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EMANUEL LEVANTÓ LA VISTA DE SU CUADERNO de notas cuando alguien llamó a la puerta de su recién adquirida habitación. A medida que iba logrando la confianza de Ismael, éste le concedía mayores comodidades dentro de La Hermandad.

–¿Quién es? –preguntó sin levantarse de la silla.

–Emanuel –dijo Jairo desde el otro lado–, Ismael pide que comparezcamos todos en la sala principal. Tiene algo que anunciar a los hermanos.

–Bajo enseguida.

–Tienes diez minutos.

Escuchó cómo los pasos de Jairo se alejaban y decidió aprovechar esos diez minutos para terminar las anotaciones de su cuaderno. Sacó punta al lápiz y continuó escribiendo:

«Cada vez estoy más convencido de cuánta razón tenía Dámaris cuando hablamos y me pidió que estudiara a su hijo. La naturaleza que Ismael muestra es solo la punta de un oscuro iceberg. Lo sé.

»Vivir aquí se hace cada día más difícil. Ya no duermo en la planta baja, hacinado entre todos los miembros que no tienen derecho a habitación. Ismael me ha cedido una en el primer piso, Siento que estoy logrando su confianza, pero noto que a la vez peligra mi integridad espiritual. Aquí dentro, las normas éticas que todo ser humano tiene se han pervertido hasta puntos inimaginables. Los miembros, especialmente los más cercanos a Ismael, han corrompido su moral y se han entregado a los placeres más salvajes e inhumanos. Dan rienda suelta a las más depravadas fantasías que su mente enferma pueda concebir, y todo, absolutamente todo, emana de Ismael. Él los pervierte, los convence con una facilidad pasmosa. En realidad, estoy seguro de que posee algún tipo de poder para lograr que prácticamente lo adoren como si fuera un dios. Él los anima para que se entreguen al desenfreno sexual lo mismo que los alienta a una violencia desmedida, y todos lo obedecen ciegamente, pero lo peor es que, dejando salir semejantes instintos, se encuentran bien.

»Ismael sigue valiéndose de la Biblia para apoyar sus dictámenes, pero maneja los versículos a su favor. Ha logrado que la gran mayoría le dé la vuelta al concepto del diezmo: en lugar de dar un diez por ciento a la iglesia y quedarse con el noventa restante, todo miembro fiel debe ceder un noventa por ciento y retener un diez. Algunos no han querido ni siquiera quedarse con sus más ínfimos ahorros y lo han dado todo por la causa. La Hermandad, en pocos días, se ha convertido en una organización adinerada, que crece exponencialmente y se propaga como una enfermedad contagiosa por todo el país.

»Todo esto me está sometiendo a una prueba que poco tiempo más podré soportar. Tarde o temprano descubrirán que no participo de sus orgías de placer y sangre, y si tal cosa ocurriera, sé que no saldría de aquí con vida. Por eso, he decidido escapar lo antes posible y alertar a cuantos pueda. Sin embargo, no puedo hacerlo solo.

»Desde que decidí incorporarme a La Hermandad he averiguado que mantienen a Dámaris secuestrada. No la he visto, pero la escuché desde los servicios, discutiendo con su hijo la tarde que decidieron entregarla como concubina a su marido. Está encerrada en la habitación de Simeón. He oído sus gritos de dolor cada día y su llanto desesperado cada noche. Es una esclava de su marido, quien la viola y la obliga a satisfacerle en todo lo que se le ocurra. Debo sacarla de aquí aunque me cueste la vida o, de seguir sometida a tanta tortura, morirá en poco tiempo.

