Tal y como Ismael ordenó, el púlpito fue hecho astillas y se arrojó al contenedor de basuras más cercano. En su lugar, lo único que se colocó en mitad del estrado fue el cómodo sillón del pastor. Sentado en él, de cara al resto de la iglesia, Ismael aguardaba impaciente a que Roberto le trajera al único inquilino que habían encontrado en las habitaciones de la iglesia: su madre.
Dámaris bajó sin resistirse. No habría podido hacer nada contra los dos hombres que la escoltaban, uno a cada lado. Hizo todo lo que pudo por aparentar calma, aunque en realidad tenía mucho miedo de enfrentarse a su hijo. Cuando llegó a la planta baja y lo vio sentado en el sillón, el miedo acaparó por completo todos sus sentidos. Apenas reconoció a Ismael en aquel ser que la esperaba con gesto severo y altivo.
–Mi querida madre –dijo Ismael, según acercaban a Dámaris. Extendió las manos como si quisiera abrazarla, pero no se levantó del sillón. Dámaris tampoco hizo por acercarse. En su lugar, se quedó al pie de las escaleras que subían hasta el estrado.
–La persona que tengo ante mí no es mi hijo –dijo ella con sequedad–. Ismael, detén todo esto. ¿Qué pretendes lograr? ¿Hasta dónde vas a llegar?
Ismael escuchó a su madre con gesto aburrido.
–Deja de sermonearme de una vez, madre. Cuando se hace lo correcto no existen los límites. Mira todo lo que estoy logrando.
Extendió sus manos y abarcó el aire que lo rodeaba dibujando un arco invisible. Dámaris entrecerró los ojos, llena de ira.
–Está bien. Pues quédate con tu querida secta y déjame marchar. No quiero saber nada más de ti.
–¡Silencio! –gritó Ismael, repentinamente ofendido, dando un golpe con la palma a uno de los brazos del sillón–. ¡No consiento que me insultes de esa manera! ¿Secta? ¿Cómote atreves a llamar de esa forma a la gloriosa Hermandad?
–Llama como desees a tu grupo de chalados.
Ismael adoptó un marcado gesto orgulloso en su rostro. Miró con desprecio a su madre y le sostuvo la mirada durante unos segundos, mientras una idea perversa germinaba en su interior. Luego, giró levemente la cabeza para dirigirse a Samuel, quien aguardaba de pie a su izquierda.
–Samuel, mi madre está ciega a nuestra causa. No entiende las maravillas que nosotros hemos comprendido. Sería una crueldad por mi parte dejarla marchar sin más, ¿ no te parece?
Samuel asintió sin decir nada. Ismael volvió la vista al frente y habló a los guardias que custodiaban a Dámaris, pero en todo momento sus ojos seguían fijos en los de ella.
–Mi madre vivirá con nosotros hasta que reconozca que su hijo es un enviado divino y que esto no es otra cosa que una poderosa misión celestial.
Por dentro, Dámaris sintió que el pánico estaba a punto de taladrar su fuerza de voluntad, pero luchó por mantenerse firme.
–Estás secuestrándome, Ismael, y eso es un grave delito. Tarde o temprano alguien de la iglesia sabrá que me tienes aquí encerrada, o los vecinos me echarán en falta. Serás el primero en ser investigado por la policía, y cuando te descubran irás a la cárcel.
Ismael soltó una risita.
–Buen intento, querida madre, aunque fútil. No conseguirás convencerme de que te deje marchar... me sentiría muy solo sin ti.
Sus últimas palabras estaban revestidas de ironía. Los miembros de su alrededor soltaron una tenue carcajada condescendiente.
–Además –continuó Ismael–. Ahora ya estamos la familia al completo.
Levantó la mirada por encima de su madre para mirar más allá. Dámaris se dio la vuelta, intrigada. Para su horror, descubrió que Simeón caminaba hacia ellos desde la salida del recibidor. Se colocó a su misma altura, recto como un soldado ante su general.
