ISMAEL NO LLEGÓ HASTA EL HOSPITAL. De hecho, se había dado la vuelta cuando le faltaban unos pocos metros para alcanzar la estación de tren. Se sentía intranquilo y confuso, las ganas de visitar a Rebeca habían desaparecido entre una maraña de pensamientos caóticos. Una y otra vez, las palabras de Ramón martilleaban su cabeza sin cesar. Convencido de que estaría incómodo durante la visita a Rebeca si no reordenaba antes sus ideas, dio la vuelta de camino a su casa por una ruta distinta, para evitar cruzarse de nuevo con el puesto de paraguas de Ramón. Tardó quince minutos más de lo normal en llegar, pero no le importó.
Entró a su casa sofocado y dando un portazo sin querer. Dámaris asomó la cabeza desde la cocina y lo saludó sorprendida.
–¿Ya estás aquí?
–No he podido ir al hospital. Tengo cosas que hacer.
Ismael se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero de la entrada.
–¿Ocurre algo, hijo?
Desde el salón, Simeón asomó la cabeza por encima del respaldo del sofá en el que se había sentado a leer el boletín semanal que regalaban en la iglesia.
–Nada importante, madre –Ismael forzó una sonrisa–. Mañana por la tarde iré al hospital, ahora tengo que ocuparme de algo que requiere mi atención.
Caminó apresurado, atravesando el salón hasta el pasillo que daba a las habitaciones, y lo cruzó hasta alcanzar la puerta del fondo. La abrió con rapidez y la cerró con pestillo una vez hubo entrado.
Al ser hijo único, Ismael disfrutaba de una habitación amplia. Era la que, por tamaño, debía pertenecer a sus padres, y así fue al principio, pero con el tiempo éstos se dieron cuenta de que no necesitaban tanta extensión, así que acabaron mudándose a la habitación de su hijo, y éste a la de ellos.
Ismael se descalzó. El suelo estaba forrado de moqueta, y en invierno alejaba el frío de forma eficaz. Comenzó a caminar de un lado a otro, en círculos, recapacitando una y otra vez sobre lo que le ocurría. Caminaba cada vez más deprisa, como una fiera que poco a poco va siendo arrinconada por sus captores. Echó mano al bolsillo y sacó su botón. Comenzó a frotarlo, lenta pero enérgicamente, y poco a poco logró aminorar la marcha hasta detenerse frente al escritorio. Con la otra mano agarró por el respaldo la silla, la llevó hasta el centro de la habitación y se sentó, con la vista fija en el suelo.
«¿Quéme ocurre?» se dijo. «¿Por qué no puedo quitarme de la cabeza estos pensamientos?» Quiso entretenerse en otra cosa y comenzó a observar las manchas que aquí y allá salpicaban la moqueta. Era de color marrón claro, carnoso, pero desde que su padre le compró una silla de oficina, las ruedas la habían ido oscureciendo y ahora estaba sucia y llena de manchas oscuras por todas partes.
Toqueteaba el botón con los pulgares de ambas manos, perfiló con su dedo el borde y luego lo llevó hacia el centro para notar los cuatro agujeros dispuestos para pasar el hilo a su través.
«¡Félix!», creyó escuchar, pero era él mismo diciéndoselo en sus pensamientos: «Félix, Félix, Félix» y, después, las palabras de Ramón: «La banda de Gago se merecía un escarmiento».
«Claro que se lo merecía» susurró, como si Ramón estuviera allí para responderle.
Entonces, al levantar la vista, la posó en su Biblia, que permanecía cerrada sobre la mesa del escritorio. Se levantó y de un salto llegó hasta ella. Dejó el botón sobre la mesa y, sosteniéndola con ambas manos, observó sus tapas. Eran negras, a excepción del título en dorado: Santa Biblia, decía. Estaba algo descosida, los bordes de las páginas tenían un tono amarillento, no a causa del paso del tiempo, sino por la gran cantidad de veces que éstas habían sido pasadas. Había pertenecido a su madre por algunos años, hasta que se la regaló, hacía ya una década, con motivo de su bautismo.
«¡Félix!»hecho justicia, muchacho». Recordó las palabras que Ramón le dijo por la mañana, tan reales como si las volviera a escuchar.
«¿Hemos hecho justicia?» repitió, en voz baja.
«¡Claro!» escuchó en sus pensamientos.
«Claro» dijo él.
«Sois unos héroes. Sé de más de uno que os aplaudiría como a héroes».
«Somos héroes. Hemos hecho el bien».
«Sois personas de bien».
«Somos personas de bien. No haríamos nada que estuviera mal».
«¿Quiénmejor que vosotros para hacerlo?» «Nadie. Nadie mejor que nosotros».
«¡Félix,el hombre que molesta a mi primo se llama Félix!.
«¡Félix!»
Sus pensamientos cesaron de martillearle. Durante todo ese tiempo no había apartado la vista de la Biblia, ni dejado de acariciar las esquinas, protegidas con un remache metálico de color dorado. La abrió, no al azar, sino buscando un libro concreto, un versículo determinado. Cuando lo encontró, comenzó a guiar la lectura con el dedo índice. Era el libro de los Salmos. Buscó el salmo número 34 y el versículo 15:
«Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos. La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos».
Alzó la vista con gesto altivo y satisfecho. Somos justos pensó. «Estamos haciendo justicia. La ira de Dios es contra los que hacen el mal». Recordó el pasaje bíblico que él mismo había leído por la mañana, en Génesis 9:6: «La sangre del hombre, por el hombre debe ser derramada».
Los pensamientos cesaron de atosigar su mente, permitió que todos ellos entraran para invadirle como una avalancha. Dejó la Biblia sobre la mesa. Al momento se acordó de su botón. Seguía en el mismo sitio donde lo había dejado. Instintivamente, alargó la mano para tomarlo, pero se detuvo a medio camino. Sorprendido, descubrió que no tenía ganas de tantearlo y de pasárselo entre los dedos. Ahora se sentía bien; no necesitaba la calma que éste le transmitía, así que dio media vuelta y se acostó sobre la cama para seguir planeando aquella nueva oportunidad de hacer justicia.