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LA TORMENTA HABÍA MENGUADO EN FUERZA, pero todavía era necesario caminar bajo el paraguas si uno quería evitar calarse hasta los huesos. Era la noche del sábado 9 de febrero. Mientras caminaba, Josué comprobó una vez más el estado de la batería de su teléfono móvil. Era la tercera vez que se aseguraba de ello, pero necesitaba ver que ésta seguía al máximo de capacidad. En efecto, el indicador no había cambiado un ápice. Más tranquilo, volvió a guardarse el teléfono y apretó el paso. Las órdenes que le había dado a Rebeca eran claras, y esperaba que, a estas alturas, ya hubiera llegado a la comisaría de la Policía Nacional.

Su plan era de lo más arriesgado; para empezar, ni siquiera sabía hasta qué punto el cuerpo de la Policía Nacional estaba libre de la influencia de Ismael; por otro lado, su plan dependía de que los agentes creyeran toda la historia que Rebeca iba a contarles, así que esperaba que fuera todo lo convincente posible con ellos.

Sus pasos lo llevaron hasta la entrada de su antigua iglesia, ahora llamada La Hermandad. Por fuera, su imagen era la misma, pero Josué sabía que en el interior no encontraría la calidez de los hermanos de la que tanto había disfrutado en el pasado.

–Allá vamos –dijo para sí, dando un suspiro. Marcó el teléfono de Rebeca y esperó a que ella lo descolgara al otro lado. Cuando lo hizo, Rebeca respondió de una manera poco habitual.

–¿Ya has llegado?

–Sí, estoy frente a la puerta que da al recibidor. ¿Cuándo volveré

–A punto de entrar en la comisaría... Josué, no sé si esto va a funcionar.

–No pienses en que va a salir mal, Rebeca. Ten fe.

–La tengo, pero no puedo evitar estar asustada. Lo que Ismael le ha hecho a Dani es... no sé... es monstruoso.

–La policía te creerá, Rebeca, y pronto lograremos que Ismael pague por todo lo que ha hecho. Recuerda lo que hablamos antes: hemos construido a su alrededor una serie de historias engrandecidas o inventadas que solo sirven para hacerlo parecer un superhombre. Pero no es más que tú o que yo. Es una persona, solo eso. Lo venceremos.

–A veces cuesta creerlo.

–Tienes que ser realista, Rebeca. Ismael fue tu novio, tu prometido.¿Seríatu prometido el Anticristo?

Rebeca no contestó. Josué continuó animándola.

–¡Vamos, Rebeca! Entra en la comisaría; yo voy a entrar en la iglesia. ¿Estáslista?

–Sí, eso creo.

–¡Pues, adelante!

Josué se separó el teléfono de la oreja, pero en lugar de presionar el botón para terminar con la llamada, se lo guardó encendido en el bolsillo de la camisa y se quitó la chaqueta.

Pasó al recibidor de la iglesia. Hubiera esperado encontrar algún vigilante en la puerta, pero la pequeña sala estaba vacía. «Ismael debe haber movilizado a casi todo el mundo para el ajusticiamiento. Es lo que suele ocurrir cuando te sientes seguro: dejas tu casa desprotegida».

Dejó la chaqueta colgada de los percheros y pasó a la sala principal. Un olor repugnante lo saludó nada más abrir la puerta. Dentro, más de doscientas personas se hacinaban como podían, viviendo entre los bancos o debajo de ellos. Los más privilegiados tenían una manta sobre el asiento de madera, lo que les libraba del frío suelo. La mayoría simplemente permanecía echada en su reducido espacio, viendo como pasaba el tiempo y esperando una nueva aparición de su líder o las noticias sobre el resultado de la última partida de ajusticiamiento. Había allí gente de todas las edades: niños que no contaban más de cinco años, abuelas, hombres de mediana edad... Todos viviendo bajo aquella precaria comunidad por voluntad propia, expuestos a las condiciones higiénicas más limitadas y al permanente contacto con el vecino, sin más posesión que la ropa que llevaban puesta y sin más deseo que volver a sentir la presencia del Avatar.

Cuando Josué vio por primera vez en lo que se había transformado su iglesia, sintió ganas de vomitar. Por un momento se creyó en un error, y que, como aseguraba su padre, Ismael era la Bestia que auguraba el Apocalipsis. No obstante, se afirmó en el convencimiento de que era a su primo a quien estaba a punto de enfrentarse, y no a la criatura demoníaca de las Sagradas Escrituras.

