XI

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EL PRIMER DÍA DE FEBRERO CAYÓ EN VIERNES. Imperaban aún las bajas temperaturas por toda la ciudad. A primera hora de la mañana, cuando una fina neblina de escarcha nocturna resistía los primeros rayos del sol, Rebeca bajaba del coche que desde el hospital la trajo de vuelta a su casa. Tras un largo mes de internamiento, al fin le habían dado el alta médica y sus padres acudieron a buscarla. El barrio la saludó con una extraña quietud, casi idéntica a la que existía cuando se marchó, durante la noche de fin de año.

Lenta y cuidadosamente comenzó a caminar en dirección al portal. Elisabet se colocó a su lado sujetándola de un brazo para servirle de apoyo.

–Con cuidado, hija –le dijo.

Rebeca obedeció. Todavía no estaba curada del todo. No era capaz de permanecer en pie demasiado tiempo y andaba con precaución para no perder el equilibrio. Un parche cubría aún su ojo. Los médicos le aconsejaron que no se lo quitara hasta que no fuera sintiéndose mejor y con más fuerzas para caminar. Quitárselo le producía mareos, porque veía doble y borroso, y mantener el equilibrio se hacía casi imposible. Para que su vista y el sentido del equilibrio se recuperaran todavía eran necesarios algunos meses, pero los médicos se mostraban optimistas. Confiaban en la juventud de Rebeca y esperaban que al final no le quedaran secuelas de su accidente.

Ayudada por su madre, atravesó el pasillo del portal hasta el ascensor, y subieron hasta la octava planta, donde estaba su piso. A Rebeca siempre le había gustado su casa, porque al asomarse por la ventana parecía que observaba el mundo desde una montaña. Las vistas de la ciudad eran impresionantes, especialmente por la noche, cuando se encendían miles de luces como queriendo competir con las estrellas. En aquella mañana, no obstante, Rebeca experimentaba una mezcla de sensaciones contrapuestas. Deseaba con todas sus fuerzas descansar en su habitación, arroparse con las mantas de su cama y dormir tranquila; pero por otro lado, se sentía incómoda, ajena a aquel lugar, distante de sus padres. Así que, cuando finalmente entró por la puerta de su casa y se encontró con que sus padres le habían preparado su desayuno preferido –tostadas con mermelada de fresa y chocolate caliente–, les mintió diciendo que se encontraba demasiado cansada y que necesitaba dormir un rato.

Cuando llegó a su habitación, cerró la puerta, y sin ponerse el pijama se introdujo en la cama y se arropó hasta el cuello con la vista fija en la ventana. Podía ver una franja de cielo a través de los cristales, de un suave color ceniza, amenazando con otra lluvia invernal. Reconoció unas pequeñas manchitas negras que cruzaban de un lado a otro y giraban en redondo. Se trataba de algún tipo de pájaro, gorriones quizás. Rebeca se entretuvo siguiéndolos con la mirada, hasta que, poco a poco, el sueño fue adueñándose de sus párpados.

La despertó un sonido lejano, una musiquilla sorda cuya melodía le era familiar y que provenía de algún lugar en su interior. Fue despejándose poco a poco, hasta que reconoció que se trataba de su teléfono móvil. Como no se había puesto el pijama, lo tenía guardado en algún bolsillo de sus pantalones, y la melodía le llegaba a través de las mantas. Lo buscó con velocidad hasta encontrarlo en el bolsillo trasero y miró la pantalla, que se había encendido mostrando el número de quien llamaba. Al verlo le sobrevino una gran sensación de alegría, un refugio donde su corazón podía descansar en aquella mañana tan triste.

Se apresuró a descolgar.

–¡Hola, Josué!

–Hola, Rebeca. Sabíamos que hoy te darían el alta. ¿Estásya en casa?

–Sí, he llegado hace poco. Hará una hora más o menos.

–Me alegro mucho. ¿Cómote encuentras?

–Mucho mejor, aunque todavía me cuesta andar.

