Annabeth deseó tener apetito porque los romanos sabían cómo alimentarse.
Divanes y mesas bajas fueron trasladados al foro hasta que pareció una sala de muestras de muebles. Los romanos permanecían recostados en grupos de diez o veinte, hablando y riéndose mientras unos espíritus del viento —aurae— se arremolinaban en lo alto, llevando un interminable surtido de pizzas, sándwiches, patatas fritas, bebidas frías y galletas recién horneadas. Entre la multitud deambulaban unos fantasmas morados —lares— vestidos con togas y armaduras de legionario. En las inmediaciones del banquete, unos sátiros (no, faunos, pensó Annabeth) trotaban de mesa en mesa, mendigando comida y dinero suelto. En los campos cercanos, el elefante de combate retozaba con la Señora O’Leary, y unos niños jugaban al pilla pilla alrededor de las estatuas de Término que bordeaban el perímetro urbano.
Toda la escena resultaba tan familiar y al mismo tiempo tan extraña que a Annabeth le producía vértigo.
Lo único que quería era estar con Percy… preferiblemente a solas. Sabía que tendría que esperar. Si querían que su misión tuviera éxito, necesitaban a esos romanos, lo que significaba que tenían que llegar a conocerlos y establecer buenas relaciones.
Reyna y varios de sus oficiales (incluido Octavio, el chico rubio, que acababa de volver de quemar un oso de peluche para los dioses) estaban sentados con Annabeth y su tripulación. Percy los acompañaba junto con sus dos nuevos amigos, Frank y Hazel.
Mientras un tornado de platos de comida se posaba sobre la mesa, Percy se inclinó y susurró:
—Quiero enseñarte la Nueva Roma. Solos tú y yo. Este sitio es increíble.
Annabeth debería haberse emocionado. «Solos tú y yo» era exactamente como ella deseaba estar. Sin embargo, una oleada de rencor le subió por la garganta. ¿Cómo podía Percy hablar con tanto entusiasmo de ese sitio? ¿Y el Campamento Mestizo: su campamento, su hogar?
Procuró no mirar las nuevas marcas del antebrazo de Percy: un tatuaje con las siglas SPQR como el de Jason. En el Campamento Mestizo, a los semidioses les daban collares para conmemorar los años de instrucción. Allí los romanos te tatuaban a fuego la piel, como si pensaran: «Nos perteneces. Para siempre».
Reprimió unos comentarios mordaces.
—Vale.
—He estado pensando —dijo él nerviosamente—. Se me ha ocurrido una idea…
Se interrumpió cuando Reyna brindó por la amistad.
Después de las presentaciones, los romanos y la tripulación de Annabeth empezaron a intercambiar historias. Jason explicó que había llegado al Campamento Mestizo sin memoria y que había participado en una misión con Piper y Leo para rescatar a la diosa Hera (o Juno, como prefieras; era igual de cargante en la versión griega que en la romana) de la Casa del Lobo, en el norte de California, donde estaba encarcelada.
—¡Imposible! —intervino Octavio—. Es nuestro lugar más sagrado. Si los gigantes hubieran encerrado a una diosa allí…
—La habrían destruido —dijo Piper—. Y habrían echado la culpa a los griegos y habrían iniciado una guerra entre los campamentos. Venga, cállate y deja que Jason termine.
Octavio abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. A Annabeth le encantaba la embrujahabla de Piper. Advirtió que Reyna desplazaba la vista de Jason a Piper una y otra vez y que fruncía el entrecejo, como si estuviera empezando a darse cuenta de que los dos eran pareja.
—Bueno —continuó Jason—, así es como averiguamos lo de la diosa Gaia. Todavía está medio dormida, pero está liberando a los monstruos del Tártaro y despertando a los gigantes. Porfirio, el líder contra el que luchamos en la Casa del Lobo, dijo que se retiraba a las tierras antiguas: la mismísima Grecia. Tiene pensado despertar a Gaia y destruir a los dioses… ¿cómo dijo? «Arrancando sus raíces.»
Percy asintió con la cabeza, pensativamente.
—Gaia también ha hecho de las suyas aquí. Nosotros tuvimos nuestro particular encuentro con la reina Cara de Tierra.
Percy relató su parte de la historia. Explicó que se había despertado en la Casa del Lobo sin más recuerdo que un nombre: Annabeth.
