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Ismael se sentía pletórico, rebosante de felicidad. No sabía qué era lo que había sucedido, pero le había encantado. Y ahora, allí estaba, de pie en el vestíbulo de la iglesia, rodeado de gente que se agolpaba para saludarle.

–Muy bien hecho, chico –le dijo Ignacio cuando logró alcanzarlo–. Eres todo un hombre.

También lo saludaban algunas mujeres. Una de ellas le propinó dos sonoros besos, uno en cada mejilla, y dijo:

–Eres un caballero, Ismael. Qué pena que no existan más hombres como tú.

Ismael aparentó sentirse avergonzado, pero en realidad las palabras de aquella señora, las de todos los que lo felicitaban y le daban ánimos lo llenaban de orgullo y alimentaban su autoestima. Caminó hacia la salida de la iglesia y, en ese momento, Samuel se puso a su lado.

–Han sido los jóvenes que nos acompañaron cuando fuimos en ayuda de Ramón.

–Lo suponía –respondió Ismael–. ¿Cuántoslo saben?

–En realidad, pocos. Una docena, tal vez quince personas como mucho. Algunos están en contra, como los padres de Pedro. Ya no podremos contar con él si volvemos a hacer algo parecido.

–Ahora me explico por qué no han asistido hoy a la iglesia.

–Sí, bueno, no te preocupes. Más de la mitad se ha colocado a tu favor. Dicen que eres lo que iba haciendo falta en el barrio.

–Y a la ciudad... –dijo Ismael, en voz baja.

–¿Qué?

–No, nada. ¿Lo saben... todo?

–Sí –respondió Samuel, pero luego se aproximó para decirle algo al oído de Ismael–. Saben que a Rebeca la violaron y que Aarón mintió. Creo que ha sido un punto fundamental para que se pusieran de tu parte.

–Estupendo –dijo Ismael, aproximándose también al oído de Samuel–. Pero sed discretos. Que la noticia se extienda, pero con cautela, despacio. ¿De acuerdo?

–Hecho.

Alcanzaron la puerta de salida. Era mediodía, y el sol lucía en mitad de un cielo diáfano. Lograba calentar con sus rayos, produciendo una agradable sensación a la piel expuesta al frío. Ismael se sorprendió de encontrar a Roberto esperando en la puerta de la iglesia. Estaba despeinado y vestía un chándal que le daba una apariencia aún más descuidada.

–¡Rober! –le dijo, y avanzó hacia él con los brazos extendidos–. ¿Por qué no has asistido a la iglesia hoy? Te has perdido una reunión alucinante.

Le pasó un brazo por encima del hombro y ambos pasearon calle arriba.

–Lo siento, Ismael –respondió Roberto–. Anoche me acosté tarde y esta mañana me he dormido.

–Pues tendrías que haber visto lo que ha ocurrido. Algunos en la iglesia se han colocado de nuestra parte, ¡De nuestra parte, Roberto! ¿Quéte parece?

Roberto se mostró sorprendido y alegre al mismo tiempo.

Se alejaron unos metros de la puerta de la iglesia para conseguir algo de intimidad. Frente a la entrada se reunió un buen grupo de personas y el pastor, como de costumbre, aprovechaba para saludar a cuantos salían.

–Pues prepárate para lo que voy a contarte –dijo Roberto, y pasó él también el brazo sobre el hombro de Ismael–. Hay más gente que quiere ayudarnos. He conseguido que tres compañeros de trabajo se nos unan. Solo tengo que llamarlos cuando les necesitemos y vendrán. Pero eso no es todo.

Roberto se puso nervioso. Miró a su espalda para comprobar que nadie los seguía y luego, bajando el tono de voz, siguió con sus noticias.

–Ayer me llamó Paco. Es amigo mío desde la infancia y, como hay confianza entre los dos, una tarde en que nos reunimos le conté lo que le hicimos a la banda de Gago. Me llamó para decirme que él y un compañero de su trabajo también quieren unírsenos... Son policías, Ismael.

Roberto contuvo el aliento y apretó los labios a la espera de una respuesta. De golpe, Ismael dejó escapar una sonora carcajada por la que expulsó toda la euforia que llevaba dentro. Tan fuerte resonó, que las personas de la entrada se volvieron para mirar qué ocurría.

–¡No me lo puedo creer! ¡Es, es impresionante! Roberto, mi querido amigo. Esto es señal de que estamos haciendo bien las cosas.

Roberto también comenzó a reír.

En ese momento, una figura emergió desde la puerta de la iglesia. Era Daniel, quien desde la distancia también había escuchado cómo Ismael se carcajeaba. Ignoró al pastor cuando quiso despedirse de él, y a grandes zancadas avanzó hasta colocarse a mitad de camino de Ismael.

–¡Ismael, ríe! ¡Ríe todo lo que quieras, pero no eres más que un pobre loco, ciego a tus aires de grandeza!

Como si obedeciera sus órdenes, Ismael sonrió, pero no dijo nada.

–Estoy al tanto de todo lo que estás construyendo a tu alrededor –continuó Daniel–. ¿Qué pretendes conseguir engañándolos a todos? ¿Hasta dónde quieres llegar?

–Hasta donde el Señor me ordene.

Daniel enfureció.

–¡Túno estás obedeciendo a Dios! ¡Y ninguno de los que te siguen lo hacen!

–Jehová de los Ejércitos me ha designado para poner paz y orden...

–¡«Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor»! –gritó Daniel con tanta violencia que enrojeció.

Tomó aliento y siguió parafraseando las Escrituras:

–¡«No os venguéis vosotros mismos, sino dejad lugar a la ira de Dios»! ¡A la ira de Dios!

La calle entera los miraba, tanto los miembros de la iglesia como los transeúntes. Daniel jadeaba por el esfuerzo, pero Ismael se mostraba frío como una estatua de acero. De sus labios comenzó a salir una leve risa, profunda y grave.

–Daniel, ¿podríasno lo has comprendido? Yo soy la ira de Dios.