Cuando acerco a mis labios esa música incierta.
VICENTE ALEIXANDRE
A los ocho años, Carlos María estudiaba en su prima las posibilidades de un juego violento y eficaz, que alcanzara para toda la siesta. Marta vacilaba antes de aceptar la parte de jefe sioux, previendo el rollo de soga como un manotazo al pasar bajo el sauce, las ligaduras en los tobillos, el mirar justiciero de Buffalo Bill antes de arrastrarla al tribunal de los hombres blancos. Prefería la mancha, donde batía a su primo menos ágil, o irse a los baldíos a juntar langostas. Carlos María argumentaba hasta convencerla; a veces Marta se oponía de plano, y entonces él la agarraba del pelo y la mechoneaba, mientras Marta se defendía a patadas y alaridos. Mamá Hilaire les cobraba su siesta rota con privación de postres, con un mirar fosco que duraba días enteros.
A los diez años, cuando Marta se espigó de golpe y él tuvo la apendicitis supurada, los juegos asumieron estilo, elegancia. Ya no iban improvisadamente al jardín, apenas doblada la servilleta; usaban la sobremesa para madurar el empleo de la tarde; ingresaban en las diversiones intelectuales, los blocks recortados para hacer papel moneda, secantes y sellos de goma, un escritorio a veces banco de préstamos, a veces oficina pública. Sólo la hora alta del calor, con el jardín llamándolos, imponía los prestigios de la siesta; si reincidían en los juegos de guerra, ya entre carreras y prisiones insertaban planos de tesoros, partes sonoros, discursos y sentencias de muerte; con rescates o ejecuciones a fusil, en las que Carlos María se desplomaba lleno de gracia y heroísmo.
El sauce era alto pero lo escalaban en dos saltos. Tirado en el pasto caliente, veía él oscilar las piernas de Marta, a caballo sobre la primera bifurcación. Estaba muy quemada hasta el tobillo, después venía una zona color trigo donde a veces había medias y a veces no; desde la rodilla hacia arriba era blanquísima, en la penumbra de campana que le hacía la pollera adivinaba el color aún más blanco de los calzones cortándole los muslos. Carlos María no era curioso, pero un día le pidió que se sacara los calzones para ver. Después de hacerse rogar un rato (estaban entre las cañas que sumían una vieja fuente sin agua), Marta lo dejó que mirara, sin permitirle acercarse. Carlos María no se impresionó, había esperado algo más escandaloso, más prohibido.
—Tanto trapo para eso —fue su sentencia—. Una rayita y se acabó. Nosotros es otra cosa.
Esperaba de Marta que le pidiera lo mismo, pero ella se vestía sin mirarlo. Ya no hablaron, tampoco hicieron guerras esa tarde. A Carlos María le pareció que ella se había puesto más vergonzosa desde entonces; pensó que era idiota, justamente después de haberse desvestido tan mansita. Coincidía con los compañeros de grado en que las chicas eran estúpidas. Les contó a los íntimos que su prima le había mostrado. Todos se rieron menos uno, que tenía trece años y pelo colorado. Miraba a Carlos María sin decirle nada, pero a él le pareció que el colorado estaba pensando algo. No se animó a preguntarle, siempre le había tenido respeto porque el padre era de la policía montada.
Cuando terminaron el quinto grado (ella en la escuela nueve, él en la seis), don Elías Hilaire empezó a interesarse en sus juegos, y a veces se reunía con ellos cuando aflojaba el calor. Carlos María estaba muy alto y quemado, ahora pasaba a Marta por más de una cabeza y se lo hacía sentir. Ella cultivaba otras cualidades, rulos en el pelo, polleritas plisadas, pero a la siesta se ponía un mono azul que le quedaba ceñido y le daba aire de muchachito. Carlos María se mostraba más confiado cuando ella andaba mal vestida, de tarde se iba con los chicos amigos dejándola en la puerta peripuesta y altiva entre las otras niñas. Pocas veces se juntaban los grupos para jugar, preferían decirse cosas desde lejos, y tratarse de idiotas. Marta fingía despreciar a su primo ante las demás chicas, pero guardaba secretos gestos de ternura que él acataba receloso; como la noche que se abrió la rodilla en un alambrado de púa, y ella lo ayudó a llegar a la casa y esconderse de mamá Hilaire, exponiéndose valerosamente hasta violar el botiquín prohibido (cianuro, bicloruro, jeringas, cánulas) y volver con tintura de yodo y gasas. Apretando los dientes para no llorar delante de ella (“no te quejés, marica”, decía Marta mientras le desinfectaba la herida con salvaje minucia), Carlos María tuvo esa noche una repentina impresión de distancia, de lejanía que aumentaba vertiginosa entre ambos. Le gustaban los ojos de Marta, le seguían gustando sus piernas flacas de muchachito, llenas de lastimaduras disimuladas con polvo; pero en su placer al mirarla había ahora una sensación de extrañamiento, de que miraba algo ajeno, ya enteramente ajeno. Por primera vez midió una distancia que jamás le había parecido insuperable, que no tenía siquiera el sentimiento de ser distancia; ahora Marta estaba frente a él (despatarrada, soplándole la lastimadura, haciéndose la importante) como otra persona, alguien que está con uno pero no es uno; como don Elías, como la sirvienta o los otros chicos de la escuela. Se oyó llorar duramente, en una repetida convulsión.
—Qué marica sos —decía Marta—. Por una pavada como ésta… Si no te vas morir, idiota.
Hubiera querido contestarle, decir que no era por eso. Antes bastaba querer algo de ella para tomarlo; golpes, apretones, abrazos, palabras. De pronto sentía que ya nada era suyo, que podría seguir obteniéndolo pero que debería pedirlo a la otra, a Marta que no era una parte de él; pedir cada cosa, y aun cuando las tomara, golpes o abrazos, pedirlos primero.
Los catorce años terminaron con el sexto grado, un amago de difteria que aterró a los Hilaire, y el vestido rosa que Marta estrenó en su fiesta de fin de curso. Para Carlos María el año fue dos cosas: la victoria de River Plate y el acceso a la camaradería aún algo recelosa de su padre. Don Elías Hilaire aceptaba al fin su función mentora, pero la ejercía sin empaque y dándole tiempo a Carlos María para que asimilara consejos y prohibiciones. Hacia octubre tuvo lugar la primera gran conferencia a puertas cerradas; una palabra de mamá Hilaire, una referencia al piyama verde, y la lección de don Elías fue cuidada, cordial, sin forzar la máquina, fingiendo no advertir el rubor de Carlos María y su deseo de llorar, de irse y estar solo. Después él le pasó la mano por el cuello y le apretó fuertemente la nuca, como siempre lo hacía para cerrar un capítulo. Le sugirió leer las aventuras de Tom Sawyer y le regaló dos pesos para que fuera al cine; Carlos María salió satisfecho, su padre lo consideraba un hombre, le hablaba de igual a igual, estupendo.
Con Marta no había problema. Mamá Hilaire la llevaba como de la mano, Marta se plegaba a los deseos y las necesidades de su edad con una blandura engañosa tras la cual Carlos María había conocido más de una vez una violencia de resorte. Se veían menos, mamá Hilaire los separaba en las horas de estudio y paseo, los mandaba siempre a distintas partes. Sólo una vez fueron juntos al cine. Marta dijo que cualquiera los tomaría por novios; a él lo fastidió su vanidad de mujer crecida y la trató de chiquilina; pero estaba orgulloso, y le vino bien para ganarse su complicidad en un asunto de cigarrillos robados.