Cuando Annabeth lo oyó, tuvo que hacer esfuerzos para no llorar. Percy les contó que había viajado a Alaska con Frank y Hazel; que habían vencido al gigante Alcioneo, habían liberado al dios de la muerte Tánatos y habían regresado con el estandarte perdido del águila dorada del campamento para hacer frente al ataque del ejército de los gigantes.
Cuando Percy hubo terminado, Jason silbó, admirado.
—No me extraña que te hayan hecho pretor.
Octavio resopló.
—¡Eso significa que ahora tenemos tres pretores! ¡Las normas estipulan claramente que solo podemos tener dos!
—Mirando el lado positivo, Jason y yo tenemos un rango superior al tuyo, Octavio —dijo Percy—. Así que los dos podemos decirte que te calles.
Octavio se puso tan morado como una camiseta romana. Jason chocó el puño con Percy.
Hasta Reyna logró sonreír, pese a tener una mirada turbulenta.
—Tendremos que resolver el problema de los pretores más tarde —dijo—. Ahora mismo tenemos asuntos más serios que tratar.
—Yo renuncio a favor de Jason —dijo Percy sin problemas—. No tiene importancia.
—¿Que no tiene importancia? —dijo Octavio con voz ahogada—. ¿Una pretoría de Roma no tiene importancia?
Percy no le hizo caso y se volvió hacia Jason.
—Así que eres el hermano de Thalia Grace. Vaya. No os parecéis en nada.
—Sí, ya me he dado cuenta —dijo Jason—. De todas formas, gracias por ayudar a mi campamento mientras estaba fuera. Lo has hecho estupendamente.
—Lo mismo digo —contestó Percy.
Annabeth le dio una patada en la espinilla. Detestaba interrumpir el incipiente vínculo que se estaba formando entre los dos chicos, pero Reyna estaba en lo cierto: tenían cosas serias que discutir.
—Deberíamos hablar de la Gran Profecía. Parece que los romanos también la conocéis.
Reyna asintió con la cabeza.
—Nosotros la llamamos la Profecía de los Siete. Octavio, ¿te la sabes de memoria?
—Por supuesto —dijo él—. Pero Reyna…
—Recítala, por favor. En nuestro idioma, no en latín.
Octavio suspiró.
—«Siete mestizos responderán a la llamada. Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer…»
—«Un juramento que mantener con un último aliento —continuó Annabeth—. Y los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte.»
Todo el mundo se la quedó mirando menos Leo, quien había fabricado un molinete con los envoltorios de papel de aluminio de los tacos y lo estaba colocando entre los espíritus del viento que pasaban.
Annabeth no estaba segura de por qué había soltado los versos de la profecía. Simplemente se había visto en la obligación de hacerlo.
El chico corpulento, Frank, se inclinó hacia delante, mirándola fascinado, como si a Annabeth le hubiera salido un tercer ojo.
—¿Es cierto que eres hija de Min… digo, de Atenea?
—Sí —respondió ella, poniéndose de repente a la defensiva—. ¿Por qué te sorprende tanto?
Octavio se burló.
—Si realmente eres hija de la diosa de la sabiduría…
—Basta —le espetó Reyna—. Annabeth no miente. Ha venido en son de paz. Además… —Lanzó a regañadientes una mirada de respeto a Annabeth—, Percy ha hablado muy bien de ti.
Annabeth tardó un momento en descifrar los matices de la voz de Reyna. Percy bajó la vista, repentinamente interesado en su hamburguesa con queso.
Annabeth notó que la cara se le encendía. Oh, dioses… Reyna le había tirado los tejos a Percy. Eso explicaba el deje de amargura, incluso de envidia, de sus palabras. Él la había rechazado por Annabeth.
En ese momento, Annabeth disculpó a su ridículo novio todas las cosas que había hecho mal. Quería abrazarlo, pero se obligó a mantener la compostura.
—Gracias —le dijo a Reyna—. Por lo menos, una parte de la profecía se está aclarando. «Los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte…» hace referencia a griegos y romanos. Tenemos que unir fuerzas para encontrar esas puertas.
Hazel, la chica con el yelmo de la caballería y el cabello largo y rizado, cogió algo situado junto a su plato. Parecía un gran rubí, pero antes de que Annabeth pudiera asegurarse, Hazel se lo guardó en el bolsillo de su camisa tejana.
—Mi hermano, Nico, ha ido a buscar las puertas —dijo.
