II

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LA CASA QUE JOSUÉHABÍA COMPRADO ESTABA EN uno de los barrios más pobres de la ciudad. Era un barrio en el que vivía gente de bajo nivel adquisitivo, obreros en su mayor parte, desprovistos de lujos y que hacían malabares con sus sueldos para llegar a fin de mes. No era un barrio con demasiada delincuencia, pero sí con más que otros. A pesar de ello, no solían ocurrir hechos graves, siempre y cuando fuera de día y se caminara por las calles principales.

Por las mañanas bullía de vida. La gente, yendo de un lado a otro, se veía concentrada atendiendo sus asuntos: hombres de camino al trabajo, mujeres llevando a sus niños al colegio, muchachos de instituto riendo. En hora pico, los coches se amontonaban en las calles, formando tapones que parecían imposibles de resolver. Entonces comenzaba un concierto de ruidos de claxon, acompañado con todo tipo de imprecaciones.

Camiones de reparto aparcaban aquí y allá, en los lugares más insó-litos, y llenaban el ambiente con el aroma del pan recién horneado. La calle de Josué solía ocuparse con pequeños puestos que formaban un mercadillo en que los vendedores eran siempre los mismos, y cada uno sabía dónde debía poner su puesto y los límites del mismo. Allí se vendía de todo: fruta, ropa, pilas, artículos de decoración, animales, discos...

Algunas cosas eran robadas en tanto que otras eran de procedencia respetable.

Al atardecer, los puestos desaparecían como por arte de magia. En verano, los mercaderes aprovechaban más las horas de sol, pero en invierno el frío no les dejaba prolongar sus ventas más allá de las seis de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Entonces la calle quedaba desierta. Solo el autobús pasaba de vez en cuando por allí.

La casa de Josué tenía dos plantas. Su estructura era muy distinta a los edificios colindantes. Parecía que su constructor la hubiera traído directamente desde otro país y la hubiera encajado entre los edificios que, como el resto de los que recorrían la calle, no bajaba de las cuatro plantas. El anterior inquilino se encargó de pintar la fachada de granate. A Josué no le gustaba, pero no pensaba cambiarlo hasta dentro de uno o dos años. Justo frente a su puerta solía colocarse un puesto de venta de ropa todas las mañanas. Y cruzando la calle, el ayuntamiento había construido unas canchas de baloncesto. Durante muchos años, la hilera de edificios que recorría la calle se cortaba allí en un descampado que aprovechaban todos los vecinos del barrio con perros. Para dar una imagen más higiénica y aprovechar un espacio que solo servía como letrina canina, el ayuntamiento construyó un par de canchas. El lugar también se intentó acondicionar como parque, de tal forma que, tomando el enorme cuadrado que formaba el descampado, el ayuntamiento lo dividió en cuatro partes iguales. Dos de ellas (la superior derecha y la inferior izquierda) quedaron reservadas a las canchas y el resto quedó preparado para hacer jardines. Con el tiempo, la idea de plantar árboles y arbustos fue quedándose en el olvido y en su lugar crecieron todo tipo de plantas silvestres, retorcidas y mezcladas unas con otras. Lo que pretendía ser un lugar alegre se transformó en una especie de bosque salvaje y oscuro. Las canchas eran usadas en verano por mucha gente, pero en invierno nadie jugaba en ellas. Para colmo, hacía mucho que el alumbrado no funcionaba en la zona, así que nadie quería cruzar por allí, porque al caer la noche se juntaba todo tipo de mala gente.

Desde la segunda planta de la casa se veían bandas callejeras pasando allí las noches del fin de semana. Por eso, si no era de día, él prefería no cruzar a través de las canchas aunque le llevara más tiempo rodear los edificios contiguos para llegar a casa.

Cuando Josué la compró, pedía a gritos una reparación. Durante unos meses, y con la ayuda de los amigos de la iglesia, logró reconstruirla del todo. Ahora que la obra estaba casi terminada, el resultado sorprendía. Era tal el cambio que no lograba recordar cómo era antes. Ya solo quedaba darle un par de manos de pintura a las paredes y amueblarla. Con toda seguridad, para el año siguiente quedaría terminada.