–¡Vaya! Esperaba que saliéramos a la calle para echar una carrera.

Rebeca soltó una risita.

–Lo dejaremos para otro día –contestó.

Hubo silencio durante unos segundos. Cuando Josué volvió a hablar, el tono de su voz era más apagado, serio y silencioso que el que había mantenido al principio de la conversación.

–Rebeca, ¿tienes a alguien a tu lado?

Rebeca captó las intenciones de la pregunta.

–No, estoy sola en mi habitación. Puedes hablarme de lo que quieras.

–Escucha, Rebeca. Me habría encantado visitarte personalmente, pero para lo que tengo que contarte es mejor que nadie esté escuchando, y si lo hacía en persona corría el riesgo de que tu padre...

–Lo sé.

Rebeca escuchó que al otro lado del teléfono Josué suspiraba hondo. Se estaba preparando para decir algo importante. Esperó a que se decidiera.

–¿Crees que podrías caminar?

–Lo justo y necesario. Me canso a los pocos minutos, pero puedo andar un poco sin demasiados problemas.

–¿Irása la iglesia este domingo?

–Seguramente. A mis padres les encantaría llevarme para que los miembros me vieran, pero lo han dejado en mis manos, según qué fuerzas tenga.

–Rebeca... ¿Crees que podrías...?

–Lo haré, Josué –cortó Rebeca. Sabía perfectamente lo que Josué intentaba pedirle. Se trataba del plan que le propuso en su última visita. Lo cierto era que ella lo estaba deseando. Sentía que era como una carga de la que debía liberarse. Estaba más que dispuesta a subir al estrado, aclarar a los que todavía no estuvieran al tanto que su padre había mentido sobre lo que le había ocurrido, y rechazar a Ismael y sus ideas.

–Gracias –respondió Josué, después de unos segundos–. Rebeca. Hay algo que no te he dicho. Lo que ha hecho Ismael difícilmente tiene marcha atrás. Me refiero a que es posible que, aunque tú no estés de su parte, él no esté dispuesto a detener lo que ha iniciado. Tal vez... tal vez tengamos que ir a la policía y denunciarle.

Ya estaba hecho. Josué lo había soltado en uno de sus arranques de valor espontáneo. Desde que se calló aquella parte tan escabrosa de los planes sentía que estaba traicionando a Rebeca, utilizándola. No quería que las cosas se hicieran mal de nuevo. Si Rebeca accedía a hablar frente a toda la iglesia, que fuera con pleno conocimiento de causa y consecuencia.

–Lo haré de todas formas –sentenció Rebeca–. Puedes dar por rota mi relación con Ismael. Su causa es más importante que la promesa de matrimonio que me hizo. La ha olvidado. Se ha olvidado de mí.

Sus últimas palabras salieron ahogadas, rotas por la emoción.

–Nosotros no te hemos olvidado –contestó Josué con un tono de voz lleno de ternura–. Yo nunca te he olvidado. Nunca te olvidaré.

–Ya lo sé –respondió Rebeca. Su voz recuperó poco a poco el tono normal–. Haré lo correcto. Y lo correcto es acusar a Ismael ante quien sea necesario. Él ya no es la misma persona que conocí. Se ha transformado en... en un monstruo.

Josué no respondió.

–Lo haremos este domingo. Pondremos fin a todo esto.

–Esperemos que así sea. Estaré con Daniel apoyándote. Nos sentaremos al fondo de la iglesia. Si en algún momento necesitas ánimos, mira en esa dirección. No te perderemos de vista.

–Gracias. Necesitaré vuestro apoyo, aunque sea desde la distancia.

–Eres –dijo Josué, dando a su voz un tono resolutivo–, la última posibilidad que nos queda. Si esto no funciona no sé qué podremos hacer para salvar a la iglesia y detener a Ismael.

–Nuestra última posibilidad es Cristo, y siempre será Cristo –respondió Rebeca, y esa afirmación la llenó de tranquilidad.