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Josué se frotaba las manos e intentaba calentárselas con su propio aliento. Había ocultado el cuello todo lo posible bajo la chaqueta. Ésta no era muy adecuada para tan extremas temperaturas, pero era lo más elegante que tenía y la quiso llevar a la fiesta aun a costa del frío.

El tiempo invernal también lograba calmar su enfado. Ya no veía a su padre como un ser cruel e insensible, que sin remordimiento alguno arrancó los sentimientos más íntimos de su alma. En el fondo, se lo había dicho por su bien.

Sí, era eso. Rebeca iba a casarse. Debía apartar cualquier perspectiva. Además, estaba siendo injusto con Ismael. Su primo no merecía un competidor. Era una buena persona.

La puerta de la iglesia se abrió y salió Daniel.

–¡Menudo calor hace ahí dentro! –dijo Daniel.

–Dentro de cinco minutos te arrepentirás de haber salido.

Josué se movía de un lado a otro mientras hablaba, intentando entrar en calor.

Miró a Daniel de arriba abajo. Sin duda lo que más resaltaba eran sus ojos, de un verde intenso y de mirada ligeramente maliciosa. Eso le hacía irresistible para las chicas, pero curiosamente, Daniel era el menos interesado en una relación de todo el grupo de jóvenes de la iglesia. Él mismo admitía que Dios le había reservado para ser misionero, sin responsabilidades que pudieran comprometerle como una pareja. Que Josué supiera, nunca había estado con una chica. Durante un momento sintió envidia. Ojalá él pudiera olvidar a Rebeca, olvidarse de los sentimientos que lo acosaban y vivir tranquilo.

Llevaban un rato callados, intentando soportar el frío a la puerta de la iglesia. La calle, a pesar de ser las ocho de la tarde, se encontraba totalmente desierta. La gente se resguardaba de la helada en sus casas. La ciudad parecía abandonada.

–¡Oye! –dijo Daniel, como acordándose de repente de algo–. He oído que mañana Ismael y tú vais a pintar tu nueva casa.

–Sí. Es lo último que queda por hacer para terminar las reformas.

–Si necesitas ayuda...

–Gracias, Daniel. Estaremos allí a partir de las doce del mediodía.

Puedes venir cuando quieras.

–Allí estaré. Aparte de nosotros tres, ¿va alguien más?

–Leonor ha querido echarnos una mano. También mi compañero de trabajo, Roberto.

–¡Roberto! Un chico muy simpático. Antes, en la fiesta, ha venido a presentarse a Sara y a mí.

Josué sonrió a sabiendas de lo que aquello significaba.

–Sí. Ha hecho muy buenas migas con todos.

–Sobre todo con tu primo. Parece que se llevan muy bien.

–Es cierto. Creo que tienen personalidades parecidas.

La puerta volvió a abrirse. Esta vez quien apareció fue Samuel, el encargado del mantenimiento de la iglesia. Abrió las dos hojas de la puerta y las aseguró al suelo para que quedaran abiertas. La fiesta había terminado y todo el mundo estaba despidiéndose en el vestíbulo. Aarón se apresuró para colocarse justo en el quicio de la puerta de salida y así poder despedirse de todos los que salían. Era un buen detalle. La gente agradecía que el pastor no se olvidara de saludar a nadie. Josué vio a Rebeca aproximarse hacia la salida. No pensaba hablar con ella. No quería, hoy no. Tal vez volviera a hacerlo cuando lograra digerir todo lo que le ocurría, cuando sus sentimientos dejaran de estar a flor de piel, pero todavía era demasiado pronto.