Era 24 de diciembre por la mañana. En aquella fecha el mercado trabajaba más que en ninguna otra época del año. La gente buscaba este o aquel ingrediente que habían olvidado para la cena de Navidad. También había quienes recordaban a última hora que les faltaban uno, dos, o incluso todos los regalos, y buscaban desesperadamente algo original.

Josué, vestido con un chándal descolorido, pasaba el rodillo arriba y abajo por la pared de una habitación en el segundo piso, pintándola de un tono aplatanado. Era una habitación amplia, y mientras pintaba barajaba en su cabeza para qué la utilizaría una vez se mudara. La noche le había sentado bien, lo suficiente como para recapacitar en frío sobre todo lo que ocurrió en la fiesta de la iglesia. El trabajo, además, lo mantenía ocupado, y después de una hora pintando ya ni se acordaba de todo lo sucedido. Desde la fiesta no volvió a cruzarse con su padre. Llegó a casa pronto y se encerró en su habitación. Emanuel no lo molestó. Al día siguiente se preocupó en salir apresuradamente. «¡Llévate a tu hermano!», le alcanzó a gritar su padre desde la cocina cuando ya abría la puerta para marcharse.

Desde que Jonatán, su hermano menor, cumplió los 17, su padre insistía para que Josué lo integrara en el grupo de amigos que él tenía en la iglesia. Pero Jonatán parecía no ver la necesidad. Estaba en una edad intermedia entre dos grandes núcleos: el de niños y el de adolescentes. Solo Jairo, un camarero de 20, se acercaba un poco a su edad. De hecho, ambos siempre iban juntos, separados de los dos grandes grupos. La cuestión era que Jonatán se consideraba mayor para irse con los niños e Ismael lo veía pequeño para prestarle su amistad. Eso era, en el fondo, lo más relevante. Ismael, el más carismático del grupo, debía aceptarlo, y entonces el resto lo haría sin problemas. Pero Ismael parecía ignorar la existencia de Jonatán.

El hermano de Josué tenía siempre una expresión triste, deprimida. Por si fuera poco, su físico no ayudaba. Estaba muy delgado, casi escuá-lido. Era sumamente pálido, como si acarreara una enfermedad crónica. Sin duda, todo lo contrario a Ismael, su antítesis. Tal vez aquella era la causa de que no lo aceptara.

Josué decidió no obedecer la orden de su padre y escapó antes de que se le acoplara su hermano. Era mejor así. Jonatán se quedaría en la casa sin saber qué hacer, callado, esperando a que alguno de los otros chicos que iban a venir le dirigiera la palabra para contestar con monosílabos. Seguro que una vez que entrara a la casa, se pasaría pululando arriba y abajo por las habitaciones como un animalillo enjaulado, esperando la hora de marcharse. No. No estaba dispuesto a soportar a su hermano toda la mañana.

Alguien llamó a la puerta. Josué dejó el rodillo en el cubo de pintura y bajó a abrir. Seguramente sería Ismael. Se retrasaba.

El corazón le dio un vuelco cuando abrió. Era Rebeca.

–¿Dónde está Ismael? –fue lo mejor que acertó a decir.

–Hola a ti también –respondió Rebeca, ladeando la cabeza.

Pasó adentro sin esperar a ser invitada y colgó el abrigo en un perchero cercano (uno de los pocos elementos de mobiliario que Josué

–Está empezando a llover, así que he decidido adelantarme. Ismael viene detrás. Yo he venido por las canchas.

Una señal de alarma saltó dentro de Josué.

–¿Por las canchas? Rebeca, no deberías ir por ahí, es peligroso.

–¡Tranquilo!

Rebeca respondió entre risas, sorprendida con el sentimiento protector que en Josué había aflorado.

–Oye, lo digo muy en serio. En invierno nadie va a jugar y el lugar está abandonado. No me gusta que vayas por allí, podría pasarte algo.