Carlos María se acercaba al hito que separa a un buen chico de un hombre al gusto argentino. Empezaba a manifestar opiniones, recogidas sin darse cuenta en las sobremesas de don Elías y sus amigos. Era partidario de la neutralidad en la guerra, contagio de su padre de quien tenía además el hábito de caminar sacando los pies. Lo incitaban a lecturas sanas y pareceres discretos; pretendían que se tragara los cuatro tomos de José Pacífico Otero, él que hubiera amado en San Martín la brevedad, lo inédito en las actitudes y los sueños. Oscuramente comprendía que esa lectura era el amansadero de donde se sale sin espina dorsal, dócil para siempre y con la documentación en orden.
Don Elías le sospechaba actitudes que lo sobresaltaban. Advertía que era de esos que cuando el médico ordena decir 33, bisbisan rabiosamente 44. Buscando una higiene aplicable a su carácter a la vez débil y violento, optó por llevárselo al campo a pasar el verano. Marta hablaba de pintar, le compraban alegremente caballete y óleos, postales para que tomara motivos, y en las telas empezaban a asomar cisnes entre lotos, jóvenes de sueltas cabelleras, paisajes aptos a todas las formas de la felicidad. Carlos María se despidió sin tristeza; pero Marta parecía lamentar que se fuera, y él tuvo el orgullo de saberse extrañado. Prometió escribirle, cargó con una caja de pañuelos y una acuarela en la que diversos pájaros sobrevolaban las colinas en procura de regiones más cálidas.
Metido en un largo silencio, después de la siesta campera y el mate en la veranda, Carlos María se encontró pensando en Marta. Había oído decir tantas veces que era hija de una hermana menor de mamá Hilaire, muerta el año de la gripe. Del padre no sabía más que el apellido que había legado a Marta: Rosales. Preguntó a don Elías, le pareció entrever una voluntad de seguir chupando el amargo.
—Era un hombre de negocios, murió seis años después que tu tía.
—¿Por qué está Marta en casa? ¿No había otros parientes del lado del padre?
—No. Tu madre quiso tenerla, y la sola hermana de Rosales estuvo de acuerdo. La trajimos de un año, vos no podés acordarte, apenas caminabas.
Hacia la noche, mientras volvía por los potreros llenos de ovejas sucias, Carlos María renovó su recuerdo. No le extrañaba que en su casa faltaran retratos de Rosales, que nada dijesen de él a Marta. También se hablaba poco del difunto hermano de don Elías, una imagen de largas piernas y cara pálida, caricias distraídas en su mejilla o la de Marta, regalos de cumpleaños, después el silencio, saber que había muerto en Santa Fe, solo como siempre. Y no hablar ya de él más que en los aniversarios, apenas. Pero de Rosales ni eso. Sintió como otras veces una furtiva sensación de diferencia, de advertir cómo cierta realidad no encajaba en las explicaciones. La costumbre de vivir con Marta le hacía sentir a su prima como una pertenencia directa de su sangre. De noche miraba la acuarela, le espantaba las moscas. Cumplió quince años en la estancia y Marta le mandó otra acuarela, un autorretrato que Carlos María encontró horrendo y puso en el fondo del cajón de las medias, para que estuviera bien pisoteado noche y día.
Volvió para ingresar enseguida al Nacional. El primer día, en la mesa conmovida de los Hilaire que lo miraban felices porque ya era estudiante secundario y usaba los primeros pantalones largos, notó en Marta una secreta complacencia, un mirarlo de lado y como admirativa. Pensó en alguna sórdida broma y se mantuvo a la defensiva, aunque después supo que ella lo admiraba verdaderamente, su rostro tostado, la estrecha franja rosa que la protección de la boina le había dejado entre la frente y el nacer del pelo, su cuerpo crecido y afirmándose. Ella tenía peinado pluma y parecía una ovejita. Solamente sus ojos Hilaire seguían fieles y suyos. De Rosales tendría mucho, pero Carlos María la encontraba de veras en los ojos, allí era Marta y era Hilaire.
—A tu prima la han admitido en la academia de bellas artes. Estudió tanto en el verano…
—Ah, qué bien.
—Esperemos que la imites y no tengas que dar exámenes a fin de año.
Ella parecía pedir perdón por estar allí como un paradigma. Por primera vez se miraron de frente, sonriéndose. Descubrían la vieja complicidad de la siesta, la vida secreta al margen de la vida Hilaire. Carlos María estuvo a punto de hacerle la seña de antes, buscarle la pierna con el zapato. Entonces, mientras no se decidía, sintió su pie que le daba con fuerza en el tobillo.
Cuando hablaban del hermano de don Elías, los chicos reparaban en una leve caída de los labios de mamá Hilaire. Luis Miguel había muerto antes de que pudieran tener algún recuerdo consistente, les importaba muy poco de ese pasado puesto como por fuera de un marco de fotografía. Tampoco se hablaba del padre de Marta, muy pocas veces de su madre. Mamá Hilaire guardaba un recuerdo dolido de su hermana, pero a Carlos María lo inquietó a veces el egoísmo de su madre al guardarse la imagen de la muerta sin rehacerla filialmente en Marta. Llegó a imaginarse algo turbio circundando el nacimiento de Marta. Ese Rosales sin figura, casi sin nombre. Don Elías hablaba más seguido de su cuñada, aludía a episodios, gustos, cintas. Carlos María notó una vez que Marta jamás preguntaba sobre sus padres. Quería tanto a los Hilaire que tal vez tuviera celos de los otros, de un recuerdo inútil enturbiando su realidad viva; los chicos resisten hasta el fin la necesidad y el aprendizaje de la hipocresía. Él estudiaba matemáticas con inmenso asco, rehacía el trabajo práctico sobre la cucaracha; Marta le pintaba los mapas, las secciones de la piel, la partenogénesis. El año pasó ocupado y dividido; la atención de mamá Hilaire creaba compartimentos estancos en la casa, vedaba a Carlos María el acceso continuo a Marta, la necesidad casi física que sentía a veces de acercársele y ponerle las manos en el pelo, el liviano peinado pluma tembloroso como un pájaro, y rascarle el cuero cabelludo con las uñas para que ella chillara y lo tratara de bruto, de aprovechador.
Cuando Marta cumplió los dieciséis en octubre, mamá Hilaire hizo venir a las chicas de la academia y les sirvió un hermoso té. Había torta con velitas, helados de tres clases, una rubia que se llamaba Estela Repetto y que dejó frío a Carlos María. Él estaba a contrapelo, molesto en el traje gris que le andaba mal de talle y de mangas; se apoyaba en la presencia más canchera del Bebe Matti y de Juan José Díaz Alcorta, sus mejores amigos del Nacional. Bailó un tango con Estela que lo trató afablemente y estuvo muy bien, hablándole de sus preferencias y la última cinta de Greer Garson. Marta vino después a llevárselo a un lado para pedirle que el Bebe bailara con Agustina, espanto de inmensos anteojos sentado en un rincón tragando torta. El Bebe fue muy hombre, apenas Carlos María le dijo dos palabras sacó a bailar a Agustina y todos vieron cómo a la pobre le brillaban los ojos, los cristales se le llenaban como de agua; fue algo grande. Estela seguía pegada a Carlos María, que pasó sin saber por qué del entusiasmo al desgano. Le molestaba verla siguiéndolo; aprovechó de Marta para hacer valer sus derechos de primo, y bailó con ella piezas y piezas.
—Dónde te habrán enseñado esas convulsiones —decía Marta llena de romanticismo y mirando hacia Juan José Díaz Alcorta.
—Tu imitación de una gallina es casi perfecta —contestaba él vedándose las ganas de un pellizco. La cintura de Marta se le escapaba de la mano, tenía una manera de salir de las vueltas que se hacía difícil y linda; Carlos María se aplicó a bailar mejor, hasta que les gustó darse cuenta de que se entendían, ahora bailaban por placer y él apretaba un poco la mano en la cintura de Marta, los ojos tan cerca de su cara caliente y dichosa.
