodo en la cabeza. Ismael está lavándole las heridas. No sabemos lo graves que son. Está inconsciente.

El pastor no respondió inmediatamente. Josué pensó que tal vez había sido demasiado duro en la forma de explicar el estado de Rebeca.

Entonces, tras un breve silencio, Aarón le sorprendió con una respuesta totalmente inesperada.

–¿Solo tiene golpes?

–¿Qué?

–¿Solo la han golpeado o también...?

Josué sabía qué tipo de información buscaba el pastor. Quería saber si alguien había abusado de Rebeca.

–No... no lo sabemos. Pero tiene el pantalón desabrochado. Vamos a llamar a una ambulancia para...

–¡No! –cortó Aarón–. No. No llaméis a nadie. Ahora voy para allá.

–Pero, ¿y si está grave?

–He dicho que esperéis. No tardaré.

Aarón colgó el teléfono. Josué, quien se había quedado con la palabra en la boca, no alcanzaba a comprender qué estaba ocurriendo. El padre de Rebeca, por alguna extraña razón, se había negado a que llamaran a una ambulancia. Sin poderlo creer, avanzó hasta la habitación que hacía las veces de ropero, donde Roberto ya marcaba el número de emergencias médicas. Josué colocó una mano sobre su hombro para llamar su atención.

–Espera.

–¿Que espere qué?

–El pastor... su padre dice que esperemos a que él venga.

Roberto también pareció desconcertado con la decisión.

–¿Qué esperemos? ¿Por qué?

–No lo sé.

En su fuero interno, Josué quería creer que Aarón tenía una razón convincente para que no llamaran a la ambulancia. Tal vez deseaba acompañar a su hija cuando se la llevaran. La casa de Aarón y la de Josué estaban a no más de 15 minutos de camino la una de la otra. Si el pastor se daba prisa podía llegar en 6 ó 7 minutos, tal vez menos. Dependiendo de si atajaba por las canchas de baloncesto o daba el rodeo.

Al recordar el atajo, a Josué le dio un vuelco el corazón. Rebeca había desobedecido sus recomendaciones. Cruzó por las canchas, y ahora estaba en el baño, tal vez debatiéndose entre la vida y la muerte.

–¿Qué pasa? –dijo Daniel, quien había subido desde la planta de abajo para ver cómo andaban las cosas.

–No podemos llamar a la ambulancia –respondió Roberto.

–Pero, ¿por qué?

–El padre de Rebeca dice que debemos esperar hasta que él llegue– respondió Josué.

–¡Eso es absurdo!

Daniel caminó hacia Roberto y le arrebató el teléfono móvil. Se dispuso a llamar, pero Josué intentó detenerlo.

–No, Dani. Creo que deberíamos hacer lo que su padre dice. Tendrá sus razones.

Daniel solo respondió con una mirada llena de desaprobación y siguió marcando. Josué no intentó nada más. Daniel tenía 25 años, pero aparentaba rozar los 30. Era esa apariencia de haber vivido demasiadas cosas lo que le otorgaba aquel tinte de madurez. Josué no pensaba oponerse a él porque, simplemente, estaba haciendo lo correcto.

La ambulancia fue avisada. Después, todos se quedaron a esperar. Ismael había lavado la cara de Rebeca, pero limpiársela de sangre y barro no logró hacérsela reconocible. Alguien le había propinado un fuerte golpe a la altura de la sien del lado izquierdo, donde tenía una herida del tamaño de una canica. No era demasiado profunda, pero de ella brotó toda la sangre que, coagulada, le había manchado la cara. Lo más horrendo, sin embargo, era el espantoso moratón que se le había formado alrededor. Tenía una tonalidad rojiza, como si hubiera sangrado por dentro. La herida estaba tan hinchada que le había cerrado un ojo por completo.

Los labios estaban hinchados y morados. Ismael le había quitado el yérsey y las dos camisetas que llevaba puestas para examinarle el torso. Allí descubrió dos enormes hematomas, uno a cada lado de las costillas. A pesar del agua fría, Rebeca seguía sin despertar, pero respiraba, aunque muy levemente. El pulso no parecía acelerado.

Llamaron a la puerta. Todo el mundo se agolpó frente a la entrada, esperando que la ambulancia hubiera llegado al fin, pero se trataba de Aarón.

Entró en la casa como si se encontrara fuera de sí, preguntando por su hija y mirando hacia todas partes. Cuando le indicaron dónde se encontraba, subió las escaleras en un par de zancadas y se asomó a todas las habitaciones, buscando el baño. Verle causaba miedo, con sus corpulentos ciento diez kilos moviéndose sin control de acá para allá. La mayoría de los presentes le siguió con la mirada y nadie se atrevió a dirigirle la palabra o calmarle, pues parecía que de un momento a otro fuera a perder la compostura.