Rebeca hizo una mueca e intentó cambiar de tema.

–Ayer te marchaste de la fiesta sin despedirte.

Josué, pillado por sorpresa, no acertó a encontrar la respuesta adecuada.

–Sí... sí. Tenía prisa. Había algo que debía hacer en casa.

–¿El qué?

Las ideas para hilvanar una historia inventada no surgían con la suficiente velocidad en la mente de Josué. La mirada directa y persistente de Rebeca lo ponía cada vez más nervioso. Sus ojos azules penetraban blandamente en su corazón. Era una mirada amable; tierna a la vez que simpática. En ocasiones, le surgían unas cuantas pecas en los pómulos y en la parte superior de la nariz que le daban una apariencia aún más dulce. Cuando aparecían, Rebeca estaba especialmente hermosa. Hoy era uno de aquellos días.

Josué, buscando todavía una respuesta coherente para su excusa, se percató de que ambos habían estado observándose durante unos segundos. Si por él fuera, se habría quedado así, mirando a Rebeca con detenimiento, deleitándose en su hermosura, pero las palabras que su padre le dirigió la noche anterior regresaron a su recuerdo como un mazazo dado a sus sentimientos.

–Debía... debía pintar. Sí, no quería que hoy trabajáramos hasta tarde. Hace mucho frío cuando oscurece.

Rebeca asintió satisfecha. La coartada de Josué había resultado.

–¿Subimos? –dijo ella.

Josué avanzó primero por las escaleras. Ya en el piso de arriba, Rebeca se puso a pintar el techo del baño y Josué volvió a su rodillo.

Concentrados en el trabajo, ninguno volvió a decir palabra. Poco a poco comenzó a escucharse un repiqueteo sobre las ventanas. Afuera comenzaba a llover. En unos pocos segundos, las primeras gotas se convirtieron en una verdadera tormenta. Josué avanzó hasta la ventana e intentó asomarse al exterior mirando a través de los cristales. Apenas se podía ver nada, porque las gotas de lluvia daban directamente contra el cristal, pero pudo distinguir a las personas como borrosas manchas de colores oscuros, corriendo a refugiarse bajo un balcón o dentro de algún portal. Los tenderetes del mercadillo todavía aguantaban, cubiertos por gruesos plásticos que se agitaban con el viento, pero algunos vendedores comenzaban ya a recoger por miedo a que su mercancía pudiera arruinarse.

–Ismael se va a empapar –dijo Rebeca a su espalda.

Josué se volvió.

–Se habrá resguardado bajo un balcón y esperará a que escampe.

Josué no pudo evitar volver a fijarse en ella. Le causaba placer y dolor al mismo tiempo. Por un lado, la visión de Rebeca le parecía casi angelical; por otro, la advertencia de su padre le dañaba, pero estaba enamorado, demasiado enamorado. Allí estaban los dos solos. Josué sabía que nadie les molestaría durante un tiempo. Ismael estaba atrapado por la lluvia y no llegaría hasta que amainara el temporal, e igualmente ocurriría con los demás. En ese instante apareció en él una fuerza, un deseo que no pudo detener. El corazón comenzó a latirle frenético y le temblaron las piernas cuando, ese deseo, alocado e irracional, se transformó en una decisión firme.

–Oye –dijo ella de pronto-. ¿No tienes nada para almorzar...?

–¡Rebeca! –cortó Josué.

Se había decidido y nada se interpondría en su camino. Debía decírahora o nunca.

–Tengo que hablar contigo.

Rebeca se sorprendió. Josué avanzó hasta ella y la tomó de una mano para llevarla al centro de la habitación. Respiró hondo, y habló:

–Necesito decirte algo.

Ella comenzó a preocuparse. Josué parecía muy nervioso.

–Josué, ¿ te ocurre algo?

–Sí. Bueno, no. No es nada grave, pero es importante.

Rebeca se quedó en silencio, esperando. Como si fuera el inconsciente quien dictara sus movimientos. Josué se dio cuenta de que no la había soltado la mano. Un miedo interior y creciente le instaba a que no hablara, algo le decía que estaba a punto de cometer un error, pero ignoró aquellos pensamientos y se decidió.

