EL DÍA OSCURECIÓ DE FORMA REPENTINA. Llovía con cierta desgana. A ratos recrudecía o menguaba en fuerza, pero amenazaba con no parar en todo el día. Las calles habían quedado desiertas. Una brisa congelada agitaba los abrigos de los pocos valientes que habían salido de sus casas y los obligaba a taparse las orejas con sus bufandas.
Ismael se detuvo en mitad de la carretera, a un par de manzanas del edificio que coincidía con las indicaciones de Ramón. Observó con detenimiento los alrededores sin importarle que le estuviera lloviendo encima. Tampoco parecía importarles a los otros seis chicos que lo seguían y aguardaban atentos sus órdenes.
Prestó especial atención a la tienda de Andrés, el primo de Ramón. Tenía un toldo bajo el cual algunos chicos de unos doce o trece años se habían resguardado de la lluvia. Luego alzó la vista hasta el primer piso, donde se suponía que vivía Félix. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Al otro lado, delgadas cortinas color limón impedían la visión de las habitaciones.
–Yo iré delante –dijo al fin–. Seguidme, pero haced siempre lo que yo os diga.
Nadie en el grupo dijo nada, pero todos acataron la orden y, cuando Ismael echó a andar, decidido y sin mostrar vacilación, le siguieron de cerca, formando una piña desde sus flancos y a su espalda. Cuando ya se encontraban a unos veinte metros del edificio, los chicos que esperaban bajo el toldo de la tienda se volvieron para mirarlos. Entonces uno de ellos reaccionó, corrió como una bala hacia la puerta que daba entrada al edificio y desapareció. Los demás se quedaron mirando cómo el grupo se acercaba hasta ellos, con gesto atónito y sin pronunciar palabra. Ismael cruzó por delante sin prestarles atención y el grupo le siguió. Entraron al rellano del portal y se detuvieron allí.
–Bien, chicos. Ahora, limitaos a seguirme. Guiaos por lo que os diga el corazón y, sobre todo, no olvidéis que actuamos para hacer el bien. ¿No lo olvidaréis?
Todos asintieron. Ismael volvió la vista a Jonatán, que parecía el más nervioso de todos.
–Jonatán. No tengas miedo, primo. Dios está de nuestro lado.
–No tengo miedo –respondió Jónatan–. Estoy impaciente.
Ismael mostró una cálida sonrisa.
–Tu espíritu anhela poner orden entre esta corrupción y aliviar a todas estas personas –le dijo y, mientras hablaba, comenzó a pasear su mirada por los presentes–. Todos nosotros lo deseamos. Dejad que ese deseo fluya por vuestras venas. Dejadlo salir.
Luego dio media vuelta, se colocó de cara a las escaleras y tomó aliento un par de veces. Podía sentir la tensión en el aire. Aquella sensación de que algo grande estaba a punto de ocurrir le agradaba. Por un momento quiso introducir su mano en el bolsillo y calmarse con ayuda de su botón, pero encontró aquel nerviosismo demasiado agradable como para que menguara. Sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa, su rostro se ensombreció y entonces, lanzándose de golpe, comenzó a correr escaleras arriba.
El resto del grupo lo siguió en tropel. Ascendieron todos hasta la primera planta. Ismael se detuvo en el rellano y miró a ambos lados. Estaba en la mitad de un pasillo que se extendía a izquierda y derecha. Encontró la puerta cinco casi al final del tramo a su izquierda y volvió a reanudar la carrera en aquella dirección.
Llegó hasta la puerta, pero no se detuvo a llamar. Consciente de que no se trataba de una puerta especialmente dura, arremetió con una fuerte patada que la hizo temblar. Logró resquebrajar el marco, pero no que la puerta se abriera. Al punto, Roberto y Samuel llegaron en su ayuda. Los tres se pasaron los brazos alrededor del hombro para mantener el equilibrio y a una patearon la puerta. Esta vez lograron arrancar el marco, y se abrió con tanta fuerza que golpeó contra la pared del otro lado.
