Un mar de semidioses agrupados apresuradamente se abrió para dejar paso a Annabeth cuando atravesó el foro. Algunos parecían tensos, otros, nerviosos. Algunos estaban vendados después de su reciente batalla contra los monstruos, pero ninguno estaba armado. Ninguno atacó.
Familias enteras se habían reunido para ver a los recién llegados. Annabeth vio a parejas con bebés, niños aferrados a las piernas de sus padres, incluso algunos ancianos vestidos con una combinación de túnicas romanas y ropa moderna. ¿Eran semidioses? Annabeth sospechaba que sí, pero nunca había visto un lugar como ese. En el Campamento Mestizo, la mayoría de los semidioses eran adolescentes. Si sobrevivían el tiempo suficiente para acabar la secundaria, tenían dos opciones: quedarse en el campamento como asesores o partir e intentar vivir lo mejor posible en el mundo de los mortales. Allí, en cambio, había toda una comunidad multigeneracional.
Al fondo de la multitud, Annabeth vio a Tyson, el cíclope, y a la perra infernal de Percy, la Señora O’Leary, que habían formado parte del primer grupo de exploradores del Campamento Mestizo que había llegado al Campamento Júpiter. Parecían exultantes. Tyson saludaba con la mano y sonreía. Llevaba puesto un estandarte con las siglas SPQR como un babero gigantesco.
Annabeth reparó en lo bonita que era la ciudad: los aromas de las panaderías, las fuentes borboteantes, las flores abriéndose en los jardines. Y la arquitectura… ¡Dioses!, qué arquitectura: columnas de mármol dorado, deslumbrantes mosaicos, arcos monumentales y casas de campo adosadas.
Delante de ella, los semidioses cedieron el paso a una muchacha con una armadura romana y una capa morada. El cabello moreno le caía sobre los hombros. Sus ojos eran negros como la obsidiana.
Reyna.
Jason se la había descrito a la perfección. Y aunque no lo hubiera hecho, Annabeth la habría identificado como la líder. Tenía la armadura decorada con medallas. Y se movía con tal seguridad que los otros semidioses retrocedían y apartaban la mirada.
Annabeth advirtió otro rasgo en su cara, en la firmeza de su boca y la forma deliberada en que alzaba la barbilla, como si estuviera dispuesta a aceptar cualquier desafío. Reyna estaba forzando una expresión de coraje, al mismo tiempo que reprimía una mezcla de esperanza, preocupación y miedo que no podía mostrar en público.
Annabeth conocía esa expresión. La veía cada vez que se miraba al espejo.
Las dos chicas se observaron. Los amigos de Annabeth se desplegaron a cada lado de ella. Los romanos murmuraron el nombre de Jason, mirándolo asombrados.
Entonces otra persona apareció entre el gentío, y la mirada de Annabeth se concentró en ella.
Percy le sonrió; aquella sonrisa sarcàstica de pendenciero que la había fastidiado durante años, pero que había acabado resultandole entrañable. Sus ojos verde mar eran tan bonitos como los recordaba. Llevaba el cabello moreno peinado hacia un lado, como si viniera de dar un paseo por la playa. Estaba todavía más guapo que hacía seis meses: más moreno y más alto, más esbelto y más musculoso.
Annabeth se quedó tan pasmada que fue incapaz de moverse. Tenía la sensación de que si se acercaba a él, todas las moléculas de su cuerpo podrían entrar en combustión. Había estado colada en secreto por Percy desde que tenían doce años. El verano anterior se había enamorado locamente de él. Habían sido una pareja feliz durante cuatro meses… y luego él había desaparecido.
Durante su separación, las emociones de Annabeth habían experimentado un cambio. Se habían vuelto de una intensidad dolorosa, como si se hubiera visto obligada a dejar una medicina capaz de salvarle la vida. En ese momento no sabía qué era más insoportable: si vivir con aquella horrible ausencia o volver a estar con él.
La pretora Reyna se enderezó. Con visible reticencia, se volvió hacia Jason.
—Jason Grace, mi antiguo compañero… —Pronunció la palabra «compañero» como si fuera peligrosa—. Bienvenido a tu hogar. Con tus amigos…
No era lo que Annabeth pretendía, pero se abalanzó hacia delante. Percy corrió hacia ella al mismo tiempo. La multitud se puso tensa. Algunos alargaron las manos para coger unas espadas que no llevaban encima.
Percy la rodeó con los brazos. Se besaron y, por un momento, no importó nada más. Un asteroide podría haber chocado contra la Tierra y haber exterminado toda forma de vida, y a Annabeth le habría dado igual.
Percy olía a aire de mar. Sus labios estaban salados.
«Cerebro de alga», pensó, aturdida.
Percy se apartó y escrutó su rostro.
—Dioses, nunca pensé que…
Annabeth le agarró la muñeca y lo lanzó por encima de su hombro. Percy se estrelló contra la calzada de piedra. Los romanos chillaron. Algunos avanzaron a toda prisa, pero Reyna gritó:
—¡Alto! ¡Retiraos!