–Las clases han quedado dispuestas. Todo está preparado para construir las habitaciones –informó Simeón a su hijo.
–Perfecto. ¿Ves, madre? –Ismael señalaba a su padre–. He aquí una muestra de la fidelidad que espero. Pronto, muchos de nosotros haremos de esta iglesia nuestro hogar. ¿Por qué separarnos, cuando disfrutamos tanto de nuestra compañía? Viviremos todos unidos, compartiendo nuestras posesiones. ¿Quién no ha sentido nunca en su corazón que dar solo diez por ciento de los beneficios a la iglesia es demasiado poco? El diezmo, para muchos, es un castigo más que una bendición.
Los presentes, excepto Dámaris, asentían a sus palabras. Ismael siguió hablando.
–La Biblia nos dice que demos cuanto nos proponga nuestro corazón, pero también dice que quien siembra escasamente, segará escasamente. ¿Y cómo nosotros, que tanto hemos decidido segar en esta ciudad, sembraremos poco? Para segar abundantemente hay que sembrar en abundancia. De este modo, ¿no es mejor quedarse con diez por ciento y donar noventa a la causa? Muchos de nosotros ya lo hemos hecho. Hemos vendido nuestras vanas pertenencias, y como hacían los primeros creyentes vamos a vivir aquí, en comunidad.
Dámaris se estremeció.
–¿Qué quieres decir con «muchos de nosotros»?
Ismael sonrió satisfecho.
–Quiero decir, madre, que ya no tienes adónde ir. No tienes vecinos que vayan a notar tu ausencia porque ya no tienes hogar. Papá lo ha vendido todo; la casa, los muebles y todos nuestros ahorros. Por eso, ésta es ahora tu nueva casa, y todos éstos son tus hermanos.
Dámaris comenzó a jadear desesperada, no podía creer lo que estaba escuchando. Ismael contempló cómo su madre se derrumbaba y esperó a que su desesperación alcanzara el límite máximo para comunicar su siguiente noticia.
–Simeón –dijo, dirigiéndose a su padre–. Te cedo a Dámaris de nuevo. No como tu esposa, sino como concubina. Haz de ella lo que te plazca.
Por primera vez, Dámaris intentó escapar, quiso dar media vuelta y huir, pero los hombres que la vigilaban la sujetaron de los brazos. De nada sirvió que forcejeara intentando escapar, que gritara a pleno pulmón o que incluso procurara morder las manos que la aprisionaban. Más miembros acudieron para agarrarla de los pies y de la cabeza, y entre todos la subieron a la habitación. Simeón agradeció el don que su hijo le había concedido con una reverencia y marchó hacia su habitación detrás de su regalo.
Cuando todos se hubieron marchado, Roberto apareció de nuevo para informar de otros asuntos.
–Ismael, hemos calculado el número de personas que se nos han unido esta mañana.
–Adelante –concedió Ismael, acompañando sus palabras con un gesto de la mano.
–Hemos sumado 125 personas, contando con los que se nos han unido esta mañana. El problema es que no todos son... productivos. Hay muchas mujeres, y también algunos ancianos de ambos sexos. No nos sirven para los ajusticiamientos.
–Pero nos sirven igualmente, Rober. No somos un grupo de paramilitares –dijo Ismael, riendo, y todos a su alrededor le imitaron–. Somos portadores de los planes de Dios, y Dios no excluye a nadie. Los que no sirvan para limpiar esta ciudad nos ayudarán propagando el evangelio de nuestra causa o sirviéndonos con su dinero. Si alguien es demasiado anciano o débil para limpiar las calles de la corrupción, servirá para limpiar la iglesia de polvo.
Todos volvieron a reír, incluido Roberto.
–Todos son útiles para extender nuestro mensaje y para darnos a conocer. Debemos continuar con nuestro crecimiento, porque debemos tener muy presente la idea de expandirnos ¿Debo limitar mi sagrado cometido únicamente a esta ciudad? No. Las ciudades vecinas también están colmadas de males y pecados, ¡el país entero me necesita! Sí, el país entero...