»A estas alturas, concluyo que La Hermandad no es una especie de mafia, aunque maneje mucho dinero; tampoco es solo una secta, aunque crece con la rapidez sorprendente de éstas. Es mucho más. Se afana por lograr ciertos objetivos políticos. Creo que se trata de un nuevo orden, una macabra ideología que aspira a ocupar el mundo, aunque de momento la idea le quede grande. Ismael, desde mi punto de vista, es un aspirante a dictador que crece en poder con su asombroso carisma y que sabe ofrecer a sus seguidores un atractivo libertinaje desaforado, sin normas ni restricciones, justo todo lo que deseen. Temo que, de seguir conquistando a tanta gente como hasta ahora hace, se transforme en otro tirano de la historia, uno de esos que somete la tierra a guerras y hambrunas. Ruego a Dios que no permita tal cosa».

Emanuel dejó el lápiz, y como si saliera de un refugio, sus sentidos captaron todo aquello que le rodeaba. Entonces escuchó ruido en la planta baja y recordó que Ismael había ordenado comparecer a toda la Hermandad. Se retrasaba, y eso podría enfurecer al líder, así que, tras esconder su cuaderno de notas bajo el colchón de su cama, se levantó y abrió la puerta de su habitación con cuidado, avistando el exterior para asegurarse de que nadie pasara. Cuando comprobó que el pasillo estaba vacío, salió y caminó sin hacer ruido hasta las escaleras de bajada, las descendió y se asomó por la puerta que daba a la planta baja; la sala principal de la iglesia.

Tal y como ordenó Ismael, todos los miembros estaban reunidos allí. La iglesia rebosaba gente como nunca. Se apretujaban unos a otros, procurando estar lo más cerca posible de su señor. Sentado en el cómodo sillón que había sido del pastor, Ismael, acompañado por los miembros privilegiados de La Hermandad –aquellos que merecían vestir el uniforme negro– esperaba que la sala quedara en silencio. Emanuel reconoció que su pose era cada vez más majestuosa. Observaba su pequeño imperio con vehemencia; la mirada le ardía de orgullo cuando veía a tantas personas sometidas a su voluntad. Alzó su mano izquierda, que descansaba en el brazo del sillón, y al momento provocó un respetuoso silencio.

–Miembros de la gloriosa Hermandad –comenzó, hablando en tono grave y solemne–. He creído oportuno informaros de los grandes avances que vamos consiguiendo. La ciudad nos conoce y nos reverencia. Somos respetados por los ciudadanos y por las autoridades. Todos nos quieren y saben de nuestra divina misión. Anoche, meditando sobre estos asuntos, me pregunté si acaso no merecía todo el país disfrutar del reino de paz y prosperidad que traigo.

Emanuel se estremeció. Lo que acababa de escribir en su libreta parecía cumplirse como si de un mal presagio se tratara.

–Vosotros veis en mí un enviado de Dios, alguien infundido de poder divino y, en efecto, así es. Habéis comprobado cómo he inculcado justicia en esta ciudad y las hermosas señales que he manifestado para que confiéis en mí. Pero yo os pregunto, ¿cuánto poder creéis que poseo?

Guardó silencio, a la espera de recibir una respuesta de sus oyentes. La mayoría no se atrevía a mirarle a los ojos, ni siquiera a murmurar algo.

–Vamos, contestad. No temáis –animó Ismael.

–¡Tu poder es muy grande! –dijo Simeón, cuya potente voz se elevó llena de euforia.

–¡Sí!–dijo Jonatán desde el estrado–. Tienes tanto poder como los ángeles.

–¿Tanto como los ángeles? Ya veo... –respondió Ismael.

Jonatán percibió que su señor no se sentía cómodo con aquella respuesta.

–¡O más! –añadió.

En Ismael afloró una sonrisa.

–¡Es cierto! –gritó Ramón desde el fondo de la iglesia–. ¡Ismael tiene mucho más poder que los ángeles!

–¿Cuánto? ¿Cuánto más poder decís que tengo?

–¡Como el profeta Elías! –respondió una anciana que desde la primera fila observaba a Ismael como si se tratara de una aparición.

En la iglesia resonó una carcajada general, Ismael también rió con levedad.

–¡Es mucho más que eso! –continuó otra voz.