Pero los exámenes fueron cosa brava, Marta repartía colores y carbonilla en su taller, Carlos María se desesperaba entre números y afluentes del Yang-Tsé-Kiang. Ahora se veían poco, desconfiaban a veces cuando tras la repentina tibieza familiar descubrían experiencias no compartidas, horas de una soledad propia que se bifurcaba como las ramas del antiguo sauce. Una tarde Carlos María atisbó el diálogo de Marta con Rolando Yepes que venía a estudiar con ella historia del arte. El vocabulario y la actitud sabihonda de Marta, la desenvoltura de Rolando al aludir a desnudos y escorzos, su manera de interrumpirla dándole con la mano abierta en el hombro, lo ofendieron de manera durable y dolorosa. Comprendía la perspectiva de su vida presente, la sustitución del plano donde Marta y él constituían imágenes conjuntas por esta brusca fisura que los apartaba sin distanciarlos, los oponía sin choque, acercándolos a sus bordes hasta apenas alcanzarse con la punta de los dedos sobre el pozo insondable. Y Rolando estaba del otro lado, con Botticelli, el Partenón y Marta; con tanta cosa que él no sabía, no era capaz de querer o alcanzar.
Por eso —de una manera sutil y corrosiva— agradeció el viaje de don Elías a la estancia y su condescendencia a llevarlo. Aprobó los exámenes de diciembre, condición previa a todo, y se fue de la casa el mismo día en que Marta volvía con menciones especiales y un montón de chicos y chicas que aprobaban el curso con ella. Invadieron la sala, para hacer música y bailar, pero Marta subió a buscarlo al dormitorio donde cerraban las maletas. Se abrazaron como siempre, ella le buscó la mejilla con un beso húmedo y le dijo que estaba empezando a pinchar. Le traía un señalador de seda, con un largo pájaro pintado que iba de un extremo al otro. Tuvo que jurarle que lo usaría. Marta giraba por la pieza, con las vacaciones y la libertad por delante, contestando apenas a mamá Hilaire que le reprochaba dejar solos a sus invitados. Carlos María buscaba el saco, ceñía su cinturón. El auto ya esperaba abajo, se oyó llamar a don Elías.
—Hacés mal en irte —le dijo bruscamente Marta—. Justamente ahora.
—Para lo que te importa —repuso burlón y esquivo.
—No me importa nada. Por mí te podés tirar por la ventana.
—Chicos, papá está esperando. —La agitación de mamá Hilaire se mezclaba a un reproche temeroso—. Vamos, despídanse aquí, Marta tiene que volver con sus amigas.
Carlos María la abrazó duramente, buscando hacerle daño. Pero ella lo conocía, dobló los brazos contra el cuerpo, protegiéndose los flancos. Él soltó primero.
—Volveré en marzo —dijo inútilmente.
Cuando vino, contento de sus dieciséis años, los brazos morrudos y su amistad con todos los peoncitos de la estancia, mamá Hilaire no perdió un día en buscarle una conversación seria y prevenirlo sobre Marta. Había perdido peso y alegría durante el verano, estaba pálida y como lejana; el doctor Roderich apuntalaba el calcio con abiertas incitaciones al campo y la tranquilidad.
—¿Pero por qué no la mandaste?
—Porque no podía ir con ella, ya sabés que la Obra no me deja un día libre, y más ahora con la ayuda de guerra.
—Era ella la que tenía que ir —insistió hosco Carlos María.
—La llevo la semana que viene. He conseguido que me releven, tu padre se hará cargo de la casa.
“Qué idiotas”, pensó Carlos María yéndose. Recelaba una sospecha en su madre, miedo de Marta sola con él sin vigilancia. Pero después le gustó la idea, la prueba indirecta de su hombría. Y apenas le gustó vino otra vez la molestia, la desazón que a veces lo apresaba sin saber cómo, cuando el Bebe Matti hablaba de sus aventuras con una cabaretera, de que sería bueno conseguir unos pesos y largarse un sábado hasta el bajo.
—Realmente estás hecha una porquería —dijo a Marta cuando acabaron de abrazarse—. Pero allá te arreglás enseguida. Lástima no ir con vos, te habría enseñado a andar a caballo.
—No pienso andar a caballo —dijo Marta que pasaba por la etapa de la languidez y la indiferencia—. Me basta caminar por los campos, al atardecer.
—Te vas a llenar de bichos colorados.
Empezaban a mirarse, reconocerse. Cambiaban tímidas referencias al pasado, la fiesta de cumpleaños de Marta, el regalo que había mandado a Carlos María para el suyo. Él le veía los brazos bonitos, alargados y muy blancos, el cuello casi transparente, y los ojos Hilaire quemándose hacia dentro. Marta empezó a hablar de Rolando Yepes, de cómo dibujaba Rolando Yepes.
—Maldita estancia. Voy a entrar en el curso con cuatro meses de atraso, y perderé todo lo que sabía. Dice Rolando que es una lástima, que este año no se puede malgastar tiempo.
Hablaba de los profesores, las esperanzas. Él le seguía mirando los brazos, apenas el pecho donde la blusa se le alzaba liviana; pero le miraba los brazos y también la estrecha cintura todavía un poco de chiquilina.
—Tu Rolando debe ser una bestia —le dijo antes de irse.
El año pasó mal porque Marta no se repuso en la estancia y cuando la trajeron se empeñó en ir a la academia y hubo que darle permiso. Tuvo una bronquitis a la semana, el doctor Roderich hizo venir a una enfermera y Marta quedó confinada en la oscuridad; Carlos María la escuchaba desde lejos quejarse blandamente, con algo de gorrión o de gatito. Fueron cinco días horribles hasta saber que se salvaría. Cuando él dejaba el estudio para acercarse al comedor, puesto avanzado donde se adivinaba el movimiento en la habitación de Marta, Rolando Yepes venía a sentarse a su lado, buscando alguna palabra de esas que uno inspira a otro para escucharlas después y consolarse. Iba diariamente a la casa, se quedaba horas en el comedor y mamá Hilaire lo dejaba estar, le servía café y pastelitos, una noche lo quiso hacer quedar pero él rehusó, para volver el día siguiente desde el mediodía.
Miraban (sentados en el sofá verde, donde había números de Life y cigarrillos sueltos) entrar y salir del cuarto de Marta, leían las noticias según la cara de la enfermera o de mamá Hilaire. Carlos María hubiese querido estar solo, pero Rolando era discreto y tímido, se estaba horas callado fumando su pipa, a veces adquiría un aire de astuta espera, como si de pronto la habitación al fondo del pasillo fuera a abrirse y ocurrir un gran milagro. En aquellos momentos a Carlos María lo contagiaba la tensión de Rolando, lo observaba admirado para retroceder luego a su desazonado rencor, a la presencia del intruso en la familia. A ratos se acercaba don Elías y se sentaba entre los dos, murmurando su esperanza en frases espesas y baratas; Carlos María lo escuchaba como se huelen las colonias ordinarias.
Un día que Rolando no pudo volver por unos trabajos prácticos, Carlos María fue dueño del sofá y se tendió con holgura, relajado y victorioso. Tenía los pies en el lugar donde se sentaba Rolando, la cabeza en el brazo de felpa, y hacía anillos de humo con una blanda destreza. Se dejó estar así una hora, tal vez dos. La enfermera entraba y salía de la habitación de Marta, haciéndole al pasar un gesto complacido, y él gozaba la certeza de su mejoría, de poder estar pronto a su lado. En un momento —corrían las cortinas del comedor, el aire se llenaba de jarabes opalinos— se preguntó lejanamente por qué su alegría no era más grande y más entera. Dueño del sitio, otra vez él y Marta. Golpeó con los tacos el asiento del sofá, vio la fina columna de polvo que ascendía como los genios en Las mil y una noches. Le pareció que estaba solo y que le faltaba algo, hasta que vino don Elías y hablaron de la guerra, de la privilegiada posición de nuestra patria en medio del caos. “Ser neutral es ser superior a todos”, proclamaba a veces don Elías. También lo dijo ahora, también Carlos María contestó con respetuoso asentimiento, con una vaga felicidad ahora que se lo llevaban a pensar en otra cosa, lo extraían de ese sentimiento de indefinida privación en que había pasado la tarde.
