CUANDO LLEGÓ LA NOCHE YA HABÍA GENTE instalada en la iglesia. Todavía no tenían camas para acondicionar las salas que anteriormente servían para la escuela dominical, pero en la iglesia existían desde siempre algunas habitaciones destinadas a albergar a los misioneros de paso, a estudiantes del seminario y a todo el que lo necesitara. Se alquilaban por un precio razonable y estaban provistas de todo lo necesario: una cama, un armario y un pequeño escritorio con una silla. La más grande y mejor fue para el propio Ismael y el resto se destinó a los miembros de La Hermandad más fieles y cercanos: Roberto, Samuel, Jonatán y Jairo. Cada uno gozó de su propia habitación particular, asignadas jerárquicamente conforme a la cercanía que tuvieran con el líder. En el extremo más alejado, Ismael había regalado una habitación a sus padres. Simeón y Dámaris fueron instalados en un pequeño cubículo de apenas 12 metros cuadrados, donde, con la cama y los pocos muebles, no quedaba espacio ni para caminar.
No obstante, había muchos miembros de La Hermandad que desde el primer día se negaron a volver a sus casas. No es que hubieran vendido sus propiedades sino que no querían separarse de su líder, después de los ideales de vida en comunidad que les había inculcado, y en los que creían. De este modo, hasta sesenta personas se acoplaron como pudieron en el piso de la iglesia, durmiendo en los bancos o sobre mantas en el suelo. Emanuel fue uno de ellos. No quería separarse por el momento de La Hermandad, ahora que su sobrino le había aceptado tan fácilmente. Llamó a su esposa para avisar que no dormiría en casa porque tenía «asuntos urgentes que atender». Se encontró con que tenía hasta doce llamadas perdidas en el móvil que no había escuchado porque siempre lo silenciaba cuando entraba en la iglesia. Todas las llamadas se hicieron desde casa, posiblemente por su esposa, o tal vez por Josué. Marcó el número y esperó el tono, pero nadie descolgó, así que dejó el mensaje en el contestador. Después, buscó un rincón y se acomodó allí con unas mantas que le prestaron.
Una vez asentado en el rincón que haría las veces de hogar durante un tiempo indefinido, sacó el cuaderno que usaba en las reuniones para tomar anotaciones del mensaje del pastor y se dispuso a escribir un pequeño diario que recogiera todo lo que observara y viviera durante su estancia en La Hermandad. Apenas había comenzado a escribir las primeras anotaciones cuando se fijó en Leonor. La chica caminaba sin rumbo fijo, con una manta entre los brazos, como si buscara un lugar en el que tumbarse. Sin embargo, Emanuel dedujo que aquella no podía ser la razón de sus dubitaciones, porque existía aún mucho espacio libre en la iglesia y Leonor no parecía buscar nada. No, lo que la ocurría era que estaba indecisa por algo, por algún pensamiento que le daba vueltas en la cabeza.