Avanzó como pudo, buscando dónde pisar sin perturbar la duermevela de los presentes. Aparentemente nadie le prestó atención, ni siquiera levantaron la mirada para ver quién pasaba a su lado, y siguieron concentrados en aquella silenciosa monotonía que parecía haber sumergido su humanidad en un perpetuo estado latente. Caminó hasta el estrado, donde se fijó en un cómodo sillón de piel, que a modo de trono presidía la sala. Aquí debe sentarse Ismael, dedujo, y viró hacia la pared que quedaba a su derecha, donde estaba la puerta que ascendía al piso superior.

La abrió con cuidado y ascendió por las escaleras. Tampoco aquí lo retuvo nadie; ni rastro de vigilancia. Cuando llegó al pasillo se encontró con las puertas que conducían a cada una las habitaciones destinadas a la escuela dominical. Entonces le sobrevino la duda. ¿Dónde se encontraría su primo? Cualquiera de ellas podría ser su habitación o su despacho. Optó por ir abriéndolas de una en una, no sin antes acercarse para comprobar si se escuchaba algún ruido en su interior.

Había comprobado ya dos habitaciones, que resultaron ser los pobres cubículos de algún afortunado, merecedor de dormir sobre una cama y que halló vacíos, cuando la última puerta del lado izquierdo se abrió. Al escuchar el chirrido de las bisagras, Josué se quedó paralizado por el susto, inmediatamente después, su primera reacción fue la de regresar a una de las habitaciones vacías que había comprobado y esconderse en su interior, pero se detuvo antes de ponerse en marcha, porque reconoció a la persona que le había salido al encuentro.

Su primo salía de su habitación con toda tranquilidad. Dejó que la puerta se cerrara sola y avanzó un par de pasos cabizbajo, centrado en sus meditaciones, hasta que se percató de la otra presencia del pasillo. Cuando levantó la mirada y reconoció a Josué, quedó sorprendido por encontrárselo allí, pero luego mostró una cálida sonrisa, como aquella que siempre usó en el pasado para reconciliar algún problema entre los muchachos de la iglesia.

–¡El hijo pródigo ha regresado! –dijo, y ladeó la cabeza–. Ven, pasa, y disfruta de las bendiciones que te ofrece tu señor.

–No he venido para quedarme, Ismael.

Ismael ensanchó aún más su sonrisa.

–Ismael... ¡Cuánto tiempo hace que no me llaman así! Primo, he descubierto mi verdadero yo, mi esencia primigenia. Tú también deberías mostrar un respeto ante ella, pero como eres parte de mi familia carnal, te permito que me llames como quieras.

–Basta, Ismael. Esta locura debe terminar. He venido a detenerte y a llevarte ante la policía.

Josué se percató demasiado tarde de que sus palabras eran desacertadas. De seguir así, nunca llegaría a donde quería.

–¿A la policía dices? Es como un segundo hogar para mí. Todos están de mi parte, primo.

A Josué se le formó un nudo en la boca del estómago que reptó hasta su garganta, impidiéndole respirar con normalidad. Dudaba de si Ismael se refería a la policía en general; de ser así, había enviado a Rebeca a una trampa que podía resultar mortal, y él también se había metido en otra. Apretó los puños, insuflándose valor.

–Así que lo tienes todo controlado, ¿verdad, Ismael? Esto es lo que siempre has buscado. Te encanta ser el jefe, controlar la situación y lograr que la gente haga lo que tú quieras. Y al fin lo has conseguido. Eres el jefe absoluto de toda esta gente y la manejas a placer.

–Ellos solo reconocen en mí al Avatar, y aceptan los designios divinos que a través de mí se les ordena que hagan.

–¿Designios divinos, dices?

Josué notaba que su impulsiva naturaleza comenzaba a hacerse cargo de la situación. De mantenerla controlada, podría sobreponerse al temor y conducir el enfrentamiento hacia donde quisiera, pero el hecho era que los ojos de su primo parecían estudiarlo; se movían arriba y abajo buscando una causa que justificara su visita y hasta daba la impresión de que seguían cada sonido de su voz para descubrir cualquier plan. En ellos, Josué era incapaz de reconocer a Ismael, el muchacho con el que había crecido, sino alguien o algo completamente distinto, y aquella creciente certeza combatía contra la firme resolución que lo había llevado ante aquel enfrentamiento final.