—Un momento —intervino Annabeth—. ¿Nico di Angelo? ¿Es tu hermano?
Hazel asintió, como si fuera algo evidente. Una docena de preguntas más asaltaron a Annabeth, pero la cabeza le estaba dando vueltas como el molinete de Leo. Decidió dejar correr el asunto por el momento.
—Está bien. ¿Qué decías?
—Ha desaparecido. —Hazel se humedeció los labios—. Me temo… no estoy segura, pero creo que le ha pasado algo.
—Lo buscaremos —le prometió Percy—. De todas formas, tenemos que encontrar las Puertas de la Muerte. Tánatos nos dijo que encontraríamos las respuestas en Roma… la Roma original, quiero decir. Está camino de Grecia, ¿no?
—¿Tánatos os dijo eso? —Annabeth trató de asimilar la idea—. ¿El dios de la muerte?
Ella había conocido a muchos dioses, incluso había estado en el inframundo, pero la historia de Percy sobre la liberación de la encarnación de la muerte le había provocado escalofríos.
Percy mordió su hamburguesa.
—Ahora que la Muerte está libre, los monstruos se desintegrarán y regresarán al Tártaro como antes. Pero mientras las Puertas de la Muerte estén abiertas, seguirán volviendo.
Piper retorció la pluma que llevaba en el pelo.
—Como agua filtrándose por un dique —apuntó.
—Sí. —Percy sonrió—. Tenemos un agujero en el dique.
—¿Qué? —preguntó Piper.
—Nada —dijo él—. Lo importante es que tenemos que encontrar las puertas y cerrarlas antes de ir a Grecia. Es la única forma de vencer a los gigantes y de asegurarnos de que no se recuperarán.
Reyna cogió una manzana de una bandeja con fruta que pasó junto a ella. La giró entre sus dedos, examinando la superficie de color rojo oscuro.
—Propones que emprendamos una expedición a Grecia en vuestro buque de guerra. ¿Eres consciente de lo peligrosas que son las tierras antiguas y el Mare Nostrum?
—¿El Mare qué? —preguntó Leo.
—El Mare Nostrum —explicó Jason—. «Nuestro mar.» Es como los romanos antiguos llamaban al Mediterráneo.
Reyna asintió.
—El territorio que antiguamente formaba el Imperio romano no solo es el lugar de origen de los dioses. También es el hogar de los antepasados de los monstruos, los titanes y los gigantes… y cosas peores. Por muy peligroso que sea para los semidioses viajar por aquí, en Estados Unidos, allí será diez veces peor.
—Dijiste que Alaska era muy peligrosa —le recordó Percy—. Y hemos sobrevivido.
Reyna sacudió la cabeza. Sus uñas dejaban pequeñas medialunas en la manzana al girarla.
—El grado de peligro de viajar por el Mediterráneo es totalmente distinto, Percy. Durante siglos, ha estado prohibido a los semidioses. Ningún héroe en su sano juicio iría allí.
—¡Entonces estamos de suerte! —Leo sonrió por encima de su molinete—. Porque todos estamos locos, ¿verdad? Además, el Argo II es un buque de guerra de primera. Nos llevará sin problemas.
—Tendremos que darnos prisa —añadió Jason—. No sé qué traman exactamente los gigantes, pero Gaia está cada vez más consciente. Está invadiendo sueños, apareciendo en lugares extraños, invocando monstruos cada vez más poderosos. Tenemos que detener a los gigantes antes de que la despierten del todo.
Annabeth se estremeció. Últimamente había tenido bastantes pesadillas.
—«Siete mestizos responderán a la llamada» —dijo—. Tiene que ser una combinación de nuestros dos campamentos. Jason, Piper, Leo y yo. Somos cuatro.
—Y yo —dijo Percy—. Además de Hazel y Frank. Sumamos siete.
—¿Qué? —Octavio se levantó de golpe—. ¿Tenemos que aceptar eso? ¿Sin someterlo a voto en el senado? ¿Sin debatirlo como es debido? ¿Sin…?
—¡Percy!
Tyson el cíclope se dirigió a ellos dando brincos seguido de cerca por la Señora O’Leary. Sobre el lomo de la perra infernal se hallaba posada la arpía más flaca que Annabeth había visto en su vida: una chica de aspecto enfermizo con el cabello pelirrojo lacio, un vestido de arpillera y alas con plumas rojas.
