EMANUEL TRATÓ DE CONTROLAR SUS NERVIOS. Intentando parecer tranquilo, caminó lentamente en dirección a su habitación. Sacó un abrigo del armario y cuando estaba a punto de salir, Penélope le cortó el paso.
–¿Quién ha llamado? –preguntó. El telefonillo de casa había sonado y Emanuel fue quien descolgó.
–Es Dámaris. Ha tenido problemas con su marido y necesita hablar. Está en la calle, esperando.
Los labios cuidadosamente pintados de Penélope se curvaron en una mueca.
–Dile que suba, así podremos hablar los tres.
–Cariño –respondió Emanuel–. No te ofendas, pero creo que solo espera hablar conmigo.
–¿Y no podríais hablar los dos solos aquí, en el salón?
Penélope daba vueltas a la alianza de su dedo anular.
–Estaréis más cómodos que en la calle; allí hace mucho frío.
–Se sentirá incómoda, y solo tiene confianza conmigo. Ya sabes que nos conocemos desde la infancia. Siempre he sido yo quien le ha prestado apoyo para los problemas de su matrimonio.
–Claro, como tú dices, eres su “confesor”.
Resignada, Penélope inclinó la cabeza y dejó vía libre a su marido, quien, sin despedirse, pasó velozmente a su lado y abrió la puerta.
–Emanuel –le gritó, cuando éste ya atravesaba el umbral–. Te quiero.
Lo dijo con todo el cariño que fue capaz de reunir, pero Emanuel no pareció percibirlo. Concentrado, como seguía, en la persona que le esperaba abajo, se limitó a asentir con la cabeza y cerró la puerta sin mirar atrás. Penélope permaneció parada unos momentos en el pasillo, con la mirada fija en el impoluto color dorado de su anillo de bodas.
Emanuel bajó velozmente las escaleras de los cuatro pisos que lo separaban de Dámaris, pero cuando alcanzó la puerta que daba a la calle se detuvo de golpe y suspiró hondo. Desde la Navidad pasada procuraba evitar cualquier contacto con ella. Sabía que su matrimonio se resentía por culpa de aquel amor secreto, pero cuando Dámaris llamó a su casa no pudo evitar la tentación por más tiempo. Resignado, dejó que las ganas que tenía de verla salieran como un torrente al exterior y guiaran todas sus acciones. Tal vez el encuentro fuera la gota que terminara por lanzar al abismo a toda su familia, pero ya no le importaba.
Abrió la puerta y se encontró a Dámaris paseándose de un lado a otro, abrazándose a sí misma para calentarse de la helada que caía sobre la ciudad. Se notaba, por lo enrojecido de sus ojos y mejillas, que había estado llorando.
–Emanuel –comenzó diciendo cuando lo tuvo a su lado–, perdona por las horas que son. No sabía a quién acudir y...
–Tranquila –cortó él–. No te preocupes por eso. Siempre que se trate de ti no importa la hora.
Inmediatamente se recriminó por aquel arranque de sinceridad, pero Dámaris no pareció captarlo.
–¿Podemos dar un paseo?
Emanuel asintió y ambos comenzaron a caminar, uno al lado del otro.
–Tu hermano y yo hemos vuelto a discutir. Esta vez él ha perdido los papeles y me ha empujado.
Emanuel se alarmó.
–¿Te ha hecho daño?
–No. Solo ha sido un empujón, pero no he podido evitar...
Al momento se le quebró la voz pero tomó aire y continuó:
–Creo que le habría dado igual agredirme.
–Lo siento, Dámaris.
–Nuestro matrimonio no funciona.
No era la primera vez que Dámaris afirmaba aquello. Emanuel se lo hizo saber.
–No es la primera vez que lo dices.
–Lo sé. Nuestro matrimonio no ha funcionado nunca. No tendría que haberme casado con él.
Con sus palabras, Dámaris estaba desenterrando el pasado.
Emanuel conocía perfectamente la historia. Ella había conocido a los dos hermanos, Emanuel y Simeón, cuando sus padres se cambiaron a la iglesia a la que estos asistían. Pronto, Emanuel y Dámaris descubrieron que tenían muchas cosas en común lo que les permitió iniciar una buena amistad. Incluso los chicos de su grupo de jóvenes y hasta algunas personas de la iglesia los vieron ya como futuro matrimonio, aunque la relación nunca fue más allá.
No obstante, las personas que veían un posible noviazgo entre ellos no andaban demasiado descaminadas. Emanuel la amaba, estaba enamorado de ella desde el principio, pero en el fondo no era más que un pobre chico de 15 años. Dámaris tenía tres años más que él y ya se la consideraba adulta. Pese a la poca diferencia de edad, existía una enorme distancia de madurez entre ellos. De modo que, a pesar de amarla, él nunca logró reunir el valor suficiente para declararle su amor terminando ella por fijarse en su hermano mayor, Simeón, quien, a sus 21 años, ya parecía un joven de 25.