–¿Más que el profeta Elías? Entonces, ¿¡cuán poderoso soy!? –animó Ismael.

Los presentes comenzaron a gritar posibles respuestas. Alguien dijo:

«Moisés» y otro, más entusiasmado todavía, que Ismael era mil veces más poderoso que el arcángel Miguel. Hasta que, de repente, una voz se elevó por encima de las demás. Era Roberto, quien también quiso participar.

–¡Como el mismísimo Dios Todopoderoso!

La iglesia quedó en silencio. Roberto continuó, esta vez sin gritar, aunque matizando la sinceridad en el tono.

–Tú has sido infundido con todo el poder de Dios.

Ismael mostró una sonrisa de complacencia a su más fiel seguidor.

–Acertaste, mi querido Roberto.

Luego volvió a mirar a sus fieles.

–¿No quiere Dios solucionar el mal de este mundo? ¿No daría todo lo que estuviera en su mano para conseguir que el bien triunfara? Mis queridos hijos, ¿no hizo eso ya en una ocasión? Se encarnó en Cristo para librar a la humanidad de la muerte. Y Cristo, os recuerdo, era Dios mismo. Se hizo un poco menor que los ángeles en poder.

»Pero vosotros habéis reconocido que yo tengo más poder que los ángeles. Entonces, ¿cómo podría ser menor que Cristo? Sin duda, soy al menos igual que Él, porque mi misión es tan sagrada como la suya. E incluso más, porque si Él vino para limpiarnos de todo pecado con su sangre, yo he venido a purificar vuestra sangre con sangre.

»Habéis,pues, reconocido quién soy. Tengo todo el poder de Dios a mi alcance para conseguir mi objetivo. Y yo os pregunto ¿Cómoque lo logre?

La iglesia prorrumpió en sonoras negaciones. Ismael los calmó con un gesto apaciguador de su mano.

–Lo sé. Sé que nunca habéis dudado. Pero tampoco dudéis ahora de lo que os proclamo. Soy toda la omnipotencia de Dios encarnada, soy...soy un avatar del Altísimo. Sí, así podéis llamarme: ¡Avatar!

Ismael elevó los brazos y la iglesia entera estalló en aplausos y reverencias. La gente se echó a sus pies, sollozando y proclamándole su dios. Emanuel, escondido tras la puerta, contemplaba la escena a través de una estrecha rendija. Lo que presenciaba hacía que le temblaran las piernas.

Resolvió salir de allí cuanto antes, y pensó que aquél era el mejor momento. Mientras todo el mundo siguiera reunido en la sala principal, él podría subir en busca de Dámaris, quien ahora no estaba vigilada por Simeón. Luego, buscaría la forma de confundirse con la multitud para alcanzar la puerta de salida.

Ya estaba a punto de ponerse en marcha, cuando vio que el hombre que guardaba la puerta que daba al recibidor se abría paso entre la gente hasta el estrado. Allí Roberto se le acercó y el hombre le comunicó algo al oído, que Roberto a su vez dijo al oído de Ismael. Movido por la curiosidad, Emanuel decidió quedarse un poco más.

–Avatar –dijo Roberto, usando por primera vez el título que su señor se había otorgado–, hay cuatro policías en la puerta. Dicen que quieren entrar.

–¿Son de los nuestros?

–No. Al parecer vienen por la denuncia de un hombre que nos acusa de haberle usurpado el local de la iglesia.

–Aarón...

–Seguramente. ¿Quéhacemos?

–Dejadlos pasar. Que vengan hasta mí.

–Sí, Avatar.

Roberto se dirigió al guardia que le había traído el mensaje, quien todavía esperaba al pie de las escaleras del estrado, y le respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza. El guardia volvió a cruzar a codazos entre la turba frenética y desapareció por la puerta que daba al recibidor.