Al fin, Aarón encontró el baño. Allí vio a Rebeca, tendida sobre los brazos de Ismael. Se arrodillo junto a ella y comenzó a llamarla, pero Rebeca no contestó. Se percató entonces de que su hija estaba en ropa interior de cintura para arriba, y de que, tal y como le había explicado Josué, tenía los pantalones desabrochados. Ismael se apresuró a explicarle que le había quitado la ropa para lavarle las heridas, pero no logró tranquilizarle. Aarón se levantó y cerró la puerta del baño. Dentro había quedado Ismael. Volvió a agacharse cerca de su hija y le quitó velozmente los pantalones. Luego comenzó a examinar sus ingles y la ropa interior. Ismael no comprendía qué estaba sucediendo, pero antes de que reuniera el suficiente valor para preguntar, Aarón se le adelantó

–Tráeme ropa limpia –dijo en un tono helado–. Esta está manchada. Unos pantalones y un yérsey bastarán… Tráela, Ismael.

–¿Dónde vamos a encontrar…? –respondió Ismael, pero Aarón, como toda respuesta, propinó un fuerte golpe con la palma abierta contra el suelo del baño. Ismael desapareció.

Por fortuna, más de una chica, a fin de evitar el frío, había acudido a la fiesta con ropa normal para ponerse el vestido de fiesta una vez dentro de la casa de Josué, así que Ismael no tuvo demasiados problemas para encontrar ropa que fuera más o menos de la talla de Rebeca. Regresó al baño, y le tendió la muda limpia al pastor, quien le arrebató los pantalones con fuerza.

–Ayúdame a vestirla –dijo, mientras metía los pies de Rebeca por las perneras.

–Pastor, ¿qué estáhaciendo?

–¡Que me ayudes te digo! –respondió Aarón apretando los dientes. Ismael se agachó y ambos vistieron a Rebeca con la muda limpia. Apenas hubieron terminado, volvieron a llamar a la puerta.

Era la ambulancia.

Aarón tomó a Rebeca en brazos y descendió las escaleras hasta la puerta, donde todavía esperaban todos los asistentes a la fiesta. Los enfermeros de la ambulancia habían introducido una camilla hasta el pasillo de la entrada. Aarón la dejó suavemente sobre ella.

–¿Quéle ha ocurrido? –dijo uno de los enfermeros con total tranquilidad, al tiempo que examinaba las heridas de Rebeca.

–Se ha caído por las escaleras –respondió Aarón, y, de reojo, se percató de que todos los asistentes a la fiesta estaban a su espalda.

La casa de Josué se llenó al instante con un silencio sepulcral. Allí, ante decenas de miembros de la iglesia, de todo el grupo de jóvenes, el pastor inventaba una historia completamente distinta sobre los hechos.

–¿Ha bebido? –fue lo único que respondió el enfermero.

Silencio total. Nadie respondió; todos habían quedado demasiado perplejos para hacerlo, y demasiado temerosos para enfrentarse a la mentira que contaba el pastor.

–¿Ha bebido o no? –repitió el enfermero.

–No –respondió Aarón en voz baja, consciente de las decenas de miradas clavadas en su espalda.

–Bien. ¿Es usted su padre?

–Sí, soy su padre.

–Puede acompañarnos en la ambulancia si quiere.

Los enfermeros se apresuraron a subir la camilla y Aarón les siguió. En un momento en el que estos se ocupaban de asegurarla al interior de la ambulancia, el pastor, que ya atravesaba la salida, se volvió a todos los jóvenes. Las luces de emergencia arrojaban sobre su cara un tinte rojo oscuro que le confería un matiz siniestro. Paseó su mirada por la de todos los presentes, asegurándose de que no se dejaba a nadie, y luego habló con tono firme y seguro.

–Mi hija se ha caído por las escaleras.

Era una orden. Era lo que había ocurrido, lo que tendrían que contar a cualquiera que les preguntara. Aarón, el pastor que los había guiado a través de las Escrituras prácticamente desde su nacimiento, quien, domingo tras domingo, subía al púlpito para predicar normas de buena conducta y perfecta vida cristiana, quien acudía presuroso en ayuda de los fieles de su iglesia en momentos de aflicción. Aarón, el personaje más relevante de toda la iglesia, mentía, y les ordenaba mentir. La persona bondadosa y sabia que conocían se había transformado en un ser oscuro, movido por retorcidos intereses que solo Dios conocía.

Los jóvenes y adolescentes que le observaban confusos, desorientados, solo alcanzaron a afirmar con la cabeza. Accedieron, mientras una tormenta se desataba en sus conciencias. Obedecieron al pastor.

Aarón también afirmó. Dando por concluida la conversación, dio media vuelta y salió a la calle cerrando la puerta tras de sí. Pronto se escuchó la sirena de la ambulancia, y el sonido fue alejándose paulatinamente hasta desaparecer. La casa quedó entonces en silencio, y permaneció así durante unos momentos, hasta que Ismael se atrevió a romperlo.

–¿Quién me acompaña al hospital?