La relación entre Dámaris y Simeón fue apasionada desde el principio. Al mes de iniciado el noviazgo, Simeón confesó a su hermano menor que ya habían mantenido relaciones sexuales. La noticia penetró como una cuchilla en las entrañas de Emanuel. A partir de entonces se enteraba, resignado, de cada capítulo amoroso a través de los comentarios jocosos de su hermano y de las confesiones ingenuas de su amiga, quien, ajena a lo que él sentía y al daño que podía ocasionarle, le contaba con detalles cada encuentro con Simeón.
La mala noticia llegó en verano: Dámaris había quedado embarazada. La agitación creció entre los padres de ambos muchachos y las confesiones de Simeón y Dámaris a Emanuel recrudecieron en sinceridad. Ninguno acogió lo que se les echaba encima con alegría. Simeón reconoció que no estaba realmente enamorado de ella, que solo se trataba de una relación pasajera y Dámaris, por su parte se deprimía cada vez que pensaba en lo que le deparaba el futuro.
Y, en medio de ambos, Emanuel escuchaba, calmaba, y animaba cuanto podía. Se había transformado en el confesor de ella, en el hombro sobre el que lloraba sus penas, en su conciencia.
La familia resolvió casarlos antes de que a ella se le notara el embarazo y así se hizo, a pesar de la negativa de los dos muchachos. Nueve meses después nació Ismael.
–Nunca debimos obedecer a nuestros padres –sentenció Dámaris con amargura.
Emanuel, aunque no era lo que quería, como siempre, callaba. Con todas sus fuerzas le habría dado la razón a Dámaris, le habría confesado que él la habría cuidado, incluso habría adoptado como suyo al hijo de su hermano y se habría hecho cargo de los dos con tal de vivir a su lado.
–Mira el lado bueno. Al menos tienes a Ismael.
–¡Ismael! –bufó Dámaris–. Que Dios me perdone, pero a veces pienso que es peor que su padre. Incluso he llegado a pensar que no es hijo mío. Que yo le he parido, sí, pero que no lleva nada mío en sus genes. Es tan... tan...
–Diferente.
–Sí. No sé. Le sigo queriendo, pero tiene algo extraño en su personalidad. Siempre lo ha tenido, pero ahora más que nunca. Sobre todo desde que Rebeca tuvo el accidente con aquella banda de delincuentes.
Emanuel sintió que se le revolvían las tripas. Dámaris también estaba al tanto de la verdadera historia sobre Rebeca y temió que estuviera a favor de quienes veían bien la venganza. Por su parte, desde que los apoyos a Ismael comenzaron a manifestarse en el seno de la iglesia, se había preocupado por indagar sobre la auténtica historia y estar al tanto de todos los detalles posibles. En consecuencia, conocía bien el tema: qué había movido a Ismael a la venganza y todos los planes que posteriormente estaba llevando a cabo. Sin embargo, desconocía la postura que Dámaris pudiera haber adoptado, y le daba miedo preguntar, pues no sería extraño descubrir que, aunque fuera un poco, quisiera defender a su hijo. Por miedo, resolvió no ahondar en el asunto.
–Tú lo conoces mejor que nadie. Eres su madre. Nosotros en la iglesia le vemos como un muchacho excelente.
–En casa también lo era. Solo que...
–¿Qué?
–Su buen comportamiento, sus buenas acciones, todas esas cosas que le hacían parecer como una persona ejemplar. No sé. Tal vez está mal que yo lo diga, pero nunca me parecieron sinceras, sino más bien interesadas, como si buscara que cada buena acción sirviera para satisfacer un objetivo personal, una meta.
Emanuel adoptó una expresión reflexiva.
–Vaya...
–Ahora es incluso peor.
–¿Peor, por qué?
–Pues, como te he dicho antes, Ismael se comporta de manera diferente desde lo que le ocurrió a Rebeca. Se ha erigido como una especie de justiciero, aunque en el fondo se dedique a impartir una ley muy particular. Lo peor de todo es que cada vez tiene más seguidores a su alrededor.
Emanuel se tranquilizó. El amor maternal de Dámaris no había traicionado su moral. Se había postulado en contra de Ismael. Al punto se imaginó la gran cantidad de valor que se necesitaba para que una madre tomara una decisión semejante.