La luz de la convalecencia era ya suya; abría las manos, palmas arriba sobre las sábanas, y la apresaba golosa, jugando con la luz como madejas de lana. Dejaban a Carlos María que la mirara un momento desde la puerta, con prohibición de decirle una palabra; pero ahora pudo entrar, sentarse en un escabel al lado del lecho, acariciar el brazo enflaquecido de la niña.
Las primeras palabras de Marta fueron para preguntarle por Rolando. A él le dolió contestar la verdad, relatarle la fiel presencia de Rolando en la casa. No tardaría en venir, pero entre tanto estaba el tiempo de antes, con Marta y él en el jardín. Cuando Rolando volvía a la voz de Marta, a mitad de un recuerdo o un proyecto para ellos dos solos, en Carlos María pasaba como un caerse de golpe, un girar apenas el tapón facetado de las botellas, y ver un juego de imágenes sustituido instantáneamente por otro, sin relación con el anterior, atrozmente distinto.
—Perdoname —dijo de pronto Marta, que tenía el rostro devastado y un romanticismo mantenido por la dieta y la mañanita de lana rosa—. Hago mal en hablarte de él. Ya sé…
—No sabés nada de nada. Por mí podés seguir nombrándolo, sos libre.
—Vos has sido tan bueno, todo este tiempo.
—Él también —dijo con heroísmo Carlos María. Le costó menos de lo que hubiera supuesto. Un heroísmo como el de antes, cuando se tiraba fusilado, pronunciando las últimas memorables palabras.
Anunciaron a Rolando, precedido de flores y un paquete con aire de confitería de barrio. Carlos María se levantó para dejarlos solos.
—Mirá que sos tontito —dijo Marta con una voz tan para él, tan del lado de antes, que Carlos María pasó delante de Rolando como un dios.
Después el año se fue rápido. Llevaron a Marta a Córdoba, la casa estuvo vacía de mujeres hasta el final de los cursos. Fue un gran tiempo para Carlos María. Los muchachos se juntaban con él todas las tardes a estudiar en la sala grande, hacían pausas en la botánica y el reinado de Pepino el Breve para ensayar boogies o discutir con elegancia marcas de cigarrillos y automóviles. A veces don Elías llegaba del estudio y se quedaba un rato, tratándolos de igual a igual con tanta cordialidad que los muchachos se le entregaban enseguida. Era la hora en que don Elías mandaba traer el frasco de caña seca, y bebían sus copitas con aire de entendidos y fumando. Cosa rara, el Bebe Matti no había vuelto a hablar de mujeres a Carlos María. Una noche se fueron al bajo con Díaz Alcorta, se le animaron al Avión y bebieron tres cervezas cada uno. La mujer de Carlos María era flaca y comprensiva, le dio consejos y prometió vagamente encontrarse con él alguna tarde para concretar una encamada. Salieron mareados y orgullosos, disimulando las dos cosas y sobre todo el orgullo. Carlos María pensó muchas veces en Yaya, pero no en telefonearle y llevársela a una posada. Pensándolo, no lo pensaba. Cierta expresión del portero del cabaret, sumada a la de Yaya cuando le decía: “Qué bien bailás la milonga, m’hijo”, lo detenían al borde del ridículo. Imaginaba problemas, ceremonias; que le pedían la libreta en el hotel, o lo mandaban de vuelta con un vigilante. Todo eso delante de Yaya, o para que lo supiera don Elías. Cuando se decidió a renunciar, a esperar, tuvo una alegría casi indigna. Como de chico, cuando había encontrado el perfecto pretexto para no hacer algo que le repugnaba o le dolía.
Marta volvió en noviembre y Carlos María fue a la estación con don Elías; Rolando Yepes estaba también ahí. Se habían visto muchas veces porque el muchacho iba a pedir noticias de Marta a don Elías, y Carlos María lo invitaba al comedor y le ofrecía una copa y el sofá. En esas ocasiones hablaban como amigos, nombrando poco a Marta, prefiriendo el fútbol y la guerra. Rolando era anglófilo y de San Lorenzo, así que había pie para discusiones largas y argumentos. Se habían hecho buenos camaradas, Carlos María sospechaba la influencia de Rolando sobre su manera de pensar, la gran ventaja de los dos años que le llevaba. Pero Rolando no aprovechaba de ella, admitía las peores opiniones de su amigo, a veces el diálogo terminaba en un golpearse los hombros y una risa llena de confianza, casi de alegría.
Le molestó verlo en la estación, prueba palpable de que Marta le escribía. Su vuelta era casi inesperada, mamá Hilaire la decidió en un par de días. Y Rolando estaba allí, dándole fuertemente la mano a don Elías que era su confesado protector, acercándose a Carlos María para palmearle la espalda. Hubiera querido plantarlos, meterse en la confitería y olvidar. De una manera vaga recordaba que en las novelas se olvida yéndose a las confiterías y bebiendo. No veía claro lo que le tocaba olvidar; como si ahora le molestara la vuelta de Marta, no tanto ver ahí a Rolando sino la llegada de ella. Si Marta hubiera venido y solamente él estuviera en la estación esperándola… Pero ni siquiera eso. Y Rolando le hablaba del triunfo de San Lorenzo en Lima, cuatro a uno y qué paseo, viejo, qué paseo padre.
A la edad de Carlos María los recuerdos se ponen ya a manchar el presente y malograrlo. El ritual de fin de año fue idéntico al anterior, de manera que él anduvo por los exámenes, los panes dulces y las corbatas nuevas como por habitaciones de toda la vida, encontrando a ciegas las llaves, evitando con un fino esguince la punta de la mesa y el borde de las sillas. Todo se repetía como en una copia de papel carbónico, primero aprobar los exámenes, después Nochebuena, después ir a sacar los pasajes, después Año Nuevo —y don Elías baleando la noche con su pistola Mannlicher—, después la estancia por todo el verano. En ese esquema riguroso y eficaz, Marta era un poco el fino pliegue que altera la copia. Estaba distinta, con una belleza intocable que encendía en Carlos María una necesidad de pura contemplación secreta. A veces se sorprendía pensando: “Ya tiene diecisiete años”, la miraba girar sobre sí misma con un rápido gesto de fuga o alegría. Multitud de gestos nuevos se inventaban diariamente en ella, maneras de inclinar la cabeza, mohínes o sonrisas. Su cuerpo se llenaba de significaciones ajenas a la Marta de entonces, pero que luego adherían a ella y eran ella, para siempre. Como su voz, ahora más grave y contenida, y su vocabulario, donde las malas palabras se reducían a escasos instantes de abandono y recaída.
Mamá Hilaire no necesitaba montar la guardia, porque Marta rehuía en su primo todo lo que no fuese —aun en remotas implicaciones— fraternal. Apenas vuelta de Córdoba, se había negado a besarlo por las noches, antes de ir a dormir. Le cambió el beso por un apretón de manos, a lo camarada, y a él no le molestó. Besarla era ahora una tarea difícil, que se guardaba para los cumpleaños, la Nochebuena, los triunfos académicos. Cuando a él lo ganaba una sorda oposición a la cercanía de Marta y Rolando Yepes, hubiera querido tener la osadía de acorralar a Marta en un momento de soledad, besarla dura y largamente para imprimir en ella una constancia de dominio. Lo pensaba tan morosa y satisfactoriamente que se eximía de realizarlo, pero le quedaba una necesidad de pelearse, de discutirle cualquier cosa. Las rabias estallaban en la mesa, en la sala de estudio, por pavadas. Marta contestaba con sorprendida dignidad, después se dejaba ir y volvían al cambio de insultos, a la rápida esgrima lacerante. “Son como gatos”, decía mamá Hilaire desconsolada, “gatos peleándose”. Carlos María pensaba en los horrendos alaridos nocturnos en los techos. Pero también sabía que esos gatos no se peleaban bajo la luna llena, que gritaban y gemían pero que eso no era una pelea.