–Ismael. Tus deseos están llenos de crueldad. Has impuesto un orden dictatorial en la ciudad a base de la fuerza y la violencia desmedida. La gente te sigue porque te teme.

–Como tú, ¿ no es así?

La afirmación de Ismael cayó como un cubo de agua fría sobre Josué, quien no pudo evitar sobresaltarse. Su primo leía en sus ojos.

–Eres mi primo. No te temo.

–No. No solo soy tu primo, Josué –dijo Ismael, moldeando su voz para que se introdujera como una suave e hipnótica melodía en el corazón de su primo y, sin que éste se diera cuenta, comenzó a caminar hacia él–. Ahora lo ves. Ahora lo sabes. Estás empezando a creer en mí, Josué. Sientes la presencia del Avatar, aquí, frente a ti.

–No... tú no eres... no eres más que un...

–Sí que lo soy. No lo niegues más. Reconoce la evidencia. Mi poder te abruma, te impide respirar.

Y cuando Ismael dijo aquello, Josué notó que el nudo de su garganta parecía asfixiarle más. Quiso pelear aún, y percatándose de que Ismael estaba ya a un par de metros de distancia, lo detuvo alzando hacia él una mano.

–¡Quieto donde estás, Ismael!

–Déjate arropar –dijo su primo, sin abandonar aquel tono melodioso.

–¡Eres un loco! ¡Y los has enloquecido a todos! ¡Túlos has incitado a cometer las peores atrocidades!

–Nada es una atrocidad si se hace por designio de Dios Todopoderoso.

–¡Mentira! ¡No dices más que mentiras! Hace mucho que has dejado de seguir a Dios, y solo Él sabe a quién has entregado en realidad tu alma.

Josué notaba que sus impulsos lo dominaban poco a poco. Intentó volver a calmarse y buscar el modo de dominar la situación. Ismael rió a carcajada limpia.

–Mírate, Josué. ¡Estás temblando de rabia! Siempre has sido tan impulsivo... Lo siento, ¿sabes? Puedo sentir tu odio hacia mí, y me gusta... no sabes cuánto placer me da.

–Eso es, Ismael. Todo esto te gusta; golpear a la gente, torturarla, incluso matarla. Todo te provoca placer. ¿No es cierto?

–Me gusta hacer justicia. La ejerzo de la única manera en que es efectiva. Y cuando noto que funciona, sí, me provoca un gran placer. La violencia es el único camino que surte efecto, Josué. Tú mismo lo comprobaste cuando vengamos a Rebeca. Cuando una autoridad tan eficaz aparece en este mundo, la gente se arrima a ella, porque sabe que estará protegida a toda costa.

–No intentes convencerme –respondió Josué con asco–. ¿Cómo? ¿disfrutaste cuando acabaste con Daniel?

Ismael miró al techo como si rememorara un hermoso acontecimiento del pasado.

–¡Ah! Nuestro querido Dani. Siempre andando un camino distinto al resto de los muchachos. Él siempre quiso oponérseme. Era un líder, como yo, pero poco más que un pobre mortal. Le hice comprender mi autoridad con sangre y, sí, con muerte. Ahora lo comprende, lo maté para iluminar su entendimiento, porque se negaba a creer en mí. Debía hacerle ver mi poder sobre su vida y sobre la de todos los humanos de este planeta.

Mientras Ismael hablaba, Josué había ido llenándose de cólera, al comprobar el desprecio que su primo mostraba hacia Daniel. En su fuero interno, sin embargo, pedía a Dios con todas sus ganas que, al otro lado de su teléfono encendido, la policía estuviera escuchando aquella confesión de asesinato y que, si no estaba también dentro de La Hermandad, acudiera guiada por Rebeca hasta la iglesia. Sabía que, en aquellos momentos, que la policía detuviera a Ismael era su única posibilidad de escapatoria, porque estaba seguro de que Ismael no pensaba dejarlo marchar con la misma facilidad con la que había entrado. Resolvió seguir la conversación con la esperanza de escuchar las sirenas de un momento a otro.

–Te has perdido, Ismael. ¿Qué queda del muchacho con el que crecí? –preguntó Josué con pena.

