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LA PUERTA DE BARROTES SE CERRÓ A SU espalda con un fuerte sonido metálico. El eco se extendió por toda la galería de la prisión. Ismael, escoltado por dos policías que lo sujetaban, uno de cada brazo, comenzó a caminar a lo largo del pasillo central. Iba esposado y mientras se fijaba en cada celda, toqueteaba uno de los eslabones de la cadena que unía las argollas.

Había pasado mes y medio desde que la policía lo abatió en La Hermandad. Durante todo ese tiempo estuvo en el hospital recuperándose de los disparos. El del pecho resultó especialmente grave de tratar, y necesitó de una delicada cirugía para que sanara bien, pero finalmente, los médicos lo habían dejado casi como nuevo. Solo cojeaba ligeramente al andar –aunque no le era necesario usar bastón– y conservaba una fea cicatriz en cada impacto.

Durante su estancia en el hospital se dejó crecer el pelo, así que ahora le caía por ambos pómulos hasta la mandíbula. También conservaba aquella permanente sombra de barba que, según su criterio, lo hacía tan atractivo.

Poco a poco, mientras avanzaba por el pasillo de la galería, comenzó a escucharse un murmullo que fue creciendo en intensidad. Los internos comenzaban a canturrear algo, pero Ismael no distinguió que lo estaban llamando «Avatar» hasta momentos después, cuando se fueron uniendo más voces y crecieron en fuerza. Unos pocos metros antes de llegar a su celda, prácticamente toda la galería estaba aclamándole, dándole la bienvenida a su nueva casa. Ismael sonrió satisfecho. En unos diez minutos se había convertido en el nuevo líder de la cárcel.

–Hola, mis fieles hijos –murmuró, recibiendo, encantado, al ejército de convictos que acababa de ponerse a su servicio.