Annabeth no sabía de dónde había salido la arpía, pero le alegró el corazón ver a Tyson con una camisa de franela, unos tejanos raídos y el estandarte con las siglas SPQR sobre el pecho. Había vivido experiencias muy malas con los cíclopes, pero Tyson era un encanto. Además, era medio hermano de Percy (una larga historia), lo que lo convertía casi en su pariente.
Tyson se detuvo junto a su diván y retorció sus manos rollizas.
—Ella está asustada —dijo.
—S-s-se acabaron los barcos —murmuró la arpía para sí, toqueteándose furiosamente las plumas—. El Titanic, el Lusitania, el Pax… Los barcos no son para las arpías.
Leo entornó los ojos. Miró a Hazel, que estaba sentada a su lado.
—¿Esa chica gallina acaba de comparar mi barco con el Titanic?
—No es una gallina. —Hazel apartó la vista, como si Leo la pusiera nerviosa—. Ella es una arpía. Solo es un poco… nerviosa.
—Ella es guapa —dijo Tyson—. Y tiene miedo. Tenemos que llevárnosla, pero no quiere ir en el barco.
—Nada de barcos —declaró Ella. Miró directamente a Annabeth—. Mala suerte. Ahí está. «La hija de la sabiduría anda sola…»
—¡Ella! —Frank se levantó súbitamente—. Tal vez no sea el mejor momento…
—«La Marca de Atenea arde a través de Roma —continuó Ella, tapándose los oídos con las manos y alzando la voz—. Los gemelos apagarán el aliento del ángel, que posee la llave de la muerte interminable. El azote de los gigantes es pálido y dorado, obtenido con dolor en un presidio hilado.»
El efecto fue similar al que habría producido una granada de fogueo lanzada sobre la mesa. Todo el mundo se quedó mirando a la arpía. Nadie dijo nada. A Annabeth le latía el corazón con fuerza. «La Marca de Atenea…» Resistió el impulso de mirar en su bolsillo, pero notó que la moneda de plata, el regalo maldito de su madre, se calentaba. «Sigue la Marca de Atenea. Véngame.»
Alrededor de ellos, los sonidos del banquete proseguían, pero apagados y lejanos, como si su pequeño grupo de divanes hubiera entrado en una dimensión más silenciosa.
Percy fue el primero en recuperarse. Se levantó y agarró el brazo de Tyson.
—¡Ya lo sé! —dijo con falso entusiasmo—. ¿Por qué no os lleváis tú y la Señora O’Leary a Ella a tomar el fresco…?
—Un momento. —Octavio agarró uno de sus osos de peluche y lo estranguló con las manos temblorosas. Tenía la vista clavada en Ella—. ¿Qué ha dicho? Parecía…
—Ella lee mucho —soltó Frank—. La encontramos en una biblioteca.
—¡Sí! —convino Hazel—. Debe de ser algo que ha leído en un libro.
—Libros —murmuró Ella para ayudar—. A Ella le gustan los libros.
Después de haber recitado los versos, la arpía parecía más relajada. Se quedó sentada con las piernas cruzadas sobre el lomo de la Señora O’Leary, arreglándose las plumas.
Annabeth lanzó a Percy una mirada de curiosidad. Era evidente que él, Frank y Hazel estaban ocultando algo. Igual de evidente que Ella había recitado una profecía: una profecía que le afectaba a ella.
La expresión de Percy decía: «Socorro».
—Ha pronunciado una profecía —insistió Octavio—. Parecía una profecía.
Nadie contestó.
Annabeth no estaba del todo segura de lo que ocurría, pero comprendió que Percy estaba a punto de meterse en un buen lío.
Forzó una risa.
—Ah, ¿sí, Octavio? A lo mejor las arpías son distintas aquí, en el lado romano. Las nuestras tienen la inteligencia justa para limpiar cabañas y preparar comidas. ¿Las vuestras suelen adivinar el futuro? ¿Las consultas para hacer tus augurios?
Sus palabras ejercieron el efecto deseado. Los oficiales romanos se echaron a reír nerviosamente. Algunos evaluaron a Ella y a continuación miraron a Octavio y resoplaron. La idea de que una mujer gallina pronunciara profecías era aparentemente tan ridícula para los romanos como para los griegos.
—Yo, ejem… —Octavio soltó su oso de peluche—. No, pero…
—Solo está citando frases de un libro —dijo Annabeth—, como Hazel ha dicho. Además, ya tenemos una profecía por la que preocuparnos.
