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AUNQUE NO TAN FRÍA COMO EN DÍAS anteriores, la tarde obligó a Leonor a ponerse guantes para evitar que las yemas de los dedos se le entumecieran. En la avenida principal del barrio, las luces que el ayuntamiento colocaba en los árboles durante la Navidad no habían sido retiradas aún. Sus copas desnudas estaban perladas de pequeños puntitos de luz: rojos, verdes, azules y amarillos, que parpadeaban o se quedaban fijos. Con ellos, la calle relucía como si cayera una lluvia permanente de brillantina. Habían dado las siete de la tarde, y el cielo ya estaba teñido de negro.

Por unos instantes, Leonor se entretuvo con el vaho que le salía de la boca en cada exhalación. Observó cómo ascendía al tiempo que iba deshaciéndose con velocidad.

–Ya no va haciendo tanto frío –dijo y volvió el rostro a su izquierda para descubrir que Roberto estaba haciendo lo mismo con el vaho que despedía su aliento.

–Por más que lo intento, no consigo hacer anillos –le dijo Roberto al tiempo que abría la boca como si pretendiera beber un chorro de agua imaginario.

Ambos caminaban avenida arriba, dando un paseo mientras hablaban y miraban los escaparates que todavía conservaban los adornos navideños. Lo hacían uno al lado del otro, pero a medio metro de separación. No fue Leonor quien dictaminó aquella distancia de seguridad. Ella deseaba que Roberto estuviera más cerca, tomarse de su brazo incluso, si es que lograba reunir el valor suficiente. Habría sido un gesto de lo más descarado, teniendo en cuenta que no existía ninguna relación entre ellos, pero lo cierto era que lo deseaba. En cambio, Roberto se mostraba prudente, muy distinto a como estuvo durante la fiesta de fin de año, cuando le propuso verse en cuanto ambos tuvieran algo de tiempo. Ella aceptó; desde luego que lo hizo. Estaba decidida a amar, y ni mucho menos iba a aceptar el celibato obligatorio que Dios parecía querer para su vida.

Precisamente por eso, porque su vida era suya, decidió actuar e intentarlo con Roberto, quien parecía interesado en ella desde que ambos se vieron en la fiesta de Navidad de la iglesia.

Alzó la vista al cielo. El firmamento se mostraba negro y encapotado, pero ella, concentrándose, logró distinguir un brillante punto de luz entre las nubes.

–¡Mira! –dijo a Roberto, al tiempo que señalaba hacia el cielo–. Aquella debe ser la Estrella Polar.

Roberto entrecerró los ojos, intentando distinguir algo.

–Pero si no se ve nada...

–Que sí. Mira –insistió Leonor y, con un movimiento rápido, agarró a Roberto de un brazo y lo atrajo hacia ella. El calor del contacto con su cuerpo y el olor de su desodorante la hicieron estremecer, pero procuró que ninguna de aquellas sensaciones se le notara.

–Es allí. Sigue con la vista hacia donde señala mi dedo.

Roberto se mantuvo en silencio durante un momento, hasta que, sobresaltado, él también señaló al cielo.

–¡Sí,ya la veo!

–¿La ves? ¿De verdad?

–No –respondió, y comenzó a reír a carcajadas.

Leonor hizo ademán de querer darle una bofetada, aunque ella también reía, pero Roberto se escapó con una finta y echó a correr unos pasos hasta que la risa lo obligó a detenerse y doblarse por el dolor que sentía en el estómago. Leonor se le acercó y se quedó frente a él con los brazos en jarras.

–¡Eres un mentiroso!

–Lo siento, preciosa. Yo aquí solo veo una estrella.

El halago hizo que un escalofrío recorriera toda su espina dorsal y le erizara el vello de la nuca. Roberto se levantó y le dedicó una sonrisa. Era al menos una cabeza y media más alto que ella, nervudo y de piel morena. El cabello castaño le caía en rizos sobre los hombros, brillante como si estuviera recién lavado. Ambos se quedaron uno frente al otro, mirándose a los ojos, hasta que Leonor reaccionó y reanudó el paseo.

Torcieron por una de las calles que desembocaba en la avenida y caminaron por ella hasta llegar a un parque. Era el parque donde asaltaron a la banda de Gago. A esas horas tan tempranas mostraba un aspecto mucho menos fantasmagórico. Había algunas personas paseando a sus perros y cruzando a su través por el camino de grava. Intrigado por ver cómo seguiría la zona donde sorprendieron a los atacantes de Rebeca, dirigió sus pasos hacia allí. Leonor lo siguió a su lado.

