Tras dejar ir a quienes no quisieron unirse a La Hermandad, la reunión para el resto se extendió poco más de 20 minutos, que se rellenaron con algunas canciones y una oración de despedida en la que se daban gracias al Señor por el nuevo pastor que aceptaba llevar la iglesia. Después, Ismael pidió que solo se quedaran los miembros más allegados –las 80 personas que le habían seguido cuando irrumpió en la iglesia– porque, según dijo, «era necesario reedificar la congregación desde sus cimientos». Así pues, los encomendó a todos para el domingo próximo y, tras esto, la iglesia fue desalojándose.
Una vez que Ismael se quedó con sus 80 fieles, dio las primeras instrucciones a Roberto.
–Vamos a reestructurarlo todo. Id a las habitaciones que tiene la iglesia en el primer piso y registradlas. También quiero que vayáis a las clases destinadas a la escuela dominical y tiréis todo lo que haya en su interior. Vamos a transformarlas en más habitaciones. Yo estaré en el despacho del pastor, haciendo limpieza.
Roberto asintió y acto seguido comenzó a dar órdenes para que todo el mundo se pusiera en marcha. Ismael, tal y como había dicho, subió al pequeño despacho que el pastor tenía. Apenas le hizo falta mirar a su alrededor para decidir que nada de lo que allí había le iba a servir para algo, así que ordenó que se lo vaciaran de papeles y documentos varios, que arrancaran los pósteres de las paredes y hasta que se llevaran toda la biblioteca personal del pastor y la arrojaran a la basura. Tiró también todas las Biblias menos una grande, de pastas duras y de color negro que reconoció como aquella que el pastor siempre llevaba bajo el brazo. Ésta prefirió dejarla, y le buscó un sitio preferente sobre la mesa del despacho.
Le causó gran placer comprobar la comodidad del sillón del pastor. Era de piel, reclinable, y tan grande que incluso a Ismael le sobraba espacio por encima de la cabeza. Estaba provisto de mullidos brazos. Ismael apoyó suavemente sus manos. Cuando permaneció así durante unos segundos, le pareció que estaba sentado en un trono, como un rey dispuesto para juzgar a su pueblo.
Apenas hacía cinco minutos que se había sentado a descansar cuando Roberto llamó a la puerta.
–Adelante –concedió Ismael, todavía imaginándose rey. Roberto entró y se paró frente a él.
–Ismael...
–Mi fiel Roberto –cortó Ismael, quien no quería que sus ensoñaciones cesaran. Su voz había adquirido un cariz de apatía–, este despacho no me sirve para nada. Quiero que tiréis todo lo que hay en él excepto este sillón. Lo transformaréis en otra habitación más.
–¿Quéharemos con el sillón?
–Bajadlo inmediatamente a la sala principal, colocadlo en lugar del púlpito. Atenderé a todo el mundo desde allí.
–Así se hará –Roberto afirmó enérgicamente con la cabeza y luego cambió de tema–. Hay algo que deberías saber, Ismael. Hemos encontrado a alguien en las habitaciones.