Ismael no dejaba de sonreír, pero ahora, como si hubiera estado esperando a que Josué bajara la guardia, extendió los brazos hacia él y se aproximó un par de pasos más.

–Josué, mírame. Soy yo, Ismael, el hijo de Simeón y Dámaris. Soy el de siempre.

–Has cambiado.

–He mejorado. No es lo mismo. Hemos crecido juntos Josué, tú y yo. Hemos compartido las mismas aficiones, e incluso hemos amado a la misma chica. Porque tú también amabas a Rebeca, ¿no es así?

Nuevamente, otra afirmación contundente de Ismael tomaba a Josué desprevenido.

–¿Lo sabías?

–Desde siempre.

–Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué permitiste que Rebeca se enamorara de ti? Conocías la amistad que nos unía. ¿Por qué me la arrebataste?

Ya estaban uno frente al otro, a suficiente distancia como para que Ismael dejara sus brazos reposar sobre los hombros de su primo.

–Así debía ser. Ella era el camino del liderazgo. Yo quería la iglesia, aunque, a decir verdad, nunca imaginé que acabaría logrando mis objetivos de una forma tan distinta a como tenía planeado.

–No puedo creer que fueras tan cruel con ella.

–Ya te lo he dicho, primo. Siempre he sido como soy. Sigo siendo la misma persona que era en el pasado, pero mejorada.

–¿Significa que nunca has tenido aprecio por nadie?, ¿que siempre has tenido una naturaleza tan inhumana?

Josué preguntaba con la mirada de quien busca una pizca de esperanza.

–Siempre he sido el Avatar.

Y, como un rayo iluminador, Josué se convenció de que Ismael decía la verdad. Nunca había mentido, jamás estuvo loco. Allí, en medio del pasillo, en la primera planta de la iglesia, comprendió que estaba conversando con el Hijo de Perdición, con el mismísimo Anticristo en persona; que ambos habían nacido y crecido en el seno de la misma familia, y que, llegado el tiempo señalado por la Escritura, Ismael estaba haciendo lo que había venido a hacer a este mundo.

–Eres tú... –murmuró aterrado, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Ismael asintió, sin borrar la sonrisa de su rostro.

La firmeza que había acompañado a Josué todo el tiempo desapareció de un plumazo. Se vio a sí mismo, tembloroso como una hoja, a merced de un poder inconmensurable contra el que había osado enfrentarse.

–¿Voy a salir de aquí?

–No, querido primo. Vas a morir. Te voy a entregar a la turba de adoradores que vive abajo para que te despedace, y me complaceré viéndolo. Eso es lo que te va a ocurrir.

Le pasó un brazo por encima del hombro, como si mantuvieran una amigable charla, y lo guió por el pasillo hacia las escaleras. Josué se dejó llevar, totalmente abatido. La seguridad de su muerte a manos del Anticristo le impedía pensar con lucidez.

Ya descendía por las escaleras, rendido y entregado, cuando encontró algo familiar en aquel sentimiento. Sí, ya lo había experimentado antes, no hacía mucho tiempo. Fue la mañana en que intentó arrojarse por la ventana de su habitación, lleno de desesperación al creer que hasta su padre estaba de parte de Ismael. La situación lo tomó desarmado, y al no encontrar ningún remedio, decidió terminar con todo.

Pero algo le impidió culminar su plan. Recordó que, cuando ya estaba a punto de saltar, quiso buscar la Biblia, y al abrirla encontró, como puestas allí para él, las alentadoras líneas que le trajeron consuelo en el momento más oscuro de su vida. Allí encontró las fuerzas y el valor para continuar. Y ahora, mientras caminaba hacia su muerte junto al peor de los seres, la mano del Salvador volvía a tenderse hacia él. Cristo, no me dejes, dijo en su corazón, y al momento éste se inflamó de valor.

En el piso de la iglesia los presentes se levantaban en un clamor adorando al Avatar que se dignaba a mostrarse ante ellos. Suplicaban por una señal, un milagro, o cualquier palabra que les diera una razón para seguir viviendo, y el Avatar se las otorgó.

–¡Hijos de La Hermandad! –gritó, y el brazo que rodeaba a Josué se deslizó suavemente hasta que éste notó que su primo lo sujetaba con fuerza de la nuca–. Os he traído un presente para probar vuestra lealtad.