Ismael pasó al interior de la casa como un toro embravecido, mirando a todas partes, buscando a su víctima. Avanzó a través de un pasillo a grandes zancadas hasta llegar a un pequeño comedor. Allí encontró a un hombre de mediana edad que mostraba un evidente gesto de sorpresa. Era alto y moreno. Estaba vestido con una bata sin anudar, una camiseta blanca manchada de comida y unos pantalones cortos. Era bastante velludo, aunque se estaba quedando calvo. Desde el momento en que forzaron su puerta solo le dio tiempo a levantarse del sofá. Todavía sostenía un pequeño mando a distancia. Frente a él había una pequeña mesa cuadrada y a su espalda un mueble pegado a la pared, en el que descansaba un viejo televisor que mostraba un programa de videos musicales en el que ahora sonaba una música de rock duro. Al verlo, Ismael sintió que la adrenalina fortalecía todos sus músculos. Torció el gesto, apretó los dientes como si ya no pudiera contenerse por más tiempo y corrió hacia él, apartando de un manotazo la mesa que los separaba. Félix solo alcanzó a dejar caer el mando a distancia e interponer los brazos a modo de defensa. Ismael se le echó encima como un ariete. Le agarró por ambas piernas y lo levantó como si nada. Félix comenzó a golpearle en la espalda, pero Ismael parecía no sentir dolor. Se colocó frente al mueble de la pared y echó a correr profiriendo un escalofriante bramido. Félix miró hacia atrás. Cuando comprendió que Ismael pretendía estrellarlo contra el mueble intentó zafarse, golpeando y meneándose como una culebra, pero no sirvió de nada. Ismael lo lanzó contra una vitrina que exponía una colección de botellas agotadas de diversos licores. Félix cayó como un peso, reventó las puertas de cristal e hizo añicos las botellas. Se quedó encajado dentro de la vitrina, semiinconsciente, tambaleándose como una marioneta. Ismael lo agarró por las solapas de la bata y lo puso en pie. Los demás chicos ya habían entrado en el salón, excepto Jairo, que por ser el último se encargó de cerrar la puerta y ahora vigilaba observando por la mirilla.
–¡Traedme agua! –gritó Ismael–. ¡Quiero despertarle!
Roberto buscó la cocina. Mientras, Samuel y Marcos se encargaban de cerrar las ventanas de la casa a todo correr para que nadie escuchara el escándalo desde la calle. Félix no disponía de ninguna ventana en su comedor, por lo que le era necesario abrir las del resto de la casa para que ésta dispusiera de alguna ventilación.
Ismael hizo señas a Jonatán y a Pedro para que lo sujetaran. Ambos se colocaron uno a cada lado de Félix, pasándole los brazos por encima del hombro. Félix comenzaba a despertar. El extremo de su bata goteaba sangre.
–Está sangrando –informó Jonatán.
–Tranquilo. No va a morir –dijo Ismael, y luego agarró con su mano izquierda el mentón de Félix y lo zarandeó–. ¡Despierta de una vez!
¡Rober!, ¿dónde estáesa agua?
Roberto apareció al instante portando un pequeño cubo de plástico con ambas manos. Se colocó detrás de Félix y derramó el agua sobre su cabeza. El frío contacto le recuperó el sentido. Comenzó a jadear e intentó zafarse, pero Ismael alzó una mano.
–Basta –dijo con voz sosegada–. Basta, Félix.
Félix se detuvo. Contempló a Ismael con el terror dibujado en su rostro. Roberto, Pedro y Samuel flanquearon su espalda y permanecieron cruzados de brazos. Ismael continuó:
–Has hecho el mal, Félix. Cometiste graves faltas que han llegado a nuestros oídos y hemos venido para que te arrepientas y limpies tu espíritu ante Dios y nosotros.
