EL COCHE DE DANIEL, UN RENAULT 19 de color turquesa, tendría un aspecto más acogedor si no estuviera tan sucio. En los asientos de atrás se acumulaban restos de boletines de iglesia, un balón pinchado, migas de galleta y un hueso de goma para perros, entre otros muchos desperdicios. De no conocerlo, Leonor lo habría relacionado con un afectado por el síndrome de Diógenes.
Aun así, cuando se acomodó en los asientos traseros ni se preocupó por echar a un lado tanta basura. Se encontraba tan cansada que no le importó tumbarse sobre todo aquel desorden. Daniel le había prestado su chaqueta, y una vez se hubo arropado dejó que el sueño se apoderara de ella.
Cuando Daniel vio por el espejo retrovisor cómo cerraba los ojos, procuró conducir lo más suavemente posible. Por la autopista sería tarea fácil, porque el asfalto estaba en buen estado, pero al llegar a los aledaños de su casa éste presentaba algunas irregularidades, así que tendría que reducir la marcha. El debate con Emanuel lo había confundido, incluso molestado. No quiso darle más vueltas al asunto y, para distraerse, se limitó a mirar cómo Leonor se dormía por el espejo retrovisor.
Jamás se habría imaginado en tal situación. Hace unos meses nadie le habría dicho que su relación con Leonor crecería tanto. Él siempre había asumido que, debido a su peculiar disposición en cuanto a las relaciones de pareja, su amistad con Leonor quedaría perjudicada y que, por ende, nunca llegarían a congeniar. Sin embargo, si algo había que agradecer a los últimos hechos era que ambos habían llegado a conocerse. Desde que ella se alojaba en su casa, la amistad entre ambos se había afianzado día a día.
De reojo, Daniel volvió a echar un vistazo a través del espejo para comprobar si Leonor se había quedado dormida. Cuando estuvo seguro, comenzó a hablar en voz baja; a comunicarse con Dios.
«Señor, ¿Por qué me pones ahora en esta encrucijada? ¿No tenía yo un don de celibato?, ¿no me lo habías concedido? ¿Por qué ahora siento...?»
Ni siquiera se atrevió a terminar la frase, tal vez Leonor no estuviera dormida del todo. Pero era verdad que, desde hacía un par de días venía sintiendo algo especial por ella. Él, que se creía libre del amor, totalmente independiente, era el primer sorprendido. Pero no podía negarlo: comenzaba a notar que Leonor le atraía.
Sin embargo, también se culpaba por ello, porque aquellos sentimientos afloraran tan tarde. ¡Ojalá los hubiera sentido antes! De haber sido así, de seguro Leonor nunca se habría fijado en Roberto. Si sus sentimientos hubieran llegado cuando debían, Leonor se habría ahorrado un embarazo no deseado y la posterior lucha que la esperaba a partir del momento en que diera a luz.
Sí, el embarazo lo hacía sentir responsable. Así que ahora, si de verdad estaba enamorándose de Leonor, debía mostrarlo, y la mejor forma era haciéndose cargo de ella y tomando al niño que se gestaba en su interior como suyo.
–No te abandonaré, Leonor. No te dejaré sola –murmuró–. No volveré a hacerte daño. Cuando todo esto termine, tal vez... tal vez tú y yo...
Leonor se revolvió en su asiento, y Daniel, asustado, decidió callar durante el resto del viaje. Cuando el coche llegó a su destino, aparcó a doscientos metros de su casa, pues nuevamente se había quedado sin sitio para aparcar por salir tarde de la casa de Emanuel, y extendió el brazo desde el asiento del conductor para despertarla.
–Vamos –dijo Daniel–, estarás mucho mejor en tu cama.
Leonor intentó desperezarse lo menos posible y, sin dejar de arroparse con la chaqueta de Daniel (a pesar del frío que hacía, él prefirió no ponérsela por miedo a recibir una oleada de quejas), caminó con los ojos medio abiertos en dirección a la valla metálica que daba paso al recinto cerrado de la zona residencial. Daniel sacó sus llaves, empujó la puerta metálica, y ambos pasaron adentro.
Pero cuando les faltaban unos doce metros para llegar al portal de su bloque, Leonor, en su duermevela, notó que Daniel se detenía en seco.
–¿Quéocurre? –quiso saber, hablando con un hilo de voz.
Daniel no contestó.
Extrañada, comenzó a despertar.
–Daniel, ¿quépasa?
–Nos están siguiendo.
–¿Qué? ¿Por qué lo dices?
–La puerta que acabamos de atravesar todavía no se ha cerrado. Siempre hace un ruido cuando se cierra, y nunca tarda tanto en hacerlo, excepto si alguien entra detrás.
Los dos se detuvieron en mitad del patio, sin atreverse a mover un músculo. Leonor no pudo aguantar más la presión, se volvió para mirar la causa de que la puerta no se cerrara.
Ahogó un grito de terror, tapándose la boca con ambas manos, cuando vio que Roberto todavía la sujetaba.
–Dios, no –se lamentó Daniel al mismo tiempo.
Ante él, de la zona oscura donde se hallaba la puerta de su bloque, emergió como una aparición la figura de Ismael.
Al momento, el patio se llenó de gente. Hombres y mujeres vestidos del más absoluto negro, que acechaban en las sombras esperando el momento adecuado. En un instante, Daniel y Leonor se vieron rodeados por una veintena de miembros de La Hermandad.
–¿Sabéis? –dijo Ismael, mientras se acercaba a paso lento–. Ya no suelo hacer esto. Ya no salgo de cacería con los miembros; tengo muchos asuntos que requieren de mi atención en La Hermandad. Y, para ser sincero, lo echaba mucho de menos.