Todos los miembros clavaron su mirada en Josué, quien reconocía a vecinos, antiguos miembros de la iglesia e incluso amigos, totalmente desfigurados por la vida de pobreza y esclavitud que habían elegido. Cristo, acompáñame en este momento, volvió a decir en sus pensamientos. Aún tenía miedo, porque sabía que se iba a enfrentar a una muerte dolorosa, pero ahora sabía que sería un instante muy breve antes de encontrar la paz.

–He aquí a Josué, un hereje de nuestra sana doctrina –continuó Ismael–. Me siguió al principio, pero ahora me ha traicionado y ha optado por la debilidad. Quiero, hijos míos, que le mostréis el puño del Avatar, y que le guiéis a la presencia de Dios, para que allí pague por sus errores.

Al momento, la muchedumbre comenzó a vociferar como loca. Se apretujaron unos a otros, intentando quedar en primera línea para ser los primeros en probar la sangre de Josué y así mostrar su lealtad a La Hermandad. Solo la presencia de Ismael les impedía avanzar y poner en marcha aquel sacrificio.

–¿Nervioso? –preguntó Ismael a su primo, divertido con la situación.

Éste le devolvió una mirada tranquila.

–Ya no.

Era evidente que Ismael no esperaba aquella respuesta, porque montó en cólera. Apretó los dientes con fuerza, y acentuó la tenaza que su mano ejercía sobre el cuello de Josué. Miró al público ansioso, y gritó:

–¡Es vuestro! ¡Golpeadlo! ¡Arrancad su carne! ¡Sorbed la sangre de sus entrañas! ¡Quiero que decoréis este templo con sus restos!

Y tomó impulso para arrojarlo sobre aquella salvaje jauría, pero cuando estaba a punto de lanzarlo, las puertas del recibidor se abrieron de golpe y una veintena de policías entró en tropel a la sala, apuntando a todo el mundo y ordenando que nadie se moviera.

Ismael reaccionó al momento, abrazó el torso de Josué con la misma mano que lo había estado sujetando y se colocó a su espalda, usándolo a modo de escudo. Los policías avanzaron como una piña vigilando cada movimiento de los presentes hasta quedar frente a Ismael. Siete de ellos lo apuntaron directamente.

–¡Suéltalo!–le instó el que parecía de mayor graduación. Un policía entrado en los cincuenta, de mirada fría, poblado mostacho y entrado en canas.

Ismael lo ignoró. Acercó los labios al oído de su primo.

–Esto no me lo esperaba de ti, Josué. Vaya, vaya. Así que por eso habías venido. Tonto de mí, la conversación me distrajo y no reparé en lo extraño de tu visita.

Pero Josué no escuchaba. Se sentía feliz, porque su plan, pese a la accidentada manera de organizarlo, había dado resultado. Solo le asomaba una duda: ahora se había convencido de que Ismael era el Anticristo.

Entonces, ¿se estaban enfrentando a la profecía? ¿Era posible contravenirla? Las mismas dudas que su padre planteaba en la última reunión le asaltaron, pero el momento tenía demasiada tensión como para sacar una conclusión clara. El sinuoso tacto del acero rozando la piel de su cuello le distrajo de sus pensamientos. Ismael había sacado un cuchillo oculto en el muslo y amenazaba con su filo la yugular de Josué.

–¡Deja el arma! –el policía veterano ordenaba con autoridad, pero manteniendo en todo momento un estoicismo propio de alguien entrenado en situaciones semejantes.

A su alrededor, en el momento que los seguidores vieron el filo metá-lico, volvió a resurgir en ellos la sed de sangre. Reaccionaron todos a una, avanzando dispuestos a actuar, pero los policías lograron mantenerlos a raya con órdenes rigurosas y sin dejar de encañonarles.

–Mira lo que has hecho, Josué. Has provocado el caos en mi casa. Has traído a todos estos extraños para que invadan mis pertenencias y perturben la paz de mis hijos. No puedo permitirlo.

–Deja el cuchillo –insistía el policía, pero Ismael solo se dirigía a su primo, hablándole al oído.

–¿Crees que puedes combatirme? ¿Crees que puedes enfrentarte al Avatar? Sí, lo creías, lo creías cuando viniste aquí, pero ahora sabes que no puedes, ¿verdad, Josué?