–Lo sé. En mi casa yo mismo lo estoy sintiendo. Josué se ha dado cuenta a tiempo del error, pero Jonatán se ha convertido en un seguidor incondicional de Ismael. Ahora se ven casi todos los días y sé que ya habrá participado en uno de sus «actos de justicia».
Dámaris se mostró apenada.
–¡Oh! Emanuel, no sabes cuánto lo lamento.
–No, Dámaris, no es culpa tuya, es...
Entonces, Emanuel se percató de que estaba a punto de sincerarse. Si contaba a Dámaris que no había hecho nada porque sus hijos, su familia al completo, se derrumbara, debía explicar la causa. Y la causa no era ni más ni menos que ella misma.
Quiso detener sus palabras, pero volvió a verse como aquel muchacho de 15 años tímido e inexperto que dejó pasar al amor de su vida, y descubrió que estaba harto de permanecer en silencio. Había callado su amor durante veinticuatro años y ya era hora de sincerarse con quien le fue sincera todo este tiempo.
–He cometido muchos pecados, Dámaris. Desde que era un muchacho, un adolescente, he estado enamorado de una mujer distinta de la que tengo por esposa, y todavía la amo.
Dámaris, quien había estado hablando de cara al suelo, volvió la vista velozmente y observó a Emanuel con los ojos bien abiertos, para descubrir que él la miraba con expresión cansada. No respondió nada, y Emanuel siguió sincerándose.
–He intentado ocultar mi amor, pero es algo inevitable, y tan evidente que incluso mi mujer lo nota. Estoy seguro. Ella no era así cuando nos casamos, no vestía con sus mejores prendas, ni andaba siempre tan maquillada. Comenzó a hacerlo cuando supo que yo no me había casado por amor, y que nunca la querría. Siento pena por ella, porque cada día se preocupa en mostrarse hermosa ante mí, y cada día se descubre derrotada por otra mujer. Mi matrimonio también fue un error, Dámaris. Siempre he estado enamorado de ti.
Ambos se detuvieron. Estaban en algún lugar del barrio, allí donde los había llevado su paseo sin rumbo. Se quedaron, el uno frente al otro, mirándose fijamente. Entonces Emanuel vio que los ojos de Dámaris se empañaban en lágrimas.
–¿Por qué, Emanuel? ¿Por qué no me lo dijiste antes de que fuera demasiado tarde?
El tono de Dámaris era de reproche. La voz le salía ahogada por el llanto y se esforzaba porque no se le quebrara. Cuando Emanuel respondió, descubrió que también luchaba por no llorar.
–Cada día me arrepiento de no habértelo confesado a tiempo, porque te sigo amando, Dios me perdone, más que a mi esposa. Cada día, por mucho que lo intente, no puedo dejar de pensar en ti. El mero hecho de intentar olvidarte hace que recuerde lo mucho que te amo. El Señor conoce mi pecado, y mi familia se resiente por ello. Hoy mismo he dejado a mi mujer abandonada por acudir en tu ayuda. Tengo remordimientos... pero no puedo evitarlo.
Los dos al mismo tiempo se aproximaron y se unieron en un cálido abrazo que mantuvieron en silencio durante unos instantes. Todo a su alrededor pareció desaparecer.
–Ojalá mi marido me fuera infiel –susurró Dámaris–. Así podríamos estar juntos.
Emanuel suspiró. La mayor parte de los protestantes, basándose en la Biblia, defendían que el matrimonio debía mantenerse por encima de cualquier problema, exceptuando quizás los más aberrantes, los que apelaban al sentido común para solicitar un divorcio. Por lo demás, solo el adulterio y la muerte del cónyuge justificaban una razón para volver a casarse.
–No podríamos –respondió Emanuel–. Yo sigo casado. Mi matrimonio es una farsa, pero ¿qué podía esperar? Lo ha sido desde siempre. Me casé por no seguir solo.
Quiso separarse del abrazo, pero ella se lo impidió apretándose contra su pecho. Dámaris no quería que aquel momento terminara, porque, por primera vez desde hacía muchos años, volvía a sentirse querida.
–Dámaris. Siento que mi familia se romperá. Mi relación con Penélope nunca ha funcionado, pero además, estoy sintiendo cómo pierdo a mis hijos.
–Debes luchar por ellos.
–No, no debo. Es la voluntad de Dios. Es la paga por mis pecados.
Las palabras de Emanuel funcionaron como un resorte para Dámaris, quien se separó de su abrazo.
–¿Cómopuedes pensar eso?
–Está claro que Dios quiere que sea así.