–¿Qué quieres, Ismael? –protestó Daniel.
–¡LlámaleAvatar! –ladró Roberto desde la puerta.
–Tranquilo –dijo Ismael–. Tranquilízate, Roberto. Dani y yo siempre nos hemos llamado como hemos querido, ¿verdad?
Daniel lo miró desafiante.
–Sí. Él siempre ha sido el indomable del grupo. Me costaba mucho que me obedeciera. Algunas veces lo conseguía, pero otras... otras veces se imponía él. Caray, Dani, siempre has sido un cabezota.
–Me alegro de no haberme dejado vencer por ti.
–No. Te equivocas. Ya he vencido. ¿Qué has logrado para detenerme? ¿Crees que no sé todo lo que has intentado contra mí y lo que intentas ahora? Yo lo sé todo.
Antes de que Daniel tuviera tiempo de contestar, Ismael habló a Leonor.
–¿Y tú, querida Leonor? ¿Por qué te vas con él? No te quiere. Nunca te ha querido. Es un espíritu solitario. Pero mira, mira allí, en la puerta. Roberto te echa de menos. Ya me ha contado que esperáis un hijo. ¿Es que piensas criarlo fuera de su familia?
Ismael señaló hacia sí cuando pronunció la última pregunta. Leonor recordó que Roberto pretendía entregar su hijo a La Hermandad y temió que le arrebataran al bebé.
–¡Dejadnos en paz! –gritó, sollozando.
–Vuelve con nosotros, Leonor. Roberto te ama.
–Es cierto. Te amo –dijo Roberto desde la puerta con el característico tono meloso que adquiría su voz cuando intentaba parecer amable.
Pero a Leonor todavía le escocía el mordisco del cuello.
–No... ¡No! Nunca volveré con vosotros.
–Volverás, lo quieras o no –dijo Ismael, y al realizar un leve movimiento de cabeza, todos sus seguidores se les echaron encima.
Ella solo acertó a gritar de terror y a cubrirse la cabeza con las manos, pero Daniel se resistió. El primero que se le acercó fue el mismo Jonatán, decidido a retenerle. Daniel, sin ningún tipo de miramientos, le asesto una patada directa al estómago que lo dobló de dolor. Por detrás, Ramón intentó sujetarle, pero Daniel se zafó con un certero codazo directo al rostro. Sin embargo, pronto tuvo a media docena de personas atacándolo a la vez. Notó puñetazos y patadas desde todos los ángulos y terminó cayendo al suelo totalmente fuera de combate. Al momento notó cómo lo tomaban de ambos brazos para levantarlo. También tenían a Leonor; ambos enfrente de Ismael, quien se acercó a Daniel hasta quedar apenas a un metro.
–Has sido desobediente, Daniel. Conozco tus obras. Sé que durante mucho tiempo te dejaste llevar por las drogas, y no debe haber otro dios aparte del Avatar a quien ofrecer la vida. Me has sido infiel.
–Escupe tus mentiras a otro. Cristo es Dios, y no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres con el que podamos ser salvos –respondió Daniel, a medida que volvía a recuperar las fuerzas, citando la Biblia.
Notaba un fuerte dolor en el pecho, seguramente a causa de una costilla hundida que oprimía sus pulmones. Apenas lo dejaba respirar sin que le asaltara un dolor punzante, pero no pensaba mostrarse vencido.
–El Avatar no miente. Tú has torcido los renglones de la santa doctrina. Tú y cuantos cristianos no ven en mí al genuino salvador. Ahora, el Avatar ha venido a ti para expurgar cuantas blasfemias y males contiene tu alma.
Con total tranquilidad, Ismael introdujo la mano en uno de los bolsillos interiores de su levita de cuero negro y sacó una pistola. Era un revólver del 38. Leonor lanzó un grito de terror que rápidamente fue silenciado por quienes la sujetaban, tapándole la boca.
Daniel, sin embargo, pareció no inmutarse.
–Caramba. Me has sorprendido, Isma. Creí que ibas a sacar aquel botón que siempre andabas manoseando.
Ismael no fue capaz de ocultar que se había sentido ofendido. Apretó los labios y tembló de rabia.
–Eso pertenece al pasado. Ahora me he dado cuenta de quién soy. Soy el juez y el ejecutor. Yo permito la vida y la muerte, y no pienso permitir tu vida por más tiempo.
Leonor, a pesar de tener tapada la boca, seguía intentando gritar.
–Pues acaba ya, maldito chalado –dijo Daniel, lleno de resolución–. Que tengo ganas de ver al verdadero Rey de reyes y Señor de señores.
Ismael disparó.
El eco del disparo a bocajarro resonó por todo el patio de la zona residencial. La cabeza de Daniel cayó hacia atrás, inerte como el resto de su cuerpo. Quienes lo sujetaban lo dejaron caer después de unos instantes. El aire de alrededor se llenó con el olor de la pólvora.
Leonor, quien había presenciado toda la escena, quiso derrumbarse llena de desesperación, pero no se lo consintieron. Ismael se acercó a ella, todavía con el cañón del revólver humeante.
–Y ahora, querida, volvemos a La Hermandad; tu casa.
Leonor negó con la cabeza, pero no tardaron en arrastrarla fuera del recinto a pesar de sus intentos de resistencia. Ismael, antes de abandonar el lugar, ordenó a cuatro de sus seguidores que se deshicieran del cuerpo, y que limpiaran la sangre. Cuando estaba a punto de salir por la puerta de la valla metálica, levantó la vista y vio cómo había al menos una docena de vecinos asomados a sus ventanas.
–Volved a dormir –ordenó.
Al momento, todos los curiosos desaparecieron.