–Dime –dijo Roberto, mientras se acercaban a la entrada donde la farola todavía permanecía fundida–. ¿Por qué accediste cuando te pedí que nos viéramos? Josué me dijo que las chicas de la iglesia no suelen aceptar citas con personas que no comparten sus ideas cristianas.

–Es cierto –le respondió ella–. Es complicado mantener un noviazgo o llegar al matrimonio cuando la pareja tiene ideas contrapuestas. Por eso es mejor no arriesgarse.

Roberto se encogió de hombros.

–Tiene su lógica, aunque hay personas más tolerantes que otras.

–Ya, pero ¿para qué buscar fuera afinidades que puedes encontrar dentro con facilidad?

–Entonces, ¿por qué has aceptado verte conmigo?

–¡Pero qué dices! –reaccionó Leonor, dando a Roberto un codazo amistoso al tiempo que mostraba la más dulce de sus sonrisas–. Solo eres un amigo. Estamos paseando como amigos.

–¡Claro!

Roberto también sonreía.

Leonor bajó la vista, temerosa de que el rubor que notaba en los pómulos fuera evidente incluso bajo la tenue luz que arrojaban las farolas del parque.

Roberto la llevaba camino de una confesión de sus sentimientos con una sutilidad que no percibía porque sin que ella se diera cuenta, había logrado derivar la conversación de la amistad a las relaciones personales.

Aunque Leonor no sabría decir con seguridad si Roberto la engañaba o ella se dejaba engañar, con objeto de darle pistas.

–Lo cierto –dijo, con un ligero temblor de voz–, es que pareciera que tú no eres como los demás. Desde que Josué te trajo a la fiesta te he visto muchas veces con los chicos de la iglesia.

Era cierto. Que Leonor supiera, Roberto había ido a ayudar a pintar la casa de Josué, a la fiesta de fin de año y a la iglesia al domingo siguiente.

Aquel último paso era el mejor de todos, porque evidenciaba un interés por conocer más sobre el cristianismo.

–Sí –confirmó Roberto-. Lo cierto es que hay muy buena gente en la iglesia. A Josué lo conocía de antes, del trabajo, y siempre me pareció una persona estupenda; pero su primo Ismael es alguien realmente excepcional. Me cayó bien desde el principio, y cada vez me está cayendo mejor.

Justo en aquel momento, Roberto distinguió el árbol donde sorprendieron a la banda de Gago. Estaba desierto y tranquilo. Ni rastro de Gago, de Mario o de alguno de los chicos de la banda. Nadie. Su cara mostró una expresión de satisfacción.

–¿Por qué te ríes?

–Por nada. He recordado una cosa que el otro día hicimos Ismael y yo.

–¿Quéhicieron?

–Nada importante, preciosa... Entonces, ¿yo soy diferente?

–Por eso estoy aquí contigo.

–Me encantaría que volvieras a estar conmigo más tardes aparte de ésta.

Leonor lo miró de reojo. La estaba mirando, pero ella se sentía tan avergonzada que no se atrevía a encararle directamente. Siguió caminando, con la vista fija en el suelo, mientras respondía:

–Claro. Eso está hecho.

–Pero la próxima vez podríamos ir a mi casa. Estaremos mucho más calentitos que si paseamos a la intemperie.

Leonor sintió una punzada en la boca del estómago. Un calor repentino ocasionado por los nervios le inflamó el pecho. No sabía qué era lo que le estaba proponiendo Roberto con exactitud y sus pensamientos se inundaron de miedo.

–No sé –respondió–. No creo que deba.

–¡Eh! –dijo Roberto, en actitud dicharachera–. Tranquila, mujer. No pretendo hacer nada de eso que estás pensando. No te preocupes. Solo quiero que podamos hablar sin que nos castañeteen los dientes.

Leonor se rió. Bien cierto era que hablar con aquel frío, a pesar de haber menguado en intensidad durante los últimos días, no resultaba nada agradable.

–Podemos alquilar una película y comprar palomitas. Lo pasaremos bien y estaremos más cómodos que en el exterior. ¿Quéte parece?

Roberto se detuvo, esperando una respuesta de Leonor. Ella seguía confusa. Tal vez no le estuviera mintiendo. Lo cierto era que ella deseaba comenzar una relación sentimental con él. Estaba decidida. Anhelaba sentir sus besos, aunque solo fuera uno.

–No me gustan las palomitas –dijo, con una sonrisa de complicidad que le devolvió Roberto.

–Pues compraremos otra cosa para comer.

Le ofreció su brazo. Ella, sorprendida de sí misma por un acto tan carente de vergüenza, se agarró a él, y juntos volvieron a reanudar la marcha.