ISMAEL TROPEZÓ CUANDO ASCENDÍA POR LAS escaleras del portal. Sus reflejos actuaron con rapidez alcanzando el pasamanos antes de caer, pero se detuvo unos instantes, jadeando, hasta que recuperó el aliento necesario para continuar hasta la puerta de su casa.
Se sentía mareado y débil. La cabeza le latía de dolor y le costaba percibir la realidad. Ya no tenía nieve en el abrigo, pero aún parecía que su frío contacto le traspasaba la piel. Llegó hasta la segunda planta de forma automática, balanceándose a cada peldaño y llamó a la puerta de su casa.
Fue su madre quien abrió. Al ver lo pálido que estaba su hijo, su expresión cambió al momento.
–¡Hijo!, ¿te ocurre algo?
Ismael escuchó lejana a su madre, como si se le hubieran taponado los oídos. Tardó un poco en contestar.
–No sé. Creo que me he resfriado con la nieve.
Maldita nieve asquerosa, escupieron sus pensamientos, resonando por toda su cabeza y repitiéndose una y otra vez como un eco, hasta desaparecer.
Dámaris lo ayudó a entrar colocando con suavidad una mano en su espalda.
–Acuéstate. Te llevaré algo caliente a la cama.
Ismael se dejó guiar a su habitación, pero cuando pasaban por la puerta del salón, su padre le salió al encuentro.
–¡Hijo, ya estás aquí! –dijo Simeón, con aquel tono fuerte de voz que lo caracterizaba.
Saludó a su hijo con un manotazo en el hombro que lo hizo tambalear.
–No te vas a creer lo que ha sucedido esta tarde. ¡Ojaláhubieras estado aquí!
–Necesitaba dar un paseo.
Ismael se había pasado toda la tarde dando vueltas por las calles, huyendo de la gente y sin ganas de volver a casa. Solo se decidió a hacerlo después de las siete y media de la tarde cuando el cielo se oscureció por completo y el intenso frío lo obligó a regresar.
–Pues si llegas a estar... Escucha. Han venido algunas personas de la iglesia a verte, unas 10 ó 15. Estaba la madre de Samuel, Ignacio, Jaime y María, la profesora de escuela dominical. ¿Sabes a lo que venían? Ha sido impresionante. ¡Venían a darnos dinero, Ismael! ¡A darte dinero a ti!
–¿A darme dinero? ¿Por qué?
–Es su diezmo. Todos ellos saben que el pastor mintió y no quieren dárselo a él ni a la iglesia. ¡Ahora van a dártelo a ti, hijo! ¿No es una maravilla?
Ismael sintió nauseas. Maldita nieve asquerosa, repitió el eco de su cabeza.
–Supongo.
–Venga, Simeón, deja que Ismael se vaya a la cama. No se encuentra bien –presionó Dámaris, mientras intentaba pasar por delante de su marido.
Simeón ignoró a su esposa y permaneció en medio.
–Hijo, nunca creí que llegarías tan alto. ¡Todos te adoran!
Luego, bajando la voz por primera vez, acercó su rostro al de Ismael y, guiñándole un ojo, dijo:
–Creo que Aarón tiene los días contados.
La confesión de su padre estremeció a Ismael de tal forma que lo despertó de aquel sopor. El pastor tiene los días contados, afirmaron sus pensamientos. Como un torbellino vinieron a él todas las ideas que lo habían atosigado antes de la nevada. Maldita nieve asquerosa, repetía un susurro de fondo, y luego más alto, por encima incluso de la voz de su padre, otras voces, superponiéndose una a la otra, decían:
El pastor ha blasfemado contra su oficio.
No puedo dejar que siga mintiendo ante mis ojos y los de mis hermanos.
Maldita nieve asquerosa...
Debo esperar a que se me unan más adeptos, una mayoría consistente y fiel.
El pastor tiene los días contados.
Maldita nieve asquerosa.
Maldita nieve asquerosa.