–Estoy enamorado de ti.

Silencio. Rebeca se sobresaltó, pero no dijo nada. Quiso retirar la mano que le tenía tomada, pero él la agarraba con fuerza.

Josué, después de aquella pausa, continuó, esta vez con más valor:

–Desde... desde siempre. Desde que te conozco. Rebeca, siempre me has gustado. No sabía si decírtelo, porque todo el mundo... Mi padre me recomendó que no lo hiciera. Pero yo te amo, te amo y debía decírtelo.

–Pues tu padre te aconsejó bien –cortó Rebeca, y al momento se mostró sorprendida de sus palabras, aunque se recompuso al momento–. No tendrías que haberme dicho nada, y menos ahora.

Lo sabía. Josué sabía que Rebeca le negaría. Era aquella sensación que había llamado a su sentido común desde el principio de la conversación, le había intentado detener a cada palabra, a cada alocado impulso le había gritado que se detuviera, pero él decidió seguir aun a sabiendas del resultado. Rebeca amaba a Ismael y se iba a casar con él. Josué reconoció que había cometido una estupidez. ¿Qué esperaba conseguir declarándose ahora? Debió haberlo hecho mucho antes, antes de que su primo se le adelantara. Ahora solo conseguiría perder la amistad de Rebeca.

–Lo siento –dijo, y soltó su mano.

–Josué, ¿por qué me has dicho esto?

Lo cierto era que no lo sabía. Un anhelo, una febril esperanza quizás. No se detuvo a pensar qué esperaba conseguir, aunque fuera evidente que no lograría nada. Si lo hubiera pensado, nunca se lo habría dicho, pero el amor por ella lo cegaba y decidió escuchar a sus sentimientos con la esperanza de obtener el más absurdo de los desenlaces. Rebeca volvió a hablar, esta vez con una voz más amable.

–Josué. Agradezco lo que me has dicho, pero Ismael y yo...

–Vais a casaros. Lo sé.

Rebeca se mostró contrariada.

–No lo puedo creer. ¿Es que ya lo sabe toda la iglesia?

–Ya sabes lo que suele ocurrir con los rumores...

Josué intentó sonreír. Rebeca se resignó ante aquella verdad irrefutable. En la mayoría de las ocasiones, eran verdaderas noticias lo que corría de boca en boca y a través de la cadena telefónica que se establecía entre los miembros de la iglesia. Era bueno que todo el mundo estuviera informado de los acontecimientos concernientes a la congregación. Pero en otras ocasiones lo que saltaba no era más que un chisme o un secreto que alguien decidía contar. Por desgracia, en una semana era muy posible que la inmensa mayoría de los miembros supiera que Ismael y ella estaban pensando en una boda. Debía apresurarse para hablar con su padre o pronto se enteraría por boca de terceras personas.

–Entonces, si sabes que voy a casarme, ya sabrás que no puede haber nada entre nosotros.

–¿Esa es la única razón?

Rebeca se molestó.

–¡Pues claro! ¡Pero qué dices! ¿Crees que me voy a casar con Ismael porque sí?

–Lo siento. No sé... no sé por qué lo he dicho.

Rebeca se apartó visiblemente enfadada. Alzó la voz por encima de lo normal.

–Yo amo a Ismael. Estoy harta de que la gente piense que simplemente he querido salir con el futuro pastor de la iglesia. Ni se te ocurra pensar eso.

–No lo he pensado. Lo siento, de verdad. No me hagas caso. Yo... no me gustaría que esto estropeara nuestra amistad.

–Ahora mismo no es buen momento para hablar de nuestra amistad.