Annabeth colocó la rodilla sobre el pecho de Percy. Le presionó la garganta con el antebrazo. Le daba igual lo que pensaran los romanos. Un nudo de ira abrasador estalló en su pecho: un tumor de preocupación y amargura con el que había estado cargando desde el otoño anterior.
—Como me vuelvas a dejar —dijo, notando un picor en los ojos—, juro por todos los dioses…
Percy tuvo el valor de reírse. De repente, el nudo de acaloradas emociones se derritió en el interior de Annabeth.
—Me doy por avisado —dijo Percy—. Yo también te he echado de menos.
Annabeth se puso en pie y le ayudó a levantarse. Anhelaba desesperadamente volver a besarlo, pero logró contenerse.
Jason se aclaró la garganta.
—Bueno… Me alegro de haber vuelto.
Presentó a Reyna a Piper, quien estaba un poco disgustada porque no había tenido ocasión de pronunciar las frases que había estado ensayando, y luego a Leo, quien sonrió e hizo el símbolo de la paz.
—Y esta es Annabeth —dijo Jason—. Normalmente no va por ahí haciendo llaves de yudo.
A Reyna le brillaban los ojos.
—¿Seguro que no eres romana, Annabeth? ¿O amazona?
Annabeth no sabía si eso era un cumplido, pero le tendió la mano.
—Solo ataco de esa forma a mi novio —prometió—. Encantada de conocerte.
Reyna le estrechó con firmeza la mano.
—Parece que tenemos mucho de que hablar. ¡Centuriones!
Unos cuantos campistas romanos avanzaron a toda prisa: aparentemente, los oficiales de mayor rango. Dos chicos aparecieron al lado de Percy, eran los mismos que Annabeth había visto antes andando amigablemente con él. El joven asiático robusto con el corte de pelo militar debía de tener unos quince años. Tenía el atractivo de un oso panda cariñoso y grandote. La chica era más pequeña, de unos trece años, con los ojos ambarinos, la piel color chocolate y el cabello largo y rizado. Llevaba su yelmo de la caballería debajo del brazo.
Annabeth advirtió por su lenguaje corporal que se sentían unidos a Percy. Permanecían a su lado en actitud protectora, como si hubieran compartido muchas aventuras. Reprimió un acceso de celos. ¿Era posible que aquella chica…? No. La química que había entre los tres no era de ese tipo. Annabeth se había pasado toda la vida aprendiendo a interpretar a las personas. Era una técnica de supervivencia. Si hubiera tenido que adivinarlo, habría dicho que el grandullón asiático era el novio de la chica, pero sospechaba que no llevaban juntos mucho tiempo.
Había una cosa que no entendía: ¿qué miraba tan fijamente la chica? No paraba de fruncir el entrecejo en dirección a Leo y a Piper, como si reconociera a uno de ellos y el recuerdo le resultara doloroso.
Mientras tanto, Reyna estaba dando órdenes a sus oficiales.
—… decidle a la legión que se retire. Dakota, avisa a los espíritus de la cocina. Diles que preparen un banquete de bienvenida. Y tú, Octavio…
—¿Vas a dejar entrar a estos intrusos en el campamento? —Un chico alto con el cabello rubio lacio avanzó a codazos—. Reyna, los riesgos de seguridad…
—No vamos a llevarlos al campamento, Octavio. —Reyna le lanzó una mirada severa—. Comeremos aquí, en el foro.
—Oh, mucho mejor —masculló Octavio.
Parecía el único que no trataba a Reyna como su superiora, a pesar de que era flaco y pálido y de que por algún motivo llevaba colgados tres osos de peluche del cinturón.
—Quieres que nos relajemos a la sombra de su buque.
—Son nuestros invitados. —Reyna separó claramente cada palabra—. Les daremos la bienvenida y hablaremos con ellos. Como augur del campamento, deberías ofrecer un sacrificio para dar las gracias a los dioses por traer a Jason sano y salvo.
—Buena idea —intervino Percy—. Ve a quemar tus ositos, Octavio.
Pareció que Reyna hacía un esfuerzo por no sonreír.
—Ya conocéis mis órdenes. Idos.
Los oficiales se dispersaron. Octavio lanzó a Percy una mirada de profundo odio. A continuación, echó un vistazo con reservas a Annabeth y se marchó con paso airado.
Percy cogió la mano de Annabeth.
—No te preocupes por Octavio —dijo—. La mayoría de los romanos son buena gente, como Frank, Hazel y Reyna. No nos pasará nada.
Annabeth se sintió como si alguien le hubiera colocado un paño húmedo sobre el cuello. Volvió a oír aquella risa susurrante, como si la presencia la hubiera seguido desde el barco.
Alzó la vista al Argo II. Su enorme casco de bronce brillaba al sol. Una parte de ella deseaba secuestrar a Percy en el acto, subir a bordo y largarse mientras todavía estuvieran a tiempo.
Seguía teniendo la sensación de que algo iba terriblemente mal. Pero no pensaba arriesgarse a volver a perder a Percy bajo ningún concepto.
—No nos pasará nada —repitió, tratando de creérselo.
—Estupendo —dijo Reyna. Se volvió hacia Jason, y a Annabeth le pareció que sus ojos tenían un brillo ávido—. Hablemos y reunámonos como es debido.