Volvió hecho un hombre de la estancia. “Diecisiete años, y le darían veinte”, afirmó don Elías ante mamá Hilaire un poco miedosa. “Hasta domó potros, y casi se rompe el alma en un día de carreras.” Mamá Hilaire resumía su alelamiento en la palabra de los grandes momentos: “¡Jesús!”. Rolando lo saludó con un abrazo y un: “¡Qué alegría, hermanito!”. Pero Marta estuvo recelosa y distante, aun mientras lo besaba riendo y en puntas de pie, quejándose de que la lastimaba al abrazarla.
Le quedaban dos semanas antes de empezar tercer año. Los primeros días fueron las anécdotas, los rollos de Kodak, telefonear a los muchachos y salir con ellos a interminables caminatas llenas de compulsas, silencios, esbozos de confesiones. Después sintió la necesidad de quedarse en casa, atento a los ruidos y los olores de casa, donde Marta y Rolando eran los amos y él se sentía indeciblemente desplazado, perdedor en Marta y en mamá Hilaire, y hasta en Rolando. Tuvo que reconocerlo: hasta en Rolando. La camaradería de antes, cuando la enfermedad y la ausencia de Marta, se sustituía ahora por rápidos diálogos de pasaje; Rolando se iba enseguida tras de Marta, a discutir cuadros y libros, tirándose teorías y largas profesiones de fe por la cabeza.
A su edad nadie se observa con demasiado rigor, y Carlos María sólo estaba seguro de un cosquilleo incómodo cada vez que encontraba a Marta con Rolando. Sin darse clara cuenta se admitía pequeñas deslealtades, tirarse a leer en el salón donde los camaradas estudiaban, interrumpirlos con preguntas a cada rato, juegos con el perro o intercambio de cigarrillos. Le molestaba en Rolando ese tono apagado que le advertía en la voz cuando se quedaba cerca de Marta hablándole confidencialmente. Ella lo escuchaba atenta, a veces admirativa, pero no era su actitud sumisa la que alertaba a Carlos María, más bien la entrega progresiva de Rolando, la pérdida de su ágil dominio del comienzo, su actitud mano a mano e independiente; su belleza segura de muchacho. En esa transformación adivinó Carlos María el acercamiento de Rolando a Marta, y ya no pudo negarse los celos, negarse a los celos que lo incitaban desde proyectos sin mañana, desde ansiosas compensaciones solitarias que lo extenuaban sin contentarlo.
Cuando en ausencia de Rolando buscaba la compañía de Marta, prometiéndose vagamente combatir los prestigios del condiscípulo, una distancia insalvable lo limitaba al diálogo de antes, a las brusquedades que a su vez Marta parecía provocar. Alguna vez se preguntó si a su prima la inquietaba su cercanía, y tuvo una dura alegría vencedora; después se dijo que tal vez Marta tuviera fastidio, hasta repugnancia. Una tarde se animó a hacerle una broma directa, mezclada con una mano que le rozó los senos; ella se le tiró encima dándole bofetones y puntapiés, en medio de un gran silencio. Estaba tan roja que él la creyó furiosa, y ya en el error confundió los livianos zarpazos y se apartó riendo, sin deseos de recomenzar, mientras Marta le daba la espalda, temblando un poco, maldiciendo en voz baja con lo mejor del lenguaje de antes. Esa tarde estuvo tiernísima con Rolando, le dio bombones en la boca, hizo de él tales elogios que mamá Hilaire terminó reprendiéndola. Los celos estallaron en Carlos María con una fuerza que primero lo arrojó a su cuarto, en una crisis de patadas a las geografías y los taburetes, y luego lo hizo ambular taciturno por los rincones oscuros de la casa. Aquello duró dos días, y en la tarde del tercero acabó metiéndose en el vacío estudio de su padre, ya harto de no hacer nada, errando de sillón en sillón, de cosa en cosa, hasta abrir sin pensarlo el viejo escritorio de cortina que ya nadie usaba.
La carta estaba en uno de los cajones chicos, mezclada con recibos del campo, olor a palo santo, un discurso de José Manuel Estrada y un número de Caras y Caretas donde había un poema de Fernández Moreno dedicado al aviador Saint-Romain. Al principio fue fácil leer, una letra clara como en los tiempos de la caligrafía, pero a la vuelta se mezclaba con parches amarillos, hongos incorpóreos que tapaban palabras enteras. La letra era de don Elías, el destinatario (¿la habría recibido, devuelto luego, o era un borrador, un arrepentimiento?) no alcanzaba a mostrarse con claridad.
Estimada señorita:
No me molesta el tono de su carta; lo encuentro muy propio de quien se cree en el deber de velar por la moralidad pública y privada. Ahora bien, sepa usted que en mi casa se sin limitación a los parientes y amigos, en cuanto no pretendan convertirse en censores como acaba usted de hacerlo en una forma que yo ni mi esposa estamos dispuestos a permitir. Lamento que haya llegado al extremo de hacer a mi esposa, quien sabe mejor deberes de mujer y de cristiana. Si esa criatura está mi hogar, es porque tanto como yo hemos procedido de acuerdo con nuestra conciencia. Bien sé que para mi esposa ha sido mucho más penoso que para mí (aunque nadie más que yo conoce mis sufrimientos y mi mortificación en este asunto; hasta diría mi arrepentimiento). Por eso me ofende su repentina en algo que es del exclusivo resorte nuestro, y lamento profundamente que una infundada confianza en usted me haya llevado a confiarle una cuestión …creto de familia. He dado a leer su carta a mi esposa, quien está de acuerdo esto que le escribo. Si Marta es Hilaire, a nadie más que a mí incumbe cumplir con los deberes que de ahí derivan; mi esposa sabe y sabrá ayudarme, porque en ella, como en las santas, la caridad se ha sobrepuesto a los prejuicios. Aplíquese de esto lo que crea conveniente, y proce… mande su religión y su inteligencia,
Elías Hilaire
La primera noche no fue nada, durmió duramente hasta muy tarde y sin sueños. Ya al despertar, cuando vacilaba entre levantarse a hacer gimnasia o seguir remoloneando un rato, una angustia incontenible le puso las patas sobre el estómago, una sed y un ahogo lo hicieron saltar de la cama. En otro tiempo había sentido lo mismo cuando reflexionaba —siempre así, un segundo antes de levantarse— que no le alcanzaría el promedio para eximirse de alguna materia, o que mamá Hilaire podía morir. Se dejó estar en la ducha fría, negándose al momento en que enfrentaría a Marta y los tazones de café con leche. Pero después estuvo sereno, le hizo bromas sobre su cara de dormida, el batón azul y el pelo revuelto. Ganaba tiempo para mirarla, encontrar los ojos de Marta que ahora, irrevocablemente, eran los ojos Hilaire de la infancia. No le dolía que fuese su hermana, ni que el secreto explicara mejor las separaciones atentas, los incesantes alertas de mamá Hilaire. Era otra cosa, un sordo sentimiento sin palabras donde don Elías y mamá Hilaire pasaban como enormes arañas obstinadas en un deber monstruoso y mantenido, capaz de cegar el porvenir para que el pasado se conservara respetable e intocado. Mamá Hilaire había sido la peor, la encarnación de la santidad más abominable; protegiendo la falta de don Elías, cubriendo con un ala de gallina perdonadora a la criatura confesada por ese hombre sin fuerzas para evitar su venida, débil para mantenerla lejos e ignorada. Marta Hilaire, su hermana. Con una ya innegable fraternidad en la manera de mirar, el corte del mentón. Su hermana, y él estaba enamorado de ella, ardido de celos por ella, ciego frente a Rolando que repentinamente y como un semidiós —los que se aprendían en primer año, que se transformaban y eran de todo, siempre más fuertes y más hermosos—, repentinamente como un semidiós se ponía a la cabeza de la carrera, alcanzaba a Marta porque tenía derecho, podía ganarla, no era su hermano aunque la quisiera y la mereciera menos.