Ambos volvieron a quedarse en silencio, mirándose. La expresión de Rebeca había pasado a una hostilidad anormal. Parecía muy afectada por el hecho de que la gente no la viera realmente enamorada, sino solo antojada por el chico más prometedor del grupo. Josué, por un momento, también esperó eso. Pero era evidente que Rebeca estaba enamorada de Ismael. No le faltaban razones, porque él parecía reunir todo lo que una chica de la iglesia pudiera desear en un hombre. De todas formas, ahora lo que más le preocupaba era que Rebeca se distanciara, que por culpa de su tonta declaración, la amistad que los dos tenían se enfriara hasta desaparecer. Tenía que arreglar eso. No podría soportar que no le dirigiera la palabra.

Quiso acercarse a ella, pero de pronto alguien llamó a la puerta. Hacía rato que la lluvia había amainado.

–Bajaré a abrir –dijo Rebeca en tono frío, y bajó las escaleras.

Josué, que no se movió del sitio, no tardó en reconocer la voz de su primo. Además Ismael no venía solo. Al parecer le acompañaban otras personas. Oyó la voz de Daniel y de Leonor, que saludaban a Rebeca y que comentaban cómo se habían encontrado a Ismael en la calle.

–Estaba refugiado en uno de los tenderetes –comentó Leonor–. Nos lo hemos encontrado por el camino.

–La lluvia me ha pillado cuando rodeaba la manzana –respondió Ismael–. Pero en mi favor diré que el tenderete bajo el que me he refugiado vendía paraguas.

Todos rieron de su broma.

–Tenías que haber cruzado por las canchas, cariño. No te habría pillado la lluvia.

Rebeca hablaba con Ismael como si la conversación con Josué no hubiera tenido lugar. El tono de su voz volvía a ser jovial y cariñoso, sin restos aparentes de estar molesta por nada. Al escuchar aquellas palabras de cariño, Josué se sintió dolido e incómodo sin saber la razón. Pensó en no salir a saludar a nadie, quedarse en la habitación y esperar a que todos subieran, por miedo a que su mirada delatara lo que segundos antes había ocurrido. Sin embargo, decidió no parecer descortés y no dar motivo alguno para que alguien dudara de si se encontraba bien; así que, finalmente, salió de la habitación y les saludó. Samuel también estaba en el grupo. Agitaba un enorme paraguas negro, zarandeándolo en la calle; sin duda, el que debió comprar Ismael para salir airoso del chaparrón.

Cuando todos se hubieron saludado, Josué los distribuyó entre las habitaciones que debían pintarse y les dio brochas y rodillos. Los muchachos pusieron manos a la obra en seguida.

El plan consistía en dejar la casa terminada para la noche de fin de año, porque querían celebrar allí una fiesta. Era posible que la pintura no estuviera totalmente seca para entonces, pero procurarían no acercarse demasiado a las paredes. Como no había ningún mueble, se servirían del suelo para dejar la bebida y para sentarse. La iglesia solía tener vasos, platos y cubiertos de plástico, y el pastor había dado su consentimiento para usarlos, así que un día antes todo el mundo se dedicaría a trasladar lo necesario hasta la casa de Josué y dejarlo listo para la fiesta.

El silencio que hasta ahora reinaba en la casa quedó roto con multitud de comentarios, charlas de todo tipo y chistes. Ismael bromeaba con Rebeca y Leonor. Los tres hablaban en voz alta desde habitaciones distintas; el eco causado por la ausencia de muebles hacía retumbar sus voces por toda la casa. Las conversaciones no trataban nada trascendental. Se hablaba sobre los planes para la fiesta de fin de año y los regalos que recibieron en la Navidad.

–¿Cómo llevas el seminario? –le preguntó Ismael a Daniel. Ambos pintaban juntos una de las habitaciones del segundo piso.

Daniel estudiaba teología, aunque todavía le quedaban tres años para graduarse.

–Tengo dificultad con el griego. Las declinaciones me están volviendo loco.

Ismael no pudo evitar reírse ante tal afirmación. Era cierto. Él mismo tuvo que luchar con el griego koiné, el tipo de griego que se estudiaba en el seminario y que servía para traducir el Nuevo Testamento.

–Tranquilo, Dani, lo aprobarás.

Daniel resopló.