–¿Quiénes sois vosotros? ¿Por qué me hacéis esto? –respondió Félix con voz temblorosa. Todavía Jonatán y Pedro le sujetaban de los brazos, pero ya podía mantenerse en pie.
–Nosotros somos el clamor del pueblo, la esperanza para los caídos y los marginados. Somos los jueces y los ejecutores. Nosotros somos la paga que tus males merecen.
Hizo una pausa. Félix no parecía comprender nada, pero daba muestras de estar cada vez más asustado.
–¿Sabes una cosa? La paga del pecado es la muerte, Félix, y tú has pecado.
Roberto reaccionó al momento. Se hizo con uno de los pedazos de vitrina que había desperdigados por todas partes y se lo alargó a Ismael, quien lo cogió con toda tranquilidad. Félix observó el alargado pedazo de vidrio con mirada desorbitada.
–Es lo que mereces, Félix. Tú y toda la basura de esta sociedad emponzoñada merece el castigo de Dios Todopoderoso.
Ismael se fijó en Jonatán. También estaba muy asustado, casi tanto como lo estaba Félix, pero sabía que su primo aguantaría la presión. Miró el pedazo de cristal, examinando sus afilados bordes, y luego fue aproximándolo lentamente hacia la cara de Félix hasta que se detuvo a escasos centímetros de su cuello.
–Mírame, Félix.
Félix no podía apartar la vista del cristal.
–¡Que me mires he dicho!
Tembloroso como un animalillo, Félix levantó la vista y se encontró con la mirada fría e imperturbable de Ismael.
–Dios también es misericordioso, incluso con personas como tú, Félix. Hoy ha decidido darte otra oportunidad. Quiere que te vuelvas de las tinieblas a la luz, que pidas perdón y que dejes de molestar a tus vecinos, porque están hartos de tu comportamiento. ¿Esdispuesto a cambiar?
Félix afirmó con la cabeza, muy despacio.
–Debes pedir perdón. Pide perdón.
–Pe... perdón.
–No lo he oído. Más alto.
–Perdón.
–¡Másalto! –Ismael le rozó la manzana de Adán con la punta del cristal.
–¡Perdón! ¡Perdóname,Dios mío! –gritó Félix, y rompió a llorar. Quiso arrodillarse, pero Jonatán y Pedro se lo impidieron.
–Perdón, lo siento mucho. Lo siento mucho...
Fue bajando la voz, repitiendo lo mismo, hasta que su letanía para mover a compasión se hizo imperceptible. Ismael retiró el improvisado cuchillo y dijo:
–Excelente. No volveremos si no molestas más a tus vecinos. Arrojó el cristal al suelo y agarró a Félix de los hombros, no con fuerza sino como queriendo inspirar ánimo a su espíritu. Bajó la voz para que adquiriera un tono sosegado y buscó su mirada arrepentida, que estaba clavada en el suelo, fija en el vidrio que hasta hace poco amenazaba su garganta. Cuando Ismael se vio reflejado en las pupilas de Félix, continuó:
–Hoy Dios te ha dado la oportunidad de comenzar una nueva vida. Puedes empezar de nuevo. ¿Lo harás?
–Sí... sí.
–Bien. Eso está muy bien Félix. Ahora nos iremos.
Al momento, Jonatán y Pedro lo soltaron. Félix cayó de rodillas, con la vista fija en los cristales que perlaban el suelo a su alrededor. Ismael, rodeado por el resto de sus seguidores, se encaminó hacia la puerta. Roberto corrió a abrírsela, y éste la atravesó con gesto altivo y satisfecho.
Comenzaban a cruzar el pasillo en dirección a las escaleras cuando, de pronto, todas las puertas de aquella planta se abrieron casi a la vez y con la misma timidez. Al tiempo, los vecinos se asomaron con cierto temor.