La tarde anterior, antes de encontrar la carta —ahora la llevaba en la billetera como un segundo corazón seco y convulso—, su cólera hacia Marta y Rolando había virado a una necesidad de lucha. No podía expulsar a Rolando, tampoco quería expulsarlo. Imposible pegarle, su culpa no era de ese orden, todo lo punitivo debía ceder a una máquina de victoria que no le diera color de venganza. Nada le habían hecho, hubiera podido tener en Rolando a su mejor amigo, sólo que—. Y menos aún Marta, ella todavía menos. Entonces había planeado aprovechar su prestigio de retorno, su herencia de pasado; crear en Marta la vuelta al jardín, al sauce, a Buffalo Bill; sin eso precisamente, pero de alguna manera otra vez eso, el jardín y el sauce. Para dejar fuera a Rolando, imponerle su condición insuperable de intruso y extranjero.
Entonces había visto lúcidamente —aunque sin proponérselo, como un conocimiento inexpresable pero evidente— que sólo podría ganar a Marta desde lo personal, con el mismo juego que veía urdir a Rolando. No que le molestara, no exactamente que le molestara; guardaba desde mucho antes una ansiedad de apretarla contra sí y sentir su pelo y su nuca; aunque quién sabe si eso era el amor, se negaba a definir una atracción donde no había propósitos definidos —como tal vez con Yaya, tanto tiempo antes, o en algunos sueños que lo desazonaban por inciertos. Y todo se volvía ahora retroceso y renuncia, ceñirse a estar cerca de Marta y continuar en amigo, en compañero de tanto vivir y pelearse y ser felices. Ya no el amor, ya no apretarla contra sí y sentir su pelo y su protesta. Dejarla ir con Rolando y su camino. Volver al orgullo de los catorce años, antes que Rolando viniera a la casa, cuando Marta era una molestia en su orgullo masculino, incomodidad en cada cena, cada viaje, cada cine. Darse a la vez cuenta —al rato, cuando el soliloquio parecía haberse agotado, satisfactorio— que no podía ser, que la idea de Rolando con Marta era como nunca esa avispa rabiosa en su puño; y él una necesidad de espada fría metiéndose entre ambos como en las leyendas de la Tabla Redonda; guardián de su hermana, entonces, aun si no era precisamente eso, si algo como una mentira lo arrastraba quemándole las siestas y las noches, denunciando esa tutoría resignada; algo como un impulso hacia otra cosa, un correr de caballo incendiado.
Organizó su renunciamiento con minucia de relojero. Ahora creía curarse aislándose poco a poco, cediendo en el recuerdo de su hermana a la presencia, siempre más constante y visible de Rolando. Se prometía hacerlos felices, develar el secreto un día en que mamá Hilaire y don Elías hubieran muerto, extraer la carta amarilla de su billetera en alguna noche de aniversario, mostrarla a los esposos a la hora de los brindis, con la palidez adecuada y más tarde las lágrimas, los brindis, la emoción de Marta ante la revelación de la fraternidad, el abrazo de Rolando definitivamente camarada. Construía sus sueños con prolongado detalle, dejando irse las horas de la siesta boca arriba. Un rato después hervía de rabia, exasperado por haberse dejado arrastrar a una filantropía repugnante. La inconsistencia de tanto fantaseo lo volvió tornadizo y malhumorado, ya mamá Hilaire se quejaba en alta voz y atribuía a las vacaciones en la estancia esa brusca hosquedad de Carlos María. Él le replicó ásperamente una o dos veces, hasta que don Elías lo trató de mocoso delante de Rolando. Se levantó pálido, a punto de gritar la verdad como tirándole una escupida. Rolando lo miraba apenado, invitándolo a callar, entonces todo se resumió dulcemente en una necesidad inevitable de llanto, en un irse a su cuarto sin mirar a nadie y ceder horas enteras a una amargura deliciosa llena de mimos y frases superiores.
Después de eso se puso sigiloso y astuto. Entraba sin negárselo en un retorno a los celos, y advertía complacido que para apartar a Rolando de Marta no le quedaba más que mostrarse inteligente, acumular pretextos, interrupciones, amabilidades llenas de encanto, introducirse en el diálogo, ser tres con ellos, salir a su lado, leerles los libros y compartir los bombones. Consiguió convencer a Rolando para ir un domingo a la cancha de Racing, otro día telefoneó a Marta desde el centro proponiéndole una comedia en sección vermouth; como ella hablaba de que Rolando iría a estudiar, le previno que la obra saldría de cartel al otro día; Marta se dejó llevar.
Cuando salían los tres, ella se sentaba entre ambos en los cines y los bares, el hábito los llenaba de sobreentendidos e intimidades. En la casa, Rolando era ya el festejante que va a cenar dos veces por semana y adquiere crecientes privilegios. Le llevaba cigarros a don Elías y la revista Home and Garden a mamá Hilaire. Aparte de Picasso, coincidían con él en todo, y hasta el padre de Rolando se había dado una vuelta exploratoria y cambiado saludos con los Hilaire en ocasión del primero de año.
Alguna vez, cuando se quedaban solos y Marta mordía el lápiz antes de empezar un croquis, Carlos María recelaba que ella estuviera sobre aviso, que sospechara. Llegó a tener miedo de esos momentos, tal vez porque Marta no se recataba ante él, se tendía de pronto en un canapé con las piernas demasiado descubiertas, la cabeza echada atrás hasta dejar ver los senos naciendo desde el escote como helados con su fruta de adorno. Entonces él sentía el horror del ridículo, quedándose ahí sin hacer nada cuando Marta parecía esperar por lo menos una palabra, aunque fuera como otras veces para replicar y enderezarse llena de extraña cólera turbia. A toda sospecha de deseo, Carlos María replicaba con el imperativo del deber. La fraternidad era el cristal de acuario que separa la sirena del contemplador, le da un sentimiento de seguridad previo y como fundamental, que ahoga en su nacimiento toda concupiscencia. Pero Marta estaba ahí, tocándolo, y él pensó alguna vez si no lo ponía a prueba, urdiendo a su turno una telaraña invisible donde acabaría por pegarse, muñeco desesperado. Recordaba los juegos de infancia, la separación al borde del cañaveral de la fuente, sancionadas ya las reglas de la guerra; la doble organización de las emboscadas, las traiciones, los lazos. En la tranquilidad del taller de Marta, tirados en los sillones y hablando de una exposición de Antonio Berni, eran quizá de nuevo los chicos salvajes y semidesnudos que se hostigaban callados entre las cañas, sudorosos bajo el sol de las tres, los grillos, las langostas. De nuevo los gatos, y un poco como si el ovillo para los zarpazos se llamara más y más Rolando Yepes.