–¡Emanuel! Me sorprende que alguien como tú diga esas cosas. Te creía más inteligente que todo eso. ¡Te estás dejando engañar! El pecado trae sus consecuencias, pero Dios no quiere que te quedes de brazos cruzados mientras tus hijos se pierden. ¡Lucha por ellos! Lucha en contra de toda esta locura. Si dejas que Jonatán siga a Ismael serás cómplice de su perdición. Ocúpate de él y hazle ver el error en el que está cayendo. Eso es lo que Dios querría que hicieras.
Emanuel dejó caer los brazos y miró al suelo con expresión abatida.
–No me encuentro con fuerzas, Dámaris. ¡ Me siento tan culpable por todo lo que ocurre!
–Debes hacerlo. Ellos te necesitan.
Emanuel reflexionó sobre las palabras de Dámaris. En efecto, el resultado de su falta de amor hacia Penélope era un matrimonio destruido, pero Dámaris llevaba razón. Lo que ocurría con Ismael y sus hijos era otra cosa. Algo por lo que todavía merecía la pena pelear. Permanecer sin hacer nada, pensando que Dios quería aplastarle como a un mosquito, era una idea equivocada. Dios no podía ser tan cruel, no cuando, día tras día, estaba dispuesto a escuchar su arrepentimiento y perdonarlo. Cuando se percató de que había estado equivocado durante tanto tiempo, se asustó.
–¡Pero qué he hecho! Dios, perdóname –dijo, escrutando el vacío con mirada inquieta. Dámaris le miró con ternura.
–Todavía estás a tiempo. Habla con ellos. Ayúdalos.
–¿Y tú? También podrías hablar con Ismael. Eres su madre. Él te escuchará. Tal vez consigas algo.
–No. Por desgracia sé que él no me escuchará. El problema es que Ismael se siente realizado con todo lo que está haciendo. Es como si...como si hubiera nacido para ello. Y lo que es peor; presiento, de alguna manera, que mi hijo en realidad es un ser de naturaleza mucho más retorcida; que esto solo es la punta del iceberg, y que estamos a punto de vivir acontecimientos realmente espantosos.
Emanuel se estremeció.
–Dámaris, ¿qué estás insinuando, que Ismael se ha vuelto loco, qué es un psicópata? No logro comprenderte.
Dámaris negó con la cabeza mientras buscaba las palabras adecuadas para lo que intentaba expresar.
–No. En el fondo no es nada de eso. Ismael no está loco, y eso es precisamente lo que más me asusta.
–¿Entonces, qué...?
–Emanuel, ojalá lo supiera. No son más que presentimientos. Un cúmulo de miedos que no logro expresar. Todavía es mi hijo, eso es lo que ocurre, y por el amor que siento hacia él no puedo permitirme pensar las peores posibilidades, pero tú eres una persona inteligente. Sé que te parecerá un disparate lo que voy a proponerte: quiero pedirte que observes a mi hijo, que lo estudies si hace falta, y que saques tus propias conclusiones.
–¿De verdad ves necesario que deba hacerlo?
–Sí. No te conformes con pensar que Ismael es solo un demente, un asesino, o un malhechor cualquiera. Temo que en realidad sea algo mucho, mucho peor. Algo que no alcanzo a comprender, por eso necesito que intentes averiguarlo.
Se hizo el silencio. La calle había quedado desierta. Emanuel presintió que llevaban hablando mucho más tiempo del que creía. Miró a Dámaris fijo a los ojos y ella le sonrió tímidamente. En el momento en que él le devolvía la sonrisa, el ambiente perdía todo el aura de tensión que lo había envuelto.
–¿Qué harásahora? –dijo Emanuel.
–Iré a la iglesia. El pastor puede darme una de las habitaciones que hay en el piso de arriba, reservadas para los estudiantes del seminario. Creo que hay alguna libre. En cuanto tenga trabajo me marcharé de alquiler. No pienso volver a mi casa. Siento que allí estoy fuera de lugar.
–Te ayudaré en todo lo que pueda. Si necesitas dinero, o cualquier otra cosa...
–Lo sé, Emanuel. Y te lo agradezco.
Dámaris le acarició suavemente la mejilla con la palma de su mano izquierda. Emanuel siguió notando el tacto aun cuando ella la hubo retirado.
–Vuelve a casa. Penélope estará preocupada por ti.
–¿Cuándo volveréa verte?
–Haz lo que te he pedido. Cuando tengas una respuesta, búscame.
Dámaris estiró el cuello y besó a Emanuel en la mejilla, dio media vuelta, y se marchó camino a la iglesia. Emanuel la siguió con la mirada hasta que desapareció tras una esquina y después volvió a casa. Cuando llegó, Penélope ya se había acostado. Se desvistió en silencio y se metió cuidadosamente en la cama para no despertarla, pero ella no se había dormido. No dormiría en toda la noche.