Los cánticos del domingo por la mañana se estaban realizando bajo la mayor de las desganas. Los asistentes cantaban en un tono bajo y falto de ánimo. Emanuel ni siquiera había abierto la boca, a pesar de estar leyendo la canción en el himnario que sostenía. Era un himno conocido, de los que se solían cantar con no poca frecuencia, pero aquella mañana la iglesia entera parecía entretenida en otros asuntos. La única persona que aparentaba algo más de interés era el muchacho que dirigía el pequeño coro de voces del estrado. Meneaba los brazos arriba y abajo con movimientos secos y enérgicos, pero lo cierto era que, aparte de unos pocos, nadie le prestaba la menor atención.
Cuando la canción terminó, los presentes se dejaron caer pesadamente en sus asientos; todos excepto el pastor, que permaneció en pie. Él y su esposa solían ocupar los asientos de la primera fila. Desde allí dio media vuelta para encarar a la congregación.
–Tenemos un motivo para estar agradecidos al Señor en esta mañana, hermanos –dijo–. Mi hija Rebeca ya ha comenzado a mover la parte de su cuerpo que tenía paralizada.
Emanuel percibió algunos murmullos. La gente celebraba la noticia con discreción.
–Sus rasgos faciales poco a poco van volviendo a la normalidad.
–Entonces –dijo alguien–. ¿Podremos ir a visitarla ya?
Cierto, pensó Emanuel.
Rebeca no admitía visitas. Alegaba estar siempre demasiado cansada pero él sospechaba que lo hacía por no contar la mentira que su padre le obligaba a decir. Los pocos que lograron visitarla venían contando la misma historia de las escaleras. Por ello deducía que Rebeca, muy a su pesar, obedecía a su padre, pero que prefería hacerlo lo menos posible.
–Todavía no, lo siento –respondió Aarón–. Tened paciencia. Ella se siente muy débil, y no está cómoda con su aspecto. Pero ahora se encuentra mucho más animada, seguro que pronto no hará falta preguntarle si quiere que la visitemos, porque será ella misma la que vendrá a la iglesia. De seguir recuperándose tan rápidamente pronto la tendremos entre nosotros de nuevo.
Hubo aplausos y una expresión de celebración más o menos generalizada. El pastor se sentó para dejar que el periodo de tiempo dedicado a los cánticos siguiera su curso, pero de pronto otro miembro se levantó, Biblia en mano. Se trataba de Ignacio, un hombre de unos 60 años que llevaba asistiendo a la iglesia desde hacía más de 25. Paseó la mirada por todos los presentes y luego habló en voz alta citando un pasaje de los Salmos sin que le hiciera falta leerlo.
–«Los ojos de Jehová están sobre los justos…» –dijo y, en ese preciso instante, clavó sus oscuros ojos en Ismael, quien se mostró visiblemente sorprendido–, «…y atentos sus oídos al clamor de ellos».
Se sentó. La inmensa mayoría de los presentes no se percató de a quién había sido dirigido el pasaje, y los pocos que sí lo vieron no llegaron a comprender toda la dimensión de su significado. Pero no ocurrió así con Emanuel. Él sí co las intenciones de Ignacio. Acababa de colocarse claramente de parte de Ismael y su venganza.
Apenas hubo pasado un segundo cuando otra persona se levantó de golpe. Era uno de los hombres que cantaba como tenor en el coro de la iglesia, orondo y de tez cetrina, llamado Isaac. También sostenía una pequeña Biblia en su mano, pero él sí tuvo que leer los versículos que pretendía citar.
–Dice la carta a los Romanos, capítulo 13, versículo 2 –comenzó, tartamudeando.
La gente fue directamente a buscar el pasaje en sus Biblias, pero Isaac no calculó demasiado bien el tiempo que debía darles hasta que encontraran el pasaje y comenzó a leer demasiado pronto.
-«De modo, que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos».
Se detuvo y de la misma manera que había ocurrido con Ignacio, Isaac también miró a Ismael. Luego bajó la mirada a su Biblia, y saltó al versículo cuatro.
-«Porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo».
Emanuel notó cómo se le formaba un nudo en el estómago. De los congregados, una amplia mayoría no comprendían lo que estaba ocurriendo, pero pudo comprobar que otros sí estaban al tanto. Durante aquel breve tiempo, mientras Isaac e Ignacio leían, otros apoyaron la causa de Ismael de diversas formas: con miradas o sonrisas sutiles, con cualquier gesto que les identificara como aliados. Emanuel descubrió al menos a una docena, y seguro que eran más de los que, desde su asiento al final de la iglesia, había logrado detectar. No eran demasiados, eso era claro, pero sí los suficientes como para comprobar cómo el carisma de Ismael aumentaba de forma exponencial.
De alguna manera, no sabía cómo, un número de personas en la iglesia lograron enterarse de la venganza que al parecer Ismael había planeado y liderado, y le apoyaban en su decisión. Hasta dónde sabían; si conocían o no en detalle lo que había hecho, o, peor aún, si conocían la verdad sobre lo que le había sucedido a Rebeca y la historia inventada de Aarón, Emanuel lo desconocía.
A todo esto, Ismael no se movió del sitio desde que comenzó la lectura de los pasajes. Ahora solo mostraba una amplia sonrisa y se limitaba a mirar al suelo.
Se hizo el silencio de nuevo, y luego la reunión siguió su curso normal.
Volvieron las canciones y los aspavientos del director del coro, llenos de fuerza para sí, pero inanes para el resto. Luego, la predicación del pastor, que pasó por los oídos de Emanuel fugaz e insulsa, absorto como estaba en explicarse el asombroso poder de sugestión que Ismael ejercía entre cuantos lo rodeaban.
De seguir así, sin duda llegaría a superar al mismísimo Aarón en autoridad; ya, de hecho, Emanuel dudaba de si no se encontrarían ambos a la misma altura.
¿Hasta qué punto era aquello peligroso? La iglesia entera estaba pagando por los pecados que existían entre sus feligreses, Emanuel estaba seguro de ello. Él mismo se confesaba uno de aquellos perjudiciales pecadores y, por tanto, uno de los responsables. ¿Era Ismael el fin, la cura de la herida? O, por el contrario, ¿representaba la manifestación de un cáncer maligno que acabaría fulminando la congregación?
Tal vez Josué lo supiera. Él conocía todo lo ocurrido en el pasado y lo que ocurría en la actualidad. Emanuel resolvió hablar con él y enterarse bien de todo para llegar a una conclusión.
La congregación inclinaba sus cabezas. El pastor formulaba una oración para despedirlos y dar gracias por aquella reunión. El guitarrista del grupo rasgueó las cuerdas de su instrumento de forma suave y calmada para llenar el momento de un matiz emotivo. Cuando terminó, todo el mundo se levantó y comenzó a ponerse los abrigos al tiempo que se saludaban. Ismael fue el más solicitado; una docena de personas se le echaron encima a la vez, deseosas de estrechar su mano y confesarle, al oído, su apoyo.