A esa altura de las cosas, Carlos María estaba seguro de que si Marta no hubiera sido su hermana, él la habría disputado abiertamente a Rolando, hasta tirarlo de la casa como a una cáscara de naranja. No se le ocurrió pensar que pudo haberlo hecho antes de conocer la carta, que entonces se retenía en un sordo sentimiento de animosidad donde Rolando no parecía tener más relieve que Marta. Iba poco lejos en sus análisis, el alma ejercita esos botiquines llenos de colodio y gasas antes de que la sangre salga de las heridas como quejas entrecortadas, pedazos de verdad y mentira revueltas y bullentes. Y otra vez organizaba su situación moral (porque la llamaba así: situación moral) en base a las interdicciones de su secreto conocimiento. Imposible combatir ahora con las armas que Rolando estaba usando. Imposible quitarle a Marta con un beso más duro y una caricia más apoyada. Entonces quedaba la alternativa del renunciamiento total (al que volvía para alejarse enseguida, apenas escuchaba el diálogo naciendo en el taller o en el jardín), o el combate disimulado por la reconquista fraternal de una Marta silenciosa, distante, distinta.
Entraba en la sala del piano cuando vio a Rolando separarse de Marta con un gesto de serpiente que echa atrás el cuerpo. Las huellas del beso eran el aire sorprendido e incierto de Marta —de rodillas en el diván azul, de manera que Rolando había tenido que inclinarse apoyándole las manos en los hombros y besarla sin un abrazo, sin esa continuación, ese árbol del beso en los dedos y los brazos. No sería la primera vez, Carlos María lo pensó mientras entraba mirándolos oscuramente, pero la certidumbre del beso alteraba de pronto los valores como un puñetazo destruye las sensaciones habituales y ya inadvertidas, crea en su horrible instante un tumulto insoportable de dolores, olores, gustos, estrellas y náusea, una marea que irrumpe como un enjambre furioso contra un parabrisas. Miraba a Rolando sin intención de decir nada, ni siquiera de mirarlo, y Rolando se apartó hasta la mesa donde estaba su pipa exhalando un humo débil, lo miró a su vez con una ansiedad de recobrarse y no dar a la cosa una importancia inútil.
—De manera que no pierden el tiempo —dijo Carlos María—. No me parece bien que vos hagás esto. Si venís a casa, portate como un caballero.
—Lee demasiado a Duras —dijo Marta, tendida ahora en el diván y mirándolo burlona—. Eso de caballero es de una idiotez que sólo a vos…
—Se lo dije a él, callate la boca.
—¿Por qué te enojás, pibe? —intervino Rolando con toda calma—. No sos ciego, me parece, para ver que esto iba en serio desde hace mucho.
Y sin darle tiempo a la réplica, a una de las muchas que se confundían y pugnaban:
—Además no es cosa tuya, si vamos al caso. Ya voy a hablar con tu padre.
Carlos María estaba entre tirársele a pegarle o irse de la casa, vertiginosamente consultaba la doble salida, y los ojos de Rolando seguían amigables pero definidos en los suyos, como fuera del tiempo, en una detención instantánea donde nada se resolvía, donde la voluntad era inane y blanda, trapo mojado resbalándole por las piernas. Entonces sintió la mano de Marta en su brazo, la caricia menuda. Los dos lo miraban como a un chico, condescendientes y dándole su oportunidad de borrar el mal momento. Los ojos de Carlos María bajaron antes que los de Rolando; su mirada recorrió el cuerpo de Rolando, de arriba abajo como el chorro de la manguera contra la hiedra del paredón, resonando sordamente. No miraba a Marta, sentía su mano caliente sobre la camisa. Se dio vuelta y corrió.
Había dudado a último momento, pero llegó ante don Elías y le puso por delante la carta mientras se preguntaba qué relación podía haber entre su gesto y lo que acababa de pasar. Pero lo hizo como si algo le dijera que estaba bien, que convenía liquidar todo asunto pendiente antes de que empezara una nueva etapa; la destrucción de papeles y fotografías la víspera de una operación. Sufría poco, la angustia era más intensa que cualquier dolor, sentía necesidad de emprenderla contra algo; si ese algo hubiera sido Rolando, se habría tirado contra él. Pero no era, y tampoco Marta, tal vez ambos juntos, la entidad que abominaba en ellos desde el momento de su beso.
Don Elías miró la carta con minucia, chasqueó la lengua y dijo algo sobre la curiosidad mal encaminada.
—Nadie te dio permiso para que andés revolviendo mis papeles. ¿Dónde encontraste esto?
Al contestarle, pálido de rabia, Carlos María guardaba la actitud siempre teatral del que pide explicaciones un escalón más arriba del abrumado interlocutor, envuelto en la grandeza del acusador público. Pero don Elías lo empujó hasta un sillón cercano al suyo.
—¡Qué pavadas se te habrán metido en la cabeza!
—Marta es tu hija —acusó él, jadeando un poco, muerto de miedo y lástima.
—No seas papanatas, parece mentira que tengas la edad que tenés para venirme con esas comedias. ¿Cómo pensás que te hubiera dejado crecer en semejante error? Para qué, decime.
—La carta es de tu puño y letra.
—La carta dice que Marta es Hilaire, y eso sí que va a ser la única novedad para vos. Te lo hubiera hecho saber cuando cumplieras los dieciocho, pero ya que estás así… Es tu prima, zonzo, solamente que es hija de Luis Miguel.
—No es cierto —murmuró Carlos María, empezando a entender que era cierto—. Me estás engañando de nuevo.
—Te debería cruzar la cara de un revés —cortó don Elías sin demasiado enojo—. Ahí está tu madre cosiendo en el dormitorio; andá a decirle de mi parte que te abra los ojos. Te lo va a contar mejor que yo, andá y dejame trabajar en paz. No volvás hasta que te haya bajado la cresta.
Un botón aquí, los pespuntes… Sí, era la hija de Luis Miguel Hilaire y una muchacha muerta en el parto. La carta de don Elías (“alcanzame la caja de las agujas, no te quedés como alelado”) se dirigía a una parienta que dio en el clavo y se alzaba en nombre de los mandatos de la Iglesia. Fue fácil arreglar la cuestión del apellido, don Elías era influyente por entonces y había necesidad de cubrir a Luis Miguel, candidato a senador por Buenos Aires.
—Mi pobre hermana, Dios la tenga en su gloria, aceptó pasar por madre de Marta delante de la gente, y cuando se la llevó la gripe nosotros seguimos con la mentira piadosa, máxime que Rosales había aceptado que le pusieran el apellido, y el pobre se murió al poco tiempo… Te diré que todos los parientes cercanos conocen la verdad y han estado siempre de acuerdo; ya ves que al final Elías ni siquiera mandó esa carta. Y uno de estos días lo hubieran sabido ustedes… Íbamos dejando pasar, esas cosas son tan penosas.
Se enredaba en las explicaciones, mezclándolas con los hilos y los dobladillos, pero ya Carlos María no la escuchaba. Marta es Hilaire… Y de nuevo su prima; Hilaire, pero su prima. Con todos los derechos recobrados, su largo sacrificio inútil, otra vez solo y desnudo a la par de Rolando. Ahora (y fue saliendo del dormitorio con sigilosa lentitud) podía ganarle a Marta, besarla después de su beso. Decir que todas esas semanas había estado sacrificándose, repetía lo del sacrificio para convencerse. Porque Marta era Hilaire. La libertad lo anegaba al fin como un extravío, la pérdida de todo asidero; se aferró al pasamanos para asegurarse que estaba bajando. Oyó reír en la sala del piano, después un acorde, Rolando picando el principio de una rumba. La puerta estaba entornada, y él tenía derecho a abrirla de par en par, ir al encuentro de Rolando y Marta, decir simplemente: “Soy yo, vengo a quedarme”.
Recordó que no había pedido disculpas a don Elías; pero ya estaba echándose atrás cuando lo recordó.