–Sí, ahora lo sé –respondió Josué al fin.

–Eso es. Ahora lo entiendes todo.

–Pero sé otra cosa, Ismael. Hay alguien más poderoso que tú, alguien que te ha concedido este poder durante un tiempo. Así que no te acomodes demasiado, primo, que pronto la muerte vendrá a buscarte a ti también.

–No quiero volver a repetirlo –dijo el policía–. Deja el arma en el suelo y al rehén. Tenemos el edificio vigilado, no puedes escapar. Es mejor que te entregues. No te lo pongas más difícil.

–¿Ah sí? Y qué es esto, ¿una demostración de Su poder?

Ismael seguía hablando con su primo. Ahora lo hacía con fuerza, como escupiendo cada palabra.

–Entérate. Mi poder no puede detenerse.

Por primera vez, Ismael miró a la policía, y luego a sus acólitos.

–¡Mi poder no puede detenerse! ¡No tiene fin! –dijo, y le siguió un grito de aprobación.

Los policías se pusieron nerviosos, porque parecía que los presentes comenzaban a perderles el miedo.

–Irás a la cárcel –amenazó el policía–. Pero si usas ese cuchillo, te meteré una bala en la cabeza.

Ismael solo le respondió con una mirada retadora. Volvió a acercarse al oído de su primo, y musitó:

–Mira el ínfimo poder de tu Cristo. Esto es todo lo que puede hacer contra mí; enviarme unos pobres mortales incrédulos. Les haré ver que sus balas no pueden herirme, y al resto de la tierra les mostraré que aunque parezca vencido, no hago sino triunfar.

–Ya has sido vencido, estúpido –respondió Josué–. Tu derrota lleva dos mil años escrita.

Airado por aquella rotunda afirmación, Ismael comenzó a respirar con fuerza y cada vez más rápido. El rostro se le desencajó. El policía que le vigilaba se percató de cómo perdía los nervios.

–¡Chico, no lo hagas! –le ordenó.

–¡Yo no puedo caer! ¡No puedo! ¡Os demostraré que no puedo ser vencido!

–Suéltalo, no voy a repetirlo más.

–¡Ilusos! ¡Creéis que podéis derrotarme? ¡Pero de vuestra aparente victoria me levantaré con más fuerza!

Josué escuchaba los gritos de ambas partes, pero no atendía a lo que estaban diciendo. Se encontraba sumergido en un estado de tranquilidad total. Habiendo asumido que pronto se encontraría con el Creador, el miedo se había transformado en paz.

Por ello, apenas notó como el filo metálico cortaba su carne.

Recibió el contacto de su propia sangre como un abrazo cálido que, poco a poco, invadió su ser de un sueño acogedor. Se sintió caer, sin recibir el dolor del golpe y, antes de entregarse a la muerte, vio que Ismael caía abatido a balazos.

Los policías, al ver que Ismael degollaba a su rehén, abrieron fuego, haciendo gala de toda su precisión. El primer disparo le rozó la sien izquierda; el segundo, le impactó en el codo de la mano que sujetaba el cuchillo, y aunque se lo destrozó, no fue lo suficientemente rápido como para frenar a la mano en su cometido. Un tercer impacto le atravesó el muslo que asomaba entre las piernas de Josué.

El policía veterano, sin embargo, aguardó hasta que el cuerpo del rehén dejó de servir como escudo, y cuando Ismael quedó sin protección aprovechó para hacer fuego. Su disparo impactó en mitad del pecho, e Ismael, ante la mirada de quienes lo creían un dios, cayó como un peso al suelo.

El revuelo que se formó a continuación no duró más que unos pocos segundos. Los policías que no apuntaban a Ismael detuvieron a la muchedumbre enloquecida realizando algunos disparos al aire. Nadie se atrevió a atacarlos. Cuando vieron la situación controlada, dos o tres se acercaron a los dos cuerpos para ver en qué estado se encontraban. El policía que se agachó para tomar el pulso de Josué hizo un gesto negativo con la cabeza a su oficial.

–Está muerto –dijo, apenado.

–Maldita sea –respondió el policía veterano–. ¿Y el otro?

El compañero arrodillado junto a Ismael acercó dos dedos a su cuello.

–Vive, aunque está muy débil.

El oficial esbozó una mueca, y con tono resignado, ordenó:

–Llevadlo a la ambulancia.