Pareció abstraerse de la conversación unos instantes, pero pronto volvió a hablar.
–Roberto, ¿hubo alguien de nuestros antiguos seguidores que se arrepintiera cuando dije que todo el mundo era libre de marcharse? ¿Alguien nos ha dejado?
Roberto pensó la respuesta.
–Nos dejaron algunos miembros que te apoyaron en las reuniones de domingos anteriores, pero pocos.
–¿Alguien importante?
–No, nadie.
–Bien. No me preocupan esos miembros. Saben lo que hemos estado haciendo, pero también conocen nuestro poder. Volverán a sus casas y callarán todo lo que han visto por miedo a las represalias.
De repente, alguien habló desde el recibidor. La puerta estaba abierta y tanto Ismael como sus acompañantes escucharon a la perfección lo que dijo:
–Tarde o temprano, las iglesias vecinas se enterarán de lo que ha ocurrido aquí. ¿Qué harás entonces?
Todas las miradas apuntaron hacia la puerta. De ella emergió Emanuel. Caminó lenta y tranquilamente a lo largo del pasillo en dirección al estrado.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –preguntó Ismael.
Por un momento, se sintió inquieto.
–Acabo de llegar. Decidí quedarme en los baños cuando, después de la reunión, mandaste a todos a sus casas.
–¿Por qué? No eres uno de los miembros de La Hermandad.
–Pero quiero serlo –respondió Emanuel, sus palabras estaban cargadas de firmeza.
Ismael enarcó una ceja.
–¿En serio?
-Desde luego.
Emanuel seguía caminando a lo largo del pasillo, lentamente, como si se tratara de un paseo.
–Pero contéstame, Ismael. ¿Qué harás cuando las demás iglesias sepan lo que ha pasado esta mañana?
–Nada.
–¿Nada?
–Exacto. No haré nada, porque ellas no harán nada cuando se enteren. ¿No nos hemos enterado nosotros de casos en los que ha existido una división en iglesias vecinas? Los miembros, a causa de rencillas internas, han dividido la congregación. Pero cada iglesia protestante goza de independencia, querido tío. Nos administramos a nosotros mismos. Lo que ocurre en la iglesia, pertenece solo a la iglesia.
–Pero esto ya no es una iglesia protestante.
–¿Cómo que no? Seguimos siendo cristianos –el tono de Ismael provocó que, de nuevo, todos le apoyaran con una discreta carcajada.
–Claro... –respondió Emanuel.
Había alcanzado los peldaños que subían al estrado. Cuando puso un pie en el primero, hasta cuatro personas de las que rodeaban a Ismael se lanzaron para detenerlo, pero Ismael los detuvo con un delicado gesto de la mano.
–Dejadle subir –ordenó, y por primera vez, se levantó de su asiento–. Quiere ser un miembro allegado y, al fin y al cabo, es mi tío.
Se acercó a Emanuel hasta que quedaron uno frente al otro.
–¿qué estáa vivir aquí?
–Tal vez –respondió Emanuel, quien no apartaba su mirada de la de su sobrino. Reconoció cómo sus ojos le brillaban de forma extraña, perturbadora–. Hoy posiblemente me quede, pero si quiero hacer de éste mi hogar debo hablar con Penélope.
–Que así sea; habla con tu esposa. De momento, no te molestará que nos quedemos con tu hijo pequeño, ¿ verdad?
Jonatán, pensó Emanuel. Todo su cuerpo se puso en tensión. Jonatán obedecía a Ismael como uno de sus miembros más fieles.
–En absoluto –respondió, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad.
–Bien. En ese caso, te doy la bienvenida como un miembro de nuestra gloriosa Hermandad.
Se acercó a su tío y le extendió la mano, pero cuando Emanuel fue a estrechársela, Ismael se adelantó y lo tomó por el antebrazo.
–En La Hermandad tenemos nuestro propio saludo.
Emanuel lo imitó.
–Bienvenido a La Hermandad.