Ismael hizo un ademán con la mano para que la iglesia quedara en silencio. Al poco rato, cuatro policías entraron en la sala. Miraron con desconfianza a los presentes y a las condiciones en que se encontraba la iglesia: llena de mantas, desperdicios tirados por todas partes y un olor nauseabundo. Avanzaron con cautela a través del pasillo central hasta quedar al pie de las escaleras del estrado.

–¿Es usted Ismael? –dijo uno de ellos.

–Así es, agente. ¿Quése les ofrece?

–Hemos recibido una denuncia del dueño de este local...

–Esto es una iglesia. Dios es su dueño.

–Ya... bueno. El caso es que han denunciado que usted se ha apropiado ilegalmente de él. ¿Tiene algún documento legal que justifique un traspaso?

–Yo no necesito documentos, agente.

El policía enarcó una ceja, visiblemente sorprendido por la respuesta.

–Escuche, me temo que voy a tener que llevármelo para que preste declaración y...

–¡Escuche usted! –grito Ismael, tan fuerte y tan por sorpresa que los cuatro policías echaron mano instintivamente a sus pistoleras–. No pienso moverme de aquí. Vosotros, ¡humanos infieles e ignorantes!, os habéis atrevido a profanar mi templo. ¡Me habéis ofendido en mi propia casa! No me someteré a vuestras órdenes. ¡Sois vosotros los que os debéis someter a las mías!

Se elevó una ovación que contribuyó a asustar más a los policías, que miraron a uno y otro lado contemplando los rostros sedientos de ira que los observaban.

–S... saben donde estamos –amenazó el agente–. Atacar a un agente de policía es un delito que...

–¡Oh! No pienso atacaros, indefensas criaturas. Quiero demostraros mi poder de otra forma. Deseo quitar el velo que cubre vuestros rostros para que veáis la verdad de mi naturaleza. Me mostraré ante vosotros como quien soy: el Avatar.

Dicho esto, se levantó del sillón, descendió los peldaños que lo separaban del primero de los policías y, sin pensárselo dos veces, lo asió del cuello con su mano derecha. El resto se apresuró a apuntarle con sus pistolas.

–¡Suéltalo!–le gritó otro de los agentes.

El policía que Ismael tenía agarrado intentaba soltarse con ambas manos, pero su agresor parecía poseer una fuerza inhumana. Ismael comenzó a respirar profundamente, como si quisiera inhalar todo el aire de su alrededor.

–Sí... ya lo siento. Siento cómo fluye el poder hacia mí, cómo me llena. Siento vuestro odio, vuestra ira. Soltadlo, dejadlo salir, yo lo recogeré. Soy el cosechador de todo el mal que habéis almacenado en vuestras almas. Sí, ya lo noto... ¡Sí! ¡Gritad! ¡Gritad con fuerza, hijos míos! ¡Gritadme lo que queréis que les haga a estos inconversos!

A su orden, todos los presentes comenzaron a gritar lo más cruel que mascó su alma.

–¡Golpéaloshasta que se arrodillen ante ti!

–¡Tortúralosa todos, de uno en uno!

–¡Mátalos!

Ismael volvió a respirar profundamente, y luego, ante la mirada sorprendida de todos, levantó con un único brazo al policía que sujetaba. Ochenta y cuatro kilos levantados a pulso con un solo brazo.

–¡¡Yo soy el Avatar!! –rugió Ismael a la cara del policía, quien le miraba con ojos desorbitados.

–¡¡Arrodillaos ante el Avatar!! –ordenó, y todos, policías incluidos, se arrodillaron hasta tocar el suelo con la punta de la nariz.

Emanuel, sin creer lo que veían sus ojos, se estremeció de puro terror. Había sentido la orden hasta el mismo tuétano de sus huesos.

Alimentada con los gritos furiosos de sus súbditos, se había extendido como una cálida oleada de mal puro desde la boca de Ismael hasta el último rincón de la sala, y los había sugestionado a todos.

A todos, excepto a él.

–Dios nos asista –susurró–. Ismael, ya sé quién eres.