PENÉLOPE SE HABÍA MARCHADO. Su relación matrimonial se fue transformando, desde la muerte de Josué, en un vago espejismo. Su marido, en lugar de consolarla durante los momentos en que le era imposible soportar la pérdida, se entretenía buscando a La Hermandad por cualquier rincón, siguiendo hasta las más absurdas pistas, convencido de que la organización no se había desarticulado.
–Estás obsesionado, Emanuel –le dijo la mañana que decidió dejarlo para pasar una temporada en casa de sus padres.
Emanuel se limitó a afirmar sus palabras, porque eran ciertas. No pensaba en otra cosa que en Ismael, día y noche; y en el futuro que se le avecinaba a la humanidad si, como él suponía, se trataba del Anticristo.
Desde la muerte de Josué ya apenas lo dudaba.
–Estás obsesionado –repitió Penélope–. Pero encuentra a nuestro hijo menor y sácalo de ese infierno. Tal vez entonces volvamos a ser una familia.
–Lo haré –prometió Emanuel aquella mañana en que amaneció nublado.
Y cuando Penélope desapareció tras la puerta, supo que tardara lo que tardase en rescatar a Jonatán, ella estaría esperándolo. Aquella seguridad lo reconfortó.
Su hijo menor seguía desaparecido, oculto en algún lugar del mundo junto a los secretos adeptos de La Hermandad. Desde que Ismael fue reducido por la policía, curado y posteriormente encarcelado, su organización se había difuminado de la vida pública pero, de vez en cuando, Emanuel creía ver alguna pista que parecía confirmar la operatividad de La Hermandad: dos comerciantes que se saludaban tomándose del antebrazo, un muchacho vestido totalmente de negro o simplemente alguien que se cruzaba con él por la calle y le devolvía una mirada torva.
Todo lo hacía dudar, como visos que parecían advertir que las enseñanzas de Ismael seguían grabadas en la conciencia de los ciudadanos, pero sin pruebas suficientes que lo justificaran. Un secreto.
Por esa razón, Emanuel andaba pendiente de todo lo que lo rodeaba, porque necesitaba asegurarse de si Ismael era recordado. Este dato, en el fondo, era el más importante; ya que si la gente lo dejaba pasar, si ahora que le habían condenado a 20 años de cárcel, los hechos y enseñanzas de Ismael iban diluyéndose poco a poco, tal vez, solo tal vez, significaría que Emanuel se equivocaba: Ismael no sería el Anticristo, y la Tierra no se estaría preparando para la destrucción. Pero si La Hermandad seguía viva, el furor de su doctrina seguiría latiendo a escondidas, igual que una bestia herida que, astuta, se hace la muerta para que su cazador se confíe.
Emanuel no pensaba relajarse, no quería que aquella bestia le diera una dentellada cuando todos la creían abatida. Y por ello ya no vivía para otra cosa, ni trabajaba para otra causa que no fuera la investigación de Ismael y La Hermandad.
La tarde en que decidió poner el televisor era especialmente calurosa.La primavera comenzaba ya a anunciar la inminente llegada del verano, y la gente comenzaba a servirse del aire acondicionado para aclimatar sus hogares. Él, sin embargo, ya no podía permitirse aquellos lujos; a decir verdad, ni siquiera logró costear la factura de luz durante un mes y medio, porque no logró reunir el dinero necesario para pagar y la compañía cortarle el suministro.
Aun antes de que su hijo muriera, los días que Emanuel faltaba al trabajo, movido por el interés que el asunto alrededor de la iglesia le estaba provocando, fueron creciendo en número, hasta que su bufete de abogados decidió despedirle. A partir de entonces se mantuvo de sus ahorros, pero cuando este dinero también se terminó, se encontró sin nada que llevarse a la boca. Entonces se le ocurrió aprovechar todo lo que sabía sobre La Hermandad y sus teorías acerca de Ismael a favor de otras iglesias cristianas. Así, decidió convertirse en una especie de misionero, preocupado en advertir y adoctrinar a las iglesias de la ciudad sobre La Hermandad.
Desgraciadamente, la mayoría de las iglesias en las que había probado le tomaron por un charlatán, como mínimo. Solo una, hasta la fecha, había decidido remunerar su causa. El dinero le llegó para pagar las deudas de sus facturas y procurarse algo de comida que, de momento, le mantuvo en sus necesidades básicas. Pero la economía ya volvía a escasear y pronto tendría que volver a buscar alguna nueva fuente de ingresos.
Debido al tiempo que la compañía eléctrica lo mantuvo sin luz, Emanuel llevaba casi un mes sin escuchar las noticias en la televisión o la radio. Cierto era que, de vez en cuando, lograba hacerse con algún perió-dico y así ponerse al día, pero la mayor parte de las veces eran atrasados, lo cual iba en perjuicio de su investigación. No obstante, se esforzaba por buscar en ellos un indicio, algo que le hablara de La Hermandad, aun someramente, pero los titulares siempre hablaban de lo mismo: sucesos, noticias nacionales e internacionales y especialmente política... nada que diera una respuesta a sus anhelos, por pequeña que fuera.
Cuando puso el televisor en aquella calurosa tarde de primavera, se encontró con las mismas aburridas noticias de siempre: los informativos de todas las cadenas también hablaban de política.
Emanuel no pensaba desaprovechar la valiosa energía eléctrica en ver algo que para él no tenía importancia. Pero cuando se aproximaba para presionar el botón de apagado, casi de reojo, creyó ver un rostro conocido en la pantalla. Fue una aparición fugaz y, como no se estaba fijando de forma directa, no logró reconocer de quién se trataba.
Una siniestra sombra de sospecha lo movió a retirar la mano del botón y sentarse frente a la pantalla. En el televisor daban los resultados de la campaña política. La presentadora del informativo anunciaba al partido ganador de las elecciones, el que ocuparía la presidencia durante los próximos años.
Emanuel acercó su sillón al televisor. Por las ventanas abiertas del salón corrió una brisa fresca y agradable que agitó las cortinas. No obstante, él sudaba; y no era éste un sudor causado por el clima, sino un sudor frío, interior, un estremecimiento de los huesos. Ya sabía de quién era el rostro que había intuido reconocer de soslayo. El informativo pasaba una fotografía del nuevo presidente, donde se le mostraba saludando a las masas desde un balcón con el triunfo dibujado en su sonrisa. En la imagen distinguió la figura de Roberto. Permanecía a medio metro por detrás del ganador, vestido con un elegante traje de riguroso negro que le hacía pasar por un guardaespaldas. Se había cortado el pelo y arreglado la barba.
–Así que esto es lo que he pasado por alto –se reprochó Emanuel–. Todo este tiempo investigando por los bajos fondos, y resulta que habéis dado el salto a la política. Lo teníais todo muy bien planeado.
En sus palabras había un fuerte reproche hacia sí mismo. Mientras, la presentadora seguía dando una y otra vez los resultados finales de las elecciones generales. Emanuel apagó el televisor y avanzó hacia la ventana. De fuera le llegó el sonido de algunos cláxones que festejaban la victoria y, a lo lejos, el fulgor de varios cohetes rompía contra el cielo vespertino.
En aquel momento, solo pudo pensar en su hijo menor, en qué estaría haciendo y en si podría alguna vez rescatarlo del celoso abrazo de La Hermandad.