¡Maldita nieve asquerosa!
–¿Cuántodinero han dado? –dijo a su padre.
Simeón afirmó con la cabeza.
–Mucho. El diez por ciento de su sueldo. Un diezmo como Dios manda.
–Simeón, por favor –volvió a replicar Dámaris–. Deja eso para luego, Ismael está cans...
–¡Cállatede una vez! –cortó, tajante, Simeón.
–¡No quiero callarme! ¿De veras te parece bien lo que ha hecho toda esa gente, dándole a Ismael el diezmo de la iglesia?
–¿Para que se lo quede una iglesia corrupta? Sí. Yo tampoco pienso seguir manteniéndola.
–El dinero se destina a muchas cosas, no solo a la iglesia. A causas humanitarias, por ejemplo.
–¿Y qué pasa con nuestra causa? Solo nuestro hijo se ha preocupado por ella –miró a Ismael–. Hijo. La gente sabe lo que estás haciendo, no solo lo de Rebeca. Nos hemos enterado de que estás ayudando a más gente y estamos orgullosos de ti.
Dámaris negaba con la cabeza.
–A mí no me parece bien –pasó una mano por el hombro de Ismael–. Hijo mío, ahora quiero que descanses, pero después hablaremos muy seriamente sobre lo que estás haciendo. Creo que no obras bien.
Simeón encolerizó.
–¡¿Pero qué dices?! No tienes ni idea de lo que está pasando. Nuestro hijo está limpiando la ciudad. ¿Sabes?
–¿Pero es que no te das cuenta? Hay policía para ocuparse de eso. Ismael se ha tomado la justicia por su mano.
–¡Pero qué ignorante que eres! –gritó Simeón con desprecio–. No entiendes nada. Lo mejor es que te quedes calladita.
Dámaris, quien hasta ahora había procurado mantener la calma, no pudo evitar enfadarse.
–¡Estoy harta de que me mandes callar!
–¡Pues yo estoy harto de ti! ¡En esta casa se hace lo que yo diga!
Y, movido por un impulso, Simeón alzó su mano y empujó a su esposa con fuerza. Dámaris trastabilló unos cuantos pasos hasta que recuperó el equilibrio. Lanzó a su marido una mirada helada, y sin responder ni una sola palabra más, dio media vuelta, directa hacia la salida de la casa. Simeón vio venir que su mujer pretendía marcharse.
–¡Si sales de casa no esperes que te abra la puerta esta noche!
Dámaris permaneció en silencio. Abrió la puerta. Simeón Pues vete! Vete si quieres. No voy a ir tras de ti a pedirte perdón.
La única respuesta que recibió fue un sonoro portazo. Después se hizo el silencio, hasta que Ismael, ajeno a la discusión de sus padres, lo rompió con un tono de voz suave y calmado.
–Padre –dijo, para llamar su atención–. ¿Tú quién dices que soy?
Simeón se mostró contrariado. Ismael volvió a formular la pregunta, reconstruida de otra manera.
–¿Crees que soy alguien especial?
–¡Claro!
–¿Un... elegido?
Simeón pensó la respuesta durante unos segundos, pero al final afirmó con convicción.
–Sí, Ismael.
–Y tú, ¿me seguirías también?
Nuevamente, Simeón tardó en contestar. Observó a su hijo de arriba abajo durante unos segundos, pero cuando al fin respondió, sus palabras salieron con la misma firmeza.
–Yo te seguiré a dónde haga falta, hijo mío. Tú eres un salvador. Ismael sonrió con ternura.
–Dios te ha dado sabiduría, padre, para ver estas cosas en mí. Para reconocer que he sido destinado a una misión y que debo cumplirla. Gracias por prestarme tu confianza. Eres un pilar de apoyo para mis ánimos.
Ismael suspiró hondo y continuó.
–Ahora debo descansar, tengo muchas cosas que resolver en mi cabeza. Hazme un favor; cuenta el dinero por mí, y ya veremos a qué lo destinamos.