—Percy tiene razón. ¿Por qué no te llevas a Ella y a la Señora O’Leary y viajáis por las sombras un rato? ¿Te parece bien, Ella?
—«Los perros grandes son buenos» —dijo Ella—. Fiel amigo, 1957, guión de Fred Gipson y William Tunberg.
Annabeth no supo cómo interpretar la respuesta, pero Percy sonrió como si el problema estuviera resuelto.
—¡Estupendo! —dijo Percy—. Os enviaremos un mensaje de Iris cuando hayamos terminado y os alcanzaremos.
Los romanos miraron a Reyna, a la espera de su resolución. Annabeth contuvo la respiración.
Reyna tenía una cara de póquer antológica. Observaba a Ella, pero Annabeth no sabía qué estaba pensando.
—Bien —dijo por fin la pretora—. Marchaos.
—¡Sí, señora!
Tyson recorrió todos los divanes y dio a todos los presentes un fuerte abrazo, incluso a Octavio, al que no pareció hacerle mucha gracia.
A continuación, se subió al lomo de la Señora O’Leary con Ella, y la perra infernal salió del foro dando saltos. Se lanzaron directos contra una sombra del muro del senado y desaparecieron.
—Bien. —Reyna dejó su manzana sin comer—. Octavio tiene razón en una cosa. Debemos obtener el visto bueno del senado antes de dejar que ninguno de nuestros legionarios emprenda una misión… sobre todo una tan peligrosa como insinuáis.
—Todo este asunto me huele a traición —masculló Octavio—. ¡Ese trirreme no es un barco de paz!
—Sube a bordo, tío —propuso Leo—. Te daré un paseo. Podrás pilotar el barco y, si se te da bien, te daré una gorrita de capitán.
Los orificios nasales de Octavio se ensancharon.
—¿Cómo te atreves…?
—Buena idea —dijo Reyna—. Octavio, ve con ellos. Inspecciona el barco. Convocaremos una sesión del senado en una hora.
—Pero… —Octavio se interrumpió. Al parecer, advirtió por la expresión de Reyna que seguir discutiendo no sería beneficioso para su salud—. De acuerdo.
Leo se levantó. Se volvió hacia Annabeth, y su sonrisa se alteró. Ocurrió tan rápido que Annabeth pensó que lo había imaginado, pero por un instante otra persona pareció ocupar el sitio de Leo, sonriendo fríamente con un brillo cruel en los ojos. Entonces Annabeth parpadeó, y Leo volvió a ser el de siempre, con su sonrisa traviesa.
—Volvemos enseguida —prometió—. Esto va a ser épico.
Un frío terrible la invadió. Mientras Leo y Octavio se dirigían a la escalera de cuerda, consideró decirles que volvieran… pero ¿cómo podría explicarlo? ¿Cómo podría decirles a todos que se estaba volviendo loca, que veía visiones y notaba frío?
Los espíritus del viento empezaron a retirar los platos.
—Esto… Reyna, si no te importa, me gustaría enseñarle a Piper todo esto antes de la sesión del senado —dijo Jason—. Es la primera vez que visita la Nueva Roma.
La expresión de Reyna se endureció.
Annabeth se preguntaba cómo Jason podía ser tan corto. ¿Era posible que no fuera consciente de lo mucho que le gustaba a Reyna? A Annabeth le resultaba bastante evidente. Pedirle que le dejara enseñarle la ciudad a su novia era como echar sal en una herida.
—Claro —dijo Reyna fríamente.
Percy tomó la mano de Annabeth.
—Sí, yo también. Me gustaría enseñarle a Annabeth…
—No —le espetó Reyna.
Percy frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Me gustaría hablar con Annabeth —dijo Reyna—. A solas. Si a ti no te importa, mi colega pretor.
Su tono dejaba claro que no le estaba pidiendo permiso.
Un escalofrío recorrió la columna de Annabeth. Se preguntaba qué tramaba Reyna. Tal vez a la pretora no le gustaba la idea de que dos chicos que la habían rechazado enseñaran la ciudad a sus novias. O tal vez quería decirle algo en privado. En cualquier caso, Annabeth era reacia a quedarse sola y desarmada con la líder romana.
—Ven, hija de Atenea. —Reyna se levantó del sofá—. Acompáñame.