Ismael se detuvo, sin comprender qué era lo que estaba ocurriendo, pero entonces apareció Ramón desde las escaleras que daban a la segunda planta del edificio, se plantó frente al grupo y comenzó a aplaudirlos con fuerza. El resto de vecinos no tardó en imitarle. Amas de casa, padres, chicos y chicas, ancianos... todos, parados frente a sus respectivas puertas, comenzaron a aplaudir. Ismael no pudo evitar que le aflorara una sonrisa.
Reanudó la marcha, despacio, disfrutando el momento. Volvió la vista atrás y descubrió que todos sus acompañantes tenían el mismo gesto de satisfacción en sus caras. La gente los saludaba cuando pasaban a su lado y les daban las gracias.
–Dios os bendiga –dijo una anciana.
–¡Ya iba siendo hora! –exclamó un hombre corpulento que aplaudía con energía.
–¡Muy bien hecho! –afirmó el chico que Ismael había visto entrar corriendo al portal cuando les vio llegar. Comprendió que seguramente lo hizo para avisar a Ramón y los demás vecinos de su llegada. Les estaban esperando, y aguardaron pacientemente a que terminaran su tarea para felicitarles.
–¡Son unos héroes! ¿Qué os había dicho? –la voz de Ramón resonó por encima de los aplausos. Cuando Ismael llegó frente a él, le agarró de las manos.
–Gracias. Sois la respuesta a nuestras oraciones –le dijo y luego, hablándole al oído, susurró: –No os preocupéis. No importa si Félix acude a la policía. Todos nosotros hemos acordado negar lo que él declare.
Cuando se dispuso a bajar las escaleras, se encontró con que estaban también atestadas de vecinos, todos esperando a ambos lados a que llegaran sus héroes. En cuanto los vieron aparecer los ovacionaron con aplausos y vítores.
Ismael y los demás comenzaron a descender, eufóricos, agradeciendo las muestras de cariño, estrechando manos y recibiendo besos a cada escalón. Uno de los presentes se colocó frente a Ismael.
–Soy Andrés, el primo de Ramón. Rezaré por vosotros todos los días. Me habéis salvado –dijo, con las manos entrelazadas y medio inclinado.
Ismael colocó la mano derecha sobre su cabeza, pero no dijo nada, como tampoco dijo ninguno de los chicos. Todos se limitaban a vivir el momento. La emoción era demasiado fuerte para hacer nada más. Cuando llegó a la planta baja, Ismael se paró frente a la puerta que daba acceso a la calle, esperó a que sus compañeros llegaran a su altura y, una vez se le unieron, se volvió de cara a los vecinos. Poco a poco, fue haciéndose el silencio a medida que los presentes entendieron que Ismael deseaba hablar. Cuando se hubieron callado, Ismael aguardó unos momentos más a fin de crear expectación, hasta que, alzando la voz, gritó:
–¡Hoy se ha hecho justicia!
Los presentes estallaron en aclamaciones. Ismael levantó los brazos y dejó que le poseyera el placer que crecía en su interior. Luego los bajó lentamente, dio media vuelta y desapareció con su grupo.
Afuera seguía lloviendo, ahora con más fuerza. Los muchachos echaron a correr para resguardarse debajo de un amplio balcón, a unos metros de distancia, pero Ismael no aceleró el paso. Caminó pausadamente, dejando que lo empapara la lluvia. Su mano izquierda descendió hasta el bolsillo del pantalón. Allí le esperaba su botón. Lo acarició con suavidad y lo sacó. Se detuvo. Observó sus contornos durante unos instantes. A sus oídos llegaron las palabras de júbilo de los chicos. Celebraban el trabajo bien hecho.
–¡Eh, Ismael! –lo llamó Roberto–. Ven con nosotros. ¡Te vas a empapar!
Ismael apretó el botón en su puño con toda la fuerza que pudo, hasta sentir el dolor de sus uñas clavándose en la carne. Miró al cielo encapotado, captó el sonido lejano de la tormenta y, tomando impulso, arrojó el botón todo lo lejos que pudo.