–¡Eso espero! Me está costando. Una noche... incluso... incluso se me pasó por la cabeza tomarme... algo. Ya sabes. Cualquier cosa para animarme. ¿Te imaginas?

Daniel sonreía, y sus palabras sonaban a broma, pero viniendo de él adquirían un tinte extraño. Como si se tambalearan entre la borrosa frontera de la burla y la verdadera tentación.

Años atrás, Daniel estuvo inmerso en las drogas, inmerso hasta el fondo. Y de ese fondo fue rescatado milagrosamente por unos misioneros que aparecieron cuando más ayuda necesitaba. Ellos le sacaron de las drogas cuando ya nadie lo creía posible y le reintegraron en la sociedad y en la iglesia. Por ello, la historia de Daniel era conocida como una manifestación verdadera del poder de Dios. Él era el primero que así lo entendía y estaba orgulloso de haber superado aquella terrible etapa de su vida. Desde entonces quiso dedicarse por entero a Dios, completamente, en todos los sentidos. La primera decisión que tomó fue la de no comprometerse con una mujer. No le resultó complicado, porque nunca había encontrado una chica por quien se hubiera sentido interesado. Cuando decidió aquel celibato voluntario y comprobó lo fácil que le resultaba llevarlo, entendió que se trataba de un don.

Ismael lo agarró del hombro, como si quisiera darle fuerzas, pero a la vez, sin dejar aquel tono dicharachero con el que se desarrollaba la conversación.

–Ya verás como lo apruebas todo, Dani.

Daniel afirmó con la cabeza. Ismael volvió a hablar, esta vez bajando el tono de voz.

–Ahora, háblame de «eso otro».

Ismael sonreía con aire malicioso. Cuando sonreía así, se le formaban dos atractivos hoyuelos en la comisura de los labios. Daniel no necesitó más pistas para saber sobre qué trataba el tema.

–No hay nada de qué hablar. Isma.

Ismael disimuló un gesto de incomodidad. No soportaba que le llamaran así. Sonaba demasiado infantil para su gusto, pero esta vez lo consintió, en aras de seguir el curso de la conversación.

–¡Vamos! Algo hay con Leonor.

–Solo por su parte.

–¡No me digas! Pues es una pena. A ella le gustas un montón. Se lo dijo a Rebeca. Está loquita por ti.

–Ya sabes que no me interesa ninguna mujer.

A Ismael le costaba muchísimo entender aquella postura. Al principio llegó a pensar que Daniel bromeaba, pero a medida que, una chica tras otra, todas fueron siendo rechazadas, comenzó a entender que hablaba en serio. Aquel muchacho nervudo, bajito pero atlético, resultaba muy atractivo a las chicas de la iglesia gracias a una chispa maliciosa que brillaba en sus ojos y cada vez que sonreía. Daniel tenía cara de chico malo, de rebelde sin causa. Tenía unos ojos verdes tremendamente profundos, felinos, al igual que el resto de sus facciones. Solo había un defecto en él: sus dientes. El paso por las drogas los había manchado de un feo color amarillento, pero aquel problema no parecía molestar a ninguna de sus pretendientes.

–Lo siento, Dani. No te molestaré más con el tema –respondió Ismael.

–No te preocupes, Isma. Sigamos pintando o no terminaremos nunca.

Ismael sintió una molesta presión en el pecho cuando volvió a escuchar la forma abreviada de su nombre. Aunque se hubiera pasado al otro bando, llevado de la mano por aquellos misioneros a quienes debía la vida, Daniel seguía siendo un rebelde. Ismael era el líder incontestable del grupo, pero Daniel nunca estaba sometido a él como los demás lo estaban. Ismael solo podía permitirse un leve control tras un sutil manejo de aquel carácter indomable, y otorgando ciertas concesiones, como, por ejemplo, que Daniel le llamara de aquella forma que tanto le molestaba.

De pronto, se oyó un portazo en la planta de abajo. Ismael se asomó por el cerco de la puerta para ver qué ocurría. Rebeca subía las escaleras.

–Leonor se ha marchado –dijo.