Esto pasaba un lunes, y el martes por la tarde Marta vio entrar a Carlos María con un atado de cigarrillos de la marca que a ella le gustaban. No era todavía la hora de Rolando, de manera que él fue a tenderse en el sofá con las piernas estiradas, dueño del taller en donde Marta retocaba una naturaleza muerta con azules y amarillos. La noche anterior, cuando se reunieron a cenar (sin Rolando), Carlos María esperó que sus padres continuaran las revelaciones de la tarde para dejar aclarado el asunto ante Marta. Tal vez ellos aguardaban lo mismo de él, y la cena pasó sin que casi se hablara.
—Ese zapallo parece una pelota de rugby.
—Antes de dibujarlo pensé un rato en vos. Siempre fuiste mi musa, y no es necesario que me quemes la funda del sofá.
—Dejá de trabajar un rato —dijo Carlos María—. Me gustaría hablar con vos, te veo tan poco ahora.
—Porque no te hacés ver.
—A veces llego cuando no debo, ya sé.
Los dos habían esperado ese punto para acercarse a la discusión necesaria. Marta le aceptó un cigarrillo y se vino junto a él, se sentó en el borde del sofá. Oyeron a mamá Hilaire preguntando si no habían visto sus ovillos de lana. El taller estaba claro, con una claridad sin límites ni matices, una luz ubicua que Marta obtenía a esa hora en torno a su caballete.
Fumaba meditativa, sin mirarlo. Carlos María alzó la mano ociosa con el ademán antiguo, que amenazaba siempre despeinarla, y la vio responder exactamente con un gesto de portadora de ánfora, o del persa en los subterráneos de la Ópera. Se rieron.
—Ayer estuviste odioso, no te lo perdonaré nunca.
—Lo que hice fue perder el tiempo, tampoco me lo voy a perdonar nunca.
—Yo te creía mi amigo —dijo ella innecesariamente, como para llenar un blanco con una pincelada cualquiera. Pensaba en lo que había sentido al verlo entrar con el rostro contraído, Rolando echándose atrás como un látigo, el diálogo instantáneo sin satisfacción, y después Carlos María dándose la vuelta y corriendo hacia fuera, trepando la escalera sin mirarlos, tal vez mordiéndose una mano como cuando chico, los dientes y las lágrimas mezclados en la piel de la mano. De todo lo ocurrido recordaba más la fuga de Carlos María que la delicia apagada del beso; se preguntó si él creería que era el primer beso de Rolando, y que no la había hecho feliz. Lo oyó murmurar confusamente algo, la cara nublada por el humo y el gesto amargo. Hizo a su vez el ademán de peinarle el mechón que le caía sobre un ojo, y él la dejó sin moverse, entregado al roce liviano de los dedos.
—No sé, me pareció horrible ver que estabas enamorada de él.
—¿Por qué horrible, idiota? ¿Y qué comprobación es ésa… besarse?
—No sé, nunca lo había visto besándote. No porque vos estuvieras ahí, besándolo, sabés. Fue al ver que él te besaba, lo vi tan claro inclinándose sobre vos para besarte.
—Rolando me quiere, ya oíste que te lo decía y bien claro. Si uno quiere a alguien, alguna vez tiene que besarlo. Yo le contesté el beso porque un beso no debe malgastarse, sabés, y porque si se cierra los ojos…
Las manos duras de Carlos María se le clavaron en los hombros. Lo sintió temblar, un final del temblor agolpándose en sus dedos, vibrándole en la carne bajo la blusa. Se preguntó si él la inclinaría contra sí, oponiendo al gesto sometido de Rolando el tirón imperioso del que atrae y doblega; sintió aflojársele la cintura con una blanda aquiescencia, quedó apoyada apenas en los tendidos brazos de Carlos María, esperando que la doblara hacia él. Y cerró los ojos para verlo mejor, ahora que una mano se apoyaba en sus senos, estuvo ahí un instante y volvió al hombro, atrayéndola al fin violentamente. Le sintió el aliento, la humedad de los labios, la fuerza tremenda del beso. Trastornada, dándose todavía al abrazo, esperó sin respuesta la delicia del abandono, y ya algo en ella denunciaba el contacto queriendo hacerlo más insistente, arrastrar a Carlos María en la entrega; pero lo sentía distante, luchando tal vez por cercarla, incidir en la zona donde ella era por fin la cesión, luchando desesperado y vencido por un despojo que se quedaba en las manos, en los labios, en el calor horrible de dos caras que se han buscado y saben que eso de alguna manera no es el encuentro.
—Por qué… por qué… —El balbuceo de Marta llegó a Carlos María cuando lentamente se desgajaba del beso, ayudándola a incorporarse otra vez. Una sed fría y húmeda se le pegaba a las fauces, miraba a Marta de arriba abajo como previendo una explicación imposible, adelantándose a encontrar coartadas y disculpas. En aquel instante la había tenido por fin contra él, maravillado al darse cuenta de que era el vencedor, que Rolando estaba fuera y lejano y sin sentido, para inmediatamente ceder al asco de un beso sin delicia, de un beso más caliente y duro que los de antes pero otra vez y para siempre un beso de hermana, porque Marta era Hilaire, quería desmentir la revelación de don Elías y se empecinaba de golpe en creer que lo habían engañado, que ese contacto miserable le probaba la fraternidad más que cualquier carta o cualquier desmentido. Y algo espantoso —con la belleza detrás, llorando—, medir de golpe la dirección de sus celos, la larga falsedad de su renunciamiento, la inconsistencia de Marta antes y ahora, Marta Rosales, Marta Hilaire, nada más que Marta y él desesperadamente libre contra ella, más lejos y alto, trapo agitándose en un viento negro por encima de Marta que ahora se había puesto a llorar, oculto el rostro, dejando salirse unas lágrimas y un hipo entre los dedos apretados.
Tuvo coraje, antes de irse dejó unas líneas a don Elías:
No te echo la culpa de nada, alcanzo a darme cuenta de que hay tanta mentira en mí que me llevaría años desenredar la madeja en que estoy convertido por dentro. Creo que me hiciste un daño al criarme al lado de ella, después me parece que no, que eso ocurre en todas las familias y que no tienes la culpa de que yo esté loco. Todo el día he estado pensando que mamá y tú me engañaron de nuevo, que Marta es tu hija. Pero mira, papá, también esta acusación te la tiro para que no me dé en la cara, porque así me salvo a ratos de sospechar que es una defensa, una excusa, una conformidad moral. Vaya uno a saber la verdad, a lo mejor no era a ella a quien quería, mejor dejar todo como está y cortar de una vez las explicaciones. Acabo de vender mi máquina de escribir, casi todos los trajes y los libros. Al principio pensé en matarme (tú dirás por qué, me doy cuenta de que no te explico nada, pero es eso, yo mismo no entiendo, y esto también es mentira). Pensé en matarme, pero uno al final nunca se mata, todavía no sé qué voy a hacer. Junté quinientos pesos, me alcanza para irme; por favor no vayas a hacer averiguaciones. Te juro que me mato si tratan de ponerme la mano encima. Díselo a mamá, que será la más deseosa de encontrarme. Prométele de mi parte que seré feliz, que ya tendrán noticias mías. No les muestres esta carta ni a ella ni a Rolando. A Rolando dile que le dejo dos cajas de cigarrillos rubios de su marca y unos libros que le gustaban.
Más tarde tuvieron noticias indirectas. Alguien creyó haber visto a Carlos María en el puerto, andando con marineros. Don Elías fue con un comisario amigo y averiguaron en todas partes. Esa noche había salido un carguero noruego; el capitán contrató a un marinero y dos grumetes argentinos, uno de los grumetes se parecía a Carlos María Hilaire. Un estanciero de Córdoba les escribió al poco tiempo que había visto pasar un camión con chapa de Santiago del Estero manejado por un muchacho que le recordó a Carlos María. La primera postal tenía sello de Tarija y llegó tres meses después; la segunda era de Nueva Orleans, para fin de año. Siempre estaba bien. Siempre muy contento. Siempre